El ojo por ojo y diente por diente de la iglesia en la guerra civil
 
El ojo por ojo y diente por diente de la iglesia en la guerra civil
Juan Antonio Cortés Avellano
 

En más de una ocasión hemos comentado que la Iglesia en España fue víctima y verdugo durante la Guerra Civil. Políticamente estaba orientada hacia todo el espectro de la derecha mucho antes del golpe de Estado, y aceptaría a regañadientes la II República porque no tuvo más remedio. Incluso hasta en nuestros días comprobamos que todavía existen curas falangistas y franquistas, y que la cúpula de la Iglesia (CEE) financia medios de comunicación muy de derechas (COPE y 13 TV). Por no hablar de las webs católicas de extremaderecha como Religión en Libertad o Infocatólica. Es cierto que existe una parte de la Iglesia progresista, pero que en España no tiene mucho alcance, a no ser que hablemos de algunos curas de barrios obreros (como sucede en mi parroquia). Nada nuevo bajo el sol.

Desde el diario fascista de Vox, La Gaceta, Pedro Carlos González Cuevas (otro que tal baila), critica a Juan José Tamayo, llamándolo "El teólogo del odio y del nihilismo", por orientar la doctrina cristiana hacia la izquierda...

... [Juan José Tamayo] Defiende el laicismo y la tolerancia, pero recurre a autores como John Locke, que propugnaba la intolerancia contra los católicos, “los papistas”, y los ateos; y a Voltaire, que era un enemigo radical del islamismo y del judaísmo. Alaba la política del gobierno PSOE/Podemos, aunque le pide más laicismo. Sin embargo, considera que la función social de las religiones es ponerse “al servicio de las víctimas, es decir, de las personas, sectores y colectivos más vulnerables de la sociedad y de los pueblos oprimidos”. Es decir, un nuevo clericalismo de izquierdas. La Gaceta de la Iberosfera

Para estos reaccionarios parece ser que la Iglesia debe de estar donde ha estado toda su vida: en la derecha, y cuanto más extrema e integrista mejor. En España el anticlericalismo es algo que viene muy de lejos y que a principios del siglo pasado mostró su peor cara durante la monarquía de Alfonso XIII, cuando en Barcelona estalló una revuelta donde se quemaron más de 160 edificios religiosos durante la conocida Semana Trágica. Tea incendiaria y sangrienta que volvió a aparecer durante la II República y obviamente durante la Guerra Civil en la retaguardia republicana con casi 6.000 religiosos asesinados (junto a militares, políticos y simpatizantes de derechas).

Que Queipo de Llano siga enterrado en la Basílica de la Macarena debiera de ser visto un insulto a toda la cristindad; y lo que es peor, la CEE no toma cartas en el asunto y permite que esto suceda sin decir esta boca es mía.

Santos Julia criticando el victimismo de la Iglesia española durante la Guerra Civil dice que...

... la Iglesia católica española fue durante la Guerra Civil víctima y verdugo. Su memoria selectiva la lleva a olvidar lo segundo para celebrar ritualmente lo primero. Podría, si no quiere seguir desempeñando un papel principal en este peligroso juego de las memorias enfrentadas, recordar lo segundo sin olvidar lo primero. El País.

Pero se equivoca al afirmar que los "católicos fueron asesinados por el mero hecho de serlo", aunque acierta de pleno cuando dice que "Los obispos han olvidado que fue la Iglesia católica la que elaboró, a las pocas semanas de iniciarse la guerra, el sagrado relato de la cruzada contra el invasor". Julia nos recuerda a "los autores de esta Instrucción pastoral que el cura delator que lleva a la muerte al protagonista de aquel memorable relato de Ramón J. Sender, Réquiem por un campesino español, no fue un personaje de ficción, sino una figura repetida cientos, miles de veces en la España de la guerra y de la inmediata posguerra".

Como bien afirma Santos Julia, la iglesia fue "Víctima y verdugo", pero no víctima por el mero hecho de tener fe en Dios, como se sigue afirmando aún todavía, sino que fue victima exactamente igual que los militares, políticos y afiliados a sindicatos y partidos de derechas. Victimas que no tenían que haberse producido en niguna retaguardia, Ni en el bando franquista ni en la zona republicana; y víctimas al fin y al cabo, propiciadas por un golpe de Estado que desembocó en una guerra que los propios militares golpistas y los políticos que apoyaron la militarada, estaban seguro de que se produciría. Lo que nadie esparaba fue su duración: para eso Franco fue pieza clave.

Es cierto que la II República opuso una feroz y heróica resistencia, pero la superioridad militar que lograron los facciosos evidente durante todo el conflicto (ganaban todas las batallas) pudo acabar con la guerra mucho antes. Luis E. Togores ha llegado a afirmar que la Legión se adelantó a los alemanes en la Blitzkrieg (Guerra Rápida). Hay que ser muy poco riguroso para hacer tal aseveración. Yagüe permaneció cinco días en Badajoz organizando la masacre de extremeños: en eso si que se pareció a los nazis. La Alemania de Hitler al cabo de solo seis semanas derrotó a las fuerzas aliadas y conquistó Francia, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos.

Lo que ocurrió fue que la Legión y los Regulares eran un ejército disciplinado que por mucho coraje que tuvieran los milicianos con su pobre armamento y su poca pericia militar, eran un debil enemigo. Además en Extremadura la aviación republicana no apoyó a tiempo como sí lo hizo la aviación fascista con las columnas facciosas.

Julián Casanova para El País (2007)

La huella de la violencia anticlerical

Tras la sublevación militar de 1936 hubo una auténtica matanza de eclesiásticos. Pero la conmoción por ese anticlericalismo tapó el exterminio en nombre de la religión católica, algo que la Iglesia nunca ha condenado.

La religión católica y el anticlericalismo se sumaron con ardor a la gran batalla que se libró en España desde julio de 1936 hasta abril de 1939. Mientras que la religión fue desde el principio un elemento útil y positivo, el vínculo perfecto para todos los que lucharon en el bando franquista, el anticlericalismo violento que estalló con la sublevación militar no aportó beneficio alguno a la causa republicana. El incendio de iglesias y el asesinato del clero fueron narrados y difundidos, en España y en el extranjero, con todo lujo de detalles, constituyendo el símbolo por excelencia del "terror rojo".

La Guerra Civil española adquirió así una dimensión religiosa que condenó al anticlericalismo a pasar a la historia como una ideología y práctica negativas y no como un importante fenómeno de la historia cultural, con su visión particular de la verdad, de la sociedad y de la libertad humanas. Todos los partidarios de la República derrotada se vieron obligados a ponerse a la defensiva en el tema religioso, aunque sabían lo importante que había sido la batalla por la enseñanza, por la separación de la Iglesia y del Estado, y por someter a las órdenes religiosas a la legislación de asociaciones civiles. Todo se lo tragó el saldo mortal que la violencia anticlerical había dejado.

  • El anticlericalismo violento no benefició a la causa republicana
  • Sin la sublevación esa explosión violenta nunca se hubiera producido
  • El pasado seguirá abierto mientras dure el desequilibrio de recuerdos

A la República se la señaló, y todavía se la señala, como la principal causante e instigadora de esa violencia. Los historiadores liberales y de izquierdas encontraron siempre muchos problemas en explicarla. La sombra de esa persecución se alarga hasta hoy, en las discusiones acerca de la Ley de Memoria Histórica, en el culto a los "mártires de la fe" y en las ceremonias de beatificación. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué, en el verano de 1936, se pasó de la agresividad verbal y de las actitudes ofensivas, muy presentes en el anticlericalismo español, al asesinato, una barrera que antes del golpe militar sólo había sido franqueada en la revolución de octubre de 1934 en Asturias? ¿Por qué, más de setenta años después, sigue tan presente en el debate político?

Quemar iglesias o matar eclesiásticos es lo primero que se hizo en muchos pueblos y ciudades donde la sublevación militar fracasó. Al clero se le asesinaba sin necesidad de pasar por juicios o tribunales. El castigo fue de dimensiones ingentes, devastador, y no hay que dar muchas vueltas para hacer balance: 6.832 eclesiásticos fueron asesinados; una buena parte de las iglesias, ermitas y santuarios fueron incendiados o sufrieron saqueos y profanaciones, con sus objetos de arte y culto destruidos total o parcialmente. Tampoco se libraron de la acción anticlerical los cementerios y lugares de enterramiento, donde abundaron la profanación de tumbas de sacerdotes y de exhumación de restos óseos de frailes y monjas.

Es verdad que sin la sublevación militar de julio de 1936, que atacó la legitimidad republicana y privó al Estado del control de los mecanismos de orden, esa explosión de violencia nunca hubiera podido producirse. Es verdad también que muchos eclesiásticos, y entre ellos algunos obispos, pudieron salvar sus vidas, sobre todo en Cataluña, por la intervención de algunas autoridades republicanas. Pero, por muy tranquilizador que eso resulte, no cambia la historia. Lo que se hizo con el clero en el verano de 1936 era, por fin, y de eso no había duda, lo que muchos decían que iban a hacer desde comienzos de siglo, cuando intelectuales de izquierda, políticos republicanos y militantes obreros, anarquistas y socialistas situaron a la Iglesia y a sus representantes como máximos enemigos de la libertad, del pueblo y del progreso, un honor que en la retórica revolucionaria obrera estaba reservado hasta ese momento al capital y al Estado. Todos prometieron que la revolución traería consigo, entre otras muchas cosas, "la tea purificadora" para los edificios religiosos y los "parásitos" de sotana. Y cuando llegó la hora de la verdad, lo pusieron en práctica.

Hay quienes acuden todavía al socorrido tópico de la responsabilidad anarquista, aunque esa violencia anticlerical adquirió buena dosis de desmesura en muchas zonas donde dominaban socialistas, comunistas o republicanos. Los arrebatos contra el clero y las cosas sagradas fueron especialmente intensos en Cataluña, el País Valenciano y en las comarcas orientales de Aragón, pero tampoco se quedaron a la zaga en las provincias de Toledo, Ciudad Real, Cuenca, Málaga o Jaén. Salvo en el País Vasco, donde la violencia anticlerical fue mucho menor y donde también hubo excepcionalmente sacerdotes fusilados por los franquistas, llevar una sotana se convirtió en símbolo de implacable persecución en toda la zona republicana.

Toda esa violencia no representaba tanto un ataque a la religión como a una específica institución religiosa, la Iglesia católica, estrechamente ligada según se suponía a los ricos y poderosos, y enfrentada a la República desde el mismo día de su proclamación. Y no es que la mayoría de esos miles de eclesiásticos asesinados fueran ricos, que no lo eran, y no era eso lo que importaba. De acuerdo con la propaganda republicana y obrera, predicaban la pobreza y ambicionaban la riqueza, hablaban del cielo y en la práctica sólo se preocupaban por los valores mundanos. Era una crítica cargada de simbolismo, ingredientes culturales y reproches éticos. Sin ellos, resulta muy difícil explicar el trasfondo de aquella matanza, por más que el conflicto de clase y la religión fueran desde el principio inseparablemente unidos en aquella guerra de tres años.

La persecución anticlerical convirtió a la Iglesia en víctima, la contagió de ese desprecio a los derechos humanos y del culto a la violencia que desencadenó el golpe de Estado, y malogró cualquier atisbo de entendimiento entre los católicos más moderados y la República. El anticlericalismo sirvió también para que los vencedores ajustaran cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas los efectos devastadores de la matanza del clero y de la destrucción de lo sagrado. Después de la guerra, las iglesias y las tierras españolas se llenaron de memoria de los vencedores, de placas conmemorativas de los "caídos por Dios y la Patria", mientras se pasaba un tupido velo por la represión que en nombre de Dios habían emprendido y seguían llevando a cabo gentes piadosas y de bien. La conmoción dejada por el anticlericalismo tapó el exterminio en nombre de la religión católica y sentó la idea falsa de que la Iglesia sólo apoyó a los militares cuando se vio acosada por esa violencia persecutoria.

No hay en la actualidad ningún historiador riguroso que silencie esa violencia anticlerical y pueda eludir su análisis e interpretación. La jerarquía de la Iglesia católica, sin embargo, nunca ha condenado la sublevación militar que la desató ni tampoco siente la necesidad de pedir perdón por bendecir y apoyar la violencia franquista durante la guerra y en la larga dictadura que la siguió. Prefiere reconocer únicamente a los "mártires de la fe" y rendirles culto. Así las cosas, la Ley de Memoria Histórica fomenta, según los obispos, la división y el enfrentamiento, mientras que las beatificaciones y canonizaciones sólo pretenden "cumplir una deuda" con esos mártires, "ejemplo vigoroso de fortaleza y testimonio". Es la diferencia entre una solemne ceremonia en el Vaticano, con todos los medios de comunicación pendientes y una amplia representación de las autoridades políticas españolas, y la apertura de fosas en busca de los restos de esos miles de asesinados por los franquistas que ni siquiera fueron inscritos en los registros civiles y de los que se ignora todavía el lugar de su muerte. Mientras dure ese desequilibrio de recuerdos y lugares de memoria, el pasado seguirá abierto.


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