Republicanismo para el antropoceno: ¿dónde estás, Clístenes?


Republicanismo para el antropoceno: ¿dónde estás, Clístenes?
Julie Wark, Daniel Raventós

No hace falta leer las casi 4.000 páginas del nuevo y desalentador Informe sobre el Clima del IPCC para ser consciente de la gravedad de la situación de la Tierra, en la que el ser humano está llevando a la extinción al menos a un millón de especies, incluida la propia especie humana. Llevamos mucho tiempo recibiendo advertencias, desde Joseph Fourier (1824, efecto invernadero), Svante Arrhenius (1896, emisiones de CO2), Guy Stewart Callendar (1938, calentamiento global) y otros, hasta llegar al informe del IPCC de 2007 (con un 90% de certeza de que las emisiones de CO2 eran las responsables de la mayor parte del calentamiento climático observado). Los científicos habían hecho su parte, pero ¿dónde estaban los pensadores políticos? El desastre climático es un problema político. Sólo hay que ver quiénes son los más afectados. No es ninguna novedad que las personas y los pueblos con menores ingresos son más vulnerables a los impactos del cambio climático, que los países en vías de desarrollo sufren cerca del 99% de las víctimas causadas por el mismo, pese a que los cincuenta países más pobres emiten un 1% de las emisiones de gases de efecto invernadero, el 92% de estas emisiones es atribuible a los países del llamado Norte Global (como si éste fuera una mera categoría geográfica), que sólo cuenta con un 19% de la población mundial. Es evidente que el problema es el capitalismo neoliberal, que lleva cincuenta años regulando los mercados a favor de los ricos.

Naturalmente, este sistema no está presentando soluciones. Cuando es indispensable, podemos ver algún pequeño retoque de impostura ecológica aquí y allá. Se nos dice que todos somos culpables, y que todos estamos condenados. Mientras tanto, las grandes empresas seguirán haciendo su agosto, los multimillonarios buscarán refugio en lugares remotos y los gobiernos seguirán mintiendo. Sus sistemas fiscales reflejan a quién deben lealtad: se llevan bien con los multimillonarios. Así que, se trata de un après moi le déluge porque, como decimos aquí en Cataluña, les importa un pedo de conejo.

Pero, ¿dónde está la izquierda? ¿Dónde están las soluciones políticas? Por supuesto, la izquierda no tiene mucho poder mediático, no tiene mucha voz, pero esta es una situación desesperada. Si nos remontamos en la historia para encontrar las primeras advertencias de la climatología, también podemos remontarnos para encontrar, en un pasado lejano, lo que podría ser una respuesta política a la crisis climática, así como a la muy relacionada creciente presencia de la extrema derecha y sus “soluciones” totalitarias, y al grave declive, muy urgente, de los derechos humanos. Es evidente que el círculo de los que disfrutan de los “derechos humanos” es una pequeña camarilla de plutócratas y allegados, por lo que esto no son derechos humanos, ya que “humano” es una categoría universal. Digamos que tienen privilegios “petroligárquicos”.

El republicanismo es un término tan amplio que puede acabar siendo autocontradictorio: abarca desde el republicanismo democrático griego hasta el republicanismo del Partido Republicano en los Estados Unidos. El primero parece ser la única alternativa político-económica bien planteada y sopesada a la destrucción del mundo por el segundo y sus aliados. El republicanismo del que queremos hablar se remonta a Clístenes y sus reformas democráticas a la constitución de la antigua Atenas en el año 508 a.C., cuando el pueblo estableció instituciones isonómicas según las que todos los ciudadanos libres (hombres, en aquella época) eran iguales ante la ley, o lo que es lo mismo: tenían los mismos derechos. La república romana, así como las revoluciones inglesa, francesa y estadounidense se basaron en gran medida en estos principios, los cuales aspiran a contener la dominación.

La dominación puede adoptar formas muy distintas (social, sexual, psicológica, física, etc.) pero, para el republicanismo histórico, la más trascendente era la dominación basada en la propiedad. Esta división entre los que tienen propiedades y por lo tanto son poderosos, y los que no las tienen y, por tanto, no lo son, ha marcado la historia de la humanidad. Ya en el siglo IV a.C., Aristóteles señaló que, para entender la sociedad, la principal división a tener en cuenta es la que existe entre ricos y pobres. Los ricos tienen garantizada su existencia social, mientras que los pobres deben depender de los ricos para existir. El republicanismo democrático distinguía entre dos tipos de dominación: el dominium, o sea, el que imponen a la población los oligarcas a través de las grandes fortunas privadas; y el imperium, la dominación ejercida por las instituciones políticas que, cuando se centran en proteger los intereses de los primeros, puede cristalizar en forma de legislación represiva, y de otros aparatos jurídicos, burocráticos, militares y políticos en defensa de los poderosos.

El valor supremo del republicanismo democrático es la libertad, que sólo puede ser posible si toda la población disfruta de las condiciones materiales. Dado que la pobreza también conlleva la dependencia de los dictados arbitrarios de otros, el aislamiento social y el consiguiente círculo vicioso de daños físicos y mentales, las soluciones deben ir más allá de un poco de justicia redistributiva: debe ser erradicada activamente. Y la libertad no consiste sólo en la igualdad de recursos. Requiere la reciprocidad en la libertad, que sólo es posible en una sociedad en la que las instituciones políticas reconocen la igualdad civil de todos sus miembros que, por lo tanto, deben lograr la condición de actores sociales materialmente independientes. En esto difieren el republicanismo oligárquico y el democrático. Ambos comparten el mismo concepto de libertad y afirman que una existencia material garantizada es la condición para ejercerla, pero el primero afirma que los no propietarios deben ser excluidos de la ciudadanía, mientras que el segundo insiste en que toda la población adulta debe ser materialmente independiente, y por tanto capaz de actuar como ciudadanos efectivos. Pero el neoliberalismo parece haber logrado que mucha gente prefiera un materialismo planetocida en lugar de una posición de independencia material.

En los últimos tiempos, la neutralidad del Estado se ha relacionado con el imperium bajo una lectura liberal pasiva relativa a la abstención del Estado de favorecer ciertas concepciones de la vida buena sobre otras. Pero el imperium como neutralidad estatal republicana significa una intervención institucional activa para evitar que los poderes privados, como las grandes corporaciones y las fortunas privadas, impongan sus intereses privados a los Estados poniendo así a los gobiernos a su servicio, con lo que el imperium se uniría al dominium para aplastar aún más a la población. A menudo sabemos quiénes son los infractores, por ejemplo, las corporaciones que son responsables de más de un tercio del total de las emisiones mundiales de carbono desde 1965. Tenemos sus nombres, pero estamos desprovistos de un poder ciudadano suficiente como para detenerlos.

Saudi Aramco 59,26 (mil millones de toneladas de CO2)

Chevron 43,35

Gasprom 43,23

Exxon-Mobil 41,90

National Iranian Oil Co. 35,66

BP 34.02

Royal Dutch Shell 31,95

Coal India 23,12

Pemex 22,65

Petro Venezuela 15,75

Petro China 15,63

Peabody Energy 15,39

Conoco-Philips 15,23

Abu Dhabi National Oil 13,84

Kuwait National Oil 13,84

Kuwait National Petroleum 13,84

Iraq National Oil 13,48

Total SA 12,35

SonaTrach 12.30

BHP Billiton 9,80

Petrobas 8,68

Tratar la cuestión de la riqueza y del poder significa abordar la propiedad. Tradicionalmente, desde Aristóteles hasta el derecho romano, la propiedad podía cristalizar en cuatro formas principales: común con uso privado, privada con uso común, común con uso común y privada con uso privado. Esta última triunfó, con el capitalismo, de la mano de la versión expresada por William Blackstone (1723 - 1780) en estos términos: “el dominio único y despótico que un hombre reclama y ejerce sobre las cosas externas del mundo, con total exclusión del derecho de cualquier otro individuo en el universo”. La propiedad republicana no es lo mismo. Significa recursos que confieren independencia política y estatus legal a los ciudadanos, derechos socialmente reconocidos y regulados por el derecho público. Es una relación fiduciaria, cercana a la idea de Locke de que los seres humanos tienen un derecho natural a la propiedad que garantiza la supervivencia, pero no deben poseer, en ningún sentido absoluto (“único y despótico”), nada más allá de eso porque se trata de una propiedad inherentemente pública. La propiedad privada es una especie de fideicomiso que no es absoluto, exclusivo y excluyente, sino que es revocable porque debe servir en última instancia al bien común.

No se trata de una quimera. La Constitución revolucionaria de México de 1917 consagró esta noción fiduciaria de la propiedad en el artículo 27, que declaraba que toda propiedad tiene una función social, y que es tarea de la república controlar a los propietarios para que estos fueran responsables ante los bienes que poseían. Esto marcó el inicio del constitucionalismo social contemporáneo que, en las repúblicas de Weimar, Austria y la segunda república española, implicó uno de los desarrollos sociales y económicos más avanzados de las constituciones europeas después de la Primera Guerra Mundial. Incluso la Constitución española de 1978 (Artículo 128 (1)) presenta un eco inequívoco, aunque limitado, de la visión fiduciaria de la propiedad: “Toda la riqueza del país en sus distintas formas, cualquiera que sea su titularidad, está subordinada al interés general” (no es que los gobiernos desde entonces lo hayan respetado).

Esto nos lleva a los mercados, que existían mucho antes del capitalismo, en economías con mercados, en contraposición a la actual economía de mercado. No hay un mercado, la cuestión es que todos los mercados están regulados políticamente, y la regulación capitalista actual ha originado unos mercados de tipo oligopolístico, por mucho que los economistas establecidos insistan en que “el libre mercado” es apolítico. Hasta el siglo XX, los economistas entendían que los mercados libres, si la gente iba a participar libremente, necesitaban la supervisión pública para evitar el control privado monopolístico. Ahora, los economistas presentan un mercado “libre” de regulación pública, “libre” de medidas antimonopolísticas. Los mercados se “liberan” y las personas se subyugaron a ellos, tanto en relación a las condiciones de trabajo como en relación a los dictados del consumo que se les impone. Por eso los multimillonarios pueden darse el gusto de volar al espacio exterior y cobrar a los futuros turistas un precio de mercado (inicial) de 450.000 dólares por viaje, con una huella de carbono de unas 100 toneladas de emisiones de CO2 por pasajero.

Uno de los ámbitos más perjudiciales del mercado neoliberal es la evasión fiscal. Pero los mercados no existen en el vacío. Los gobiernos deciden cuáles pueden existir, cuáles no, y cuáles deben ser regulados. “Tolerar la evasión fiscal es una elección de los gobiernos”. La inversión de dinero público en intereses privados también es una elección. En el caso de la pandemia de COVID-19, por ejemplo, Pfizer, cuya vacuna generó 3.500 millones de dólares de ingresos en el primer trimestre de este año, recibió a través de su socio BioNTech 375 millones de euros del gobierno alemán y 100 millones de euros de financiación de deuda de la UE. Mientras tanto, los multimillonarios, muchos de ellos apostando por los mercados bursátiles mundiales, aumentaron sus fortunas en más de un 25% hasta alcanzar los 10,2 billones de dólares, precisamente cuando millones de personas en todo el mundo perdieron sus empleos y apenas pudieron sobrevivir con los planes del gobierno.

Como dice Thomas Picketty, “una reducción drástica del poder adquisitivo de los más ricos tendría por sí misma un impacto sustancial en la reducción de las emisiones a nivel global”, no sólo porque son los que más CO2 emiten, sino por el poder que ejercen en todos los ámbitos de la vida social, que ahora nos tiene a nosotros y quizá a un tercio de todas las especies animales y vegetales al borde de la extinción. Hay dos medidas claves que podrían lograr esta drástica reducción de emisiones: una renta básica universal y una renta máxima. Ambas requieren del apoyo activo de las instituciones, como la política fiscal, pero ambas pueden ayudar a construir una sociedad en la que las instituciones democráticas podrían florecer al dar a los ciudadanos más libertad y, por tanto, voz.

Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, el tipo impositivo marginal más alto en EE.UU. era del 94% y se mantuvo hasta el 91% en la década de 1960. Pero tras la llegada de Ronald Reagan al poder en 1981, bajó del 70% hasta el 28% cuando Reagan dejó la Casa Blanca (una política rápidamente imitada por los gobiernos europeos). Naturalmente, esto vino acompañado de una disminución del gasto social, un aumento del gasto militar y de una desregulación de los mercados nacionales, lo que sugiere que los altos tipos impositivos para los ricos deberían venir acompañados de la reversión de estas medidas. Estos tipos impositivos máximos no sólo pretendían lograr la justicia fiscal, sino también comprimir la distribución de la renta (y, de hecho, la desigualdad de la renta se redujo desde finales de los años 30 hasta principios de los 70) porque se entendía que la concentración de la riqueza amenaza los ideales democráticos. Estos tipos impositivos tambié podrían utilizarse para financiar una renta básica universal. Revivamos las palabras grabadas en el edificio del IRS en Washington: “Los impuestos son el precio a pagar por una sociedad civilizada”.

Los ideales democráticos están en juego y, si están en juego, el planeta también lo está, porque quedará en manos de empresas e individuos sin escrúpulos. Los ideales democráticos sólo pueden materializarse a través de instituciones democráticas, por lo que deberíamos aprender de los antiguos y de su concepción de la libertad y de la democracia. La devastación del antropoceno debe abordarse en el ámbito de la economía política. Como los pensadores griegos trataron de decirnos ya hace tiempo, necesitamos mecanismos e instituciones políticas que puedan proteger los derechos de todos de los abusos de los que ambicionan demasiado. La codicia es algo muy peligroso. Dondequiera que florece, mata al planeta.


Fuente → sinpermiso.info

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