Amir Al Hasani Maturano
Más allá del rechazo moral a ese acto, aparenta una práctica reprochable jurídicamente. No tanto por el hecho de utilizar una triquiñuela (la manifestación fue convocada por una asociación de vecinos con el lema “Di no a las Agendas 2030-2050”) para que las autoridades autorizasen la manifestación, sino por los comportamientos que se vieron en ella y que chocan los valores democráticos.
No tendría que haberse prohibido la manifestación a menos que hubieran existido previamente razones fundadas de alteraciones del orden público con peligro para personas o bienes. Por eso, centro la reflexión en la actitud sobre si lo que existió fue un delito de odio, más allá de la futura judicialización que se haga del mismo.
que existió fue un delito de odio, más allá de la futura judicialización que se haga del mismo.
Es importante cuestionar si la retahíla de comportamientos lamentables que allí se produjeron están amparados o no en la libertad de expresión. Para empezar, no todo lo que nos provoca rechazo o repulsa es o debe ser delictivo. En consecuencia, no toda expresión de ideas u opiniones son discurso del odio y limitan la libertad de expresarse.
En este caso, la incitación al odio (homófobo) a este colectivo se revela más palpable que otros hechos. Dado que determinadas expresiones de mal gusto se pueden acoger al ejercicio de la libertad de expresión, otras vejatorias pueden dañar a la dignidad de ciertos colectivos y son castigadas penalmente.
Otra cuestión es cómo las fuerzas políticas mediante actitudes populistas han desarrollado un caldo de cultivo para este tipo de discursos. Bastaría recordar el asalto al Capitolio de Washington.
Un daño a la dignidad
Lo sucedido no solo daña a la dignidad de ese colectivo, sea o no minoritario. Mediante ese odio dirigido a este grupo, los manifestantes buscaban que la propia democracia les restringiese su ejercicio de libertad.
Por supuesto que no deben excluirse los discursos de mal gusto, hasta que llegan a chocar con otros valores esenciales, como es la dignidad de los colectivos vulnerables.
El problema ha sido banalizar el término “odio”, de forma que en ocasiones se han exagerado las respuestas, sobre todo, por la sensibilización subjetiva.
Humillación a un grupo vulnerable
No es lo mismo un sentimiento de aversión u hostilidad –para atacar la dignidad– que un discurso artístico o político. El discurso del odio se definió ya hace años en el Consejo de Europa como una categoría que tenía como meta que los estados europeos incluyeran la humillación dirigida contra grupos vulnerables por motivos discriminatorios (en este caso, la homofobia) como categoría penal.
La diversidad colectiva es un valor tan digno de consideración como el contraste de visiones plurales. Con ello, el choque continuo entre dos valores esenciales para una democracia como son la dignidad y la libertad.
A la hora de contextualizar este supuesto, sin entrar en su enjuiciamiento (para eso están los tribunales), se manifiesta como un acto intolerante. Primero, contiene insultos no protegidos por la libertad de expresión. Segundo, humilla a un grupo vulnerable específicamente. Más que entrar en una discusión sobre la homofobia, actúa en contra de la homofobia. De ahí nuestra posición jurídica a la hora de reprochar penalmente esta actitud.
Debemos tener presente que la libertad de expresión –en un espíritu de sociedad abierta– justamente está para proteger al provocador o al disidente. Pero no de forma absoluta. La libertad de expresión no ampara el derecho al insulto, ni provocar a cometer actos violentos, ni la humillación por motivos discriminatorios a colectivos o grupos sociales. Esos son los límites –cuestión valorativa nada fácil en la práctica judicial–.
Los discursos dados a conocer por los medios y por testigos de la manifestación no eran expresiones políticas, estigmatizaban al grupo social. No eran expresiones genéricas o críticas, sino que la violencia del lenguaje iba un paso más allá de una censura social.
Libertad de expresión frente a causar daño
La Constitución garantiza la libre difusión de ideas políticas o sociales mediante su reconocimiento como libertad fundamental, pero no utilizar esa manifestación de ideas para insultar o causar un daño. Los ciudadanos somos libres de formar y expresar nuestro propio criterio sin interferencias del Estado y sin coacción alguna.
Nuestra democracia de signo abierto reconoce la libertad y el pluralismo, por lo que debe ser reticente a los límites a la libertad de expresión, pero debe asumir un cierto signo “militante” ante los discursos que impliquen violencia u hostilidad.
Sin una solución definitiva, los hechos sugieren un carácter humillante a un grupo social (vulnerable) mediante el acto discriminatorio. No por ello hemos de asumir que la libertad de expresión exige tolerar cierto nivel de odio y que la indiferencia, a veces, supone mayor éxito que el reclamo del mártir a que le castiguen.
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