Gatillo y viento


Gatillo y viento 
Francisco González Tejera
 
«Aquello daba miedo porque no sabías si en cualquier momento te podían ejecutar, los falangistas se reían a carcajadas cuando nos formaban en la explanada del campo de La Isleta para fusilarnos, toda la parafernalia militar y luego los disparos que no nos mataban, todo era un montaje para destrozarnos por dentro».

Cipriano Acosta Vega

A Roberto Alcántara lo sacaron varias noches de «paseillo», los levantaban de los camastros de paja donde no había noche tranquila, ni sueño, profundo, la oscuridad era una pesadilla y en cualquier momento podían llevarte, «finiquitarte», como decía el teniente Barber, uno de los jefes del campo de concentración de La Isleta en Las Palmas.

Aquella madrugada de septiembre del 36 tenía una energía extraña que se percibía en el aire seco, en que no corría la brisa y el calor te embriagaba de los pies a la cabeza, el sudor frío, la boca seca, la lengua amarga, hasta que se escuchaban los gritos de los pistoleros falangistas:

-Arriba todo el mundo. A formar carajo, hijos de puta- decía con su voz ronca y acento andaluz el jefe Rosendo Clavero, un peninsular que trabajaba en telégrafos antes del golpe fascista.

Eligieron a siete hombres esa noche y los sacaron a caminar por las montañas de El Vigía, iban solos delante y detrás el grupo de nazis armados apuntándoles con los máuser y pistolas, en cualquier momento podían disparar por la espalda.

Esa sensación de desamparo, de poder ser acribillado en un instante generaba mucho miedo, a cada paso esperabas la detonación, la bala certera entrando por la carne, destrozando, quemando tus entrañas.

Caminaron casi dos horas hasta que cerca de El Confital los rodearon, haciéndolos arrodillarse de espaldas al acantilado, luego el requeté Rodrigo Montes Robaina cargó su pistola, la fue poniendo en la sien de cada hombre y apretando el gatillo, no sonaba nada, todo era una broma macabra que hacía que cada muchacho se meara encima.


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