El bostezar de la nueva cultura: el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura
Miguel Hernández, saliendo de la inauguración del II Congreso de Intelectuales para la Defensa de la Cultura. Valencia, 1937.

El bostezar de la nueva cultura: el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura / Javier Martín Rodríguez:

Fue en Italia donde se volvió a escuchar que la raíz del hombre es el hombre mismo, se desempolvó Grecia, se desempolvó Roma y Laura simbolizó la posibilidad materialista de alcanzar a Dios. Mirandola defendió la dignidad del hombre, bastón de minerales que recogió directamente de los cielos Adán: «La naturaleza encierra a otras especies (…). Pero tú, a quien nada limita, (…) te defines a ti mismo. Te coloqué en medio del mundo para que pudieras contemplar mejor lo que el mundo contiene». Dignidad que se hizo belleza matemática con Vitruvio, retrato armónico con Rafael y que Erasmo convirtió en una nueva forma de vivir la fe más cercana al bautismo, más cercana a la carne que es Cristo y alejada del ornamento. La Iglesia levantó el dedo acusatorio: el de Rotterdam había puesto un huevo que después Lutero empolló. La religión popular tiende siempre a lo materialista y así fue que de aquel renacimiento de círculos cortesanos se llegó a lo plebeyo de la Reforma: «Yo nada hice: la Palabra lo hizo todo» y el luteranismo-calvinismo hirió de gravedad a aquel gigante que se pensaba que ni el tobillo tenía descubierto. De la sangre provocada a la autoridad papal se levantaron los países protestantes y entre ellos la nación germánica.

Del humanismo y de la herida abierta germinó la Ilustración como definitiva reforma intelectual y moral que de Francia se hizo universal. La Ilustración acompañó y precedió la Revolución Francesa, se hizo sustrato y prejuicio, definió una nueva forma de entender el mundo: la forma característica de aquella burguesía que llevaba siglos emergiendo como nueva clase dominante en la historia. La enciclopedia, el volterianismo, el neoclasicismo, lo patriótico y lo laico, desembocaron no solo en la toma de la Bastilla sino en un nuevo orden social. Como dijera Marx, aquella revolución significaba «la victoria de las luces sobre la superstición, de la familia sobre el nombre, de la industria sobre la pereza heroica, del derecho burgués sobre los privilegios medievales». Pero todo pasa, lo que ayer era, pronto es negado y deja de ser: se reclaman nuevas formulas en la historia.

Una nueva concepción del mundo implica también una característica reformulación cultural, determinadas ambas por unas específicas bases económicas y sociales. Esa nueva visión se va introduciendo, también a través del arte y la literatura, como raíces en el terreno de la sociedad, convirtiéndose poco a poco en conciencia, hegemonía e instinto; precediendo las revoluciones y desarrollándose por duplicado una vez realizadas estas. Así como ocurriera con el protestantismo y la ilustración, nunca estuvimos tan cerca en España de una nueva cultura como el 4 de julio de 1937. Nosotros tuvimos las letras, ellos las armas, y aun no sabemos si nos salió a cuenta. No dudaría Machado si levantara la cabeza en volver a cantar a Lister para cambiar la pluma por su pistola de capitán. No había terminado el bostezo la nueva España cuando, aun con legañas y mareos, fue asesinada por la espalda. Pero en el 37 demostramos y afirmamos, el ¡Abajo la Inteligencia! contrastó más que nunca con la intelligentsia, la versión más criminal del mundo que no terminaba de morir, en la que aun convivía el olor a cocina doméstica y la pólvora, el palio y la revolucionísima de los falangistas; contrastó más que nunca con la nueva cultura, viento del pueblo, que congregaba en defensa de la República a un centenar de escritores y artistas de todo el mundo en Valencia.

Si hay algo indudable es que del bando tricolor permanecieron los más grandes hombres de las letras de nuestro país: Lorca, Hernández, Machado, María Teresa León, Juan Ramón Jiménez, Cernuda… la nómina es larga pues coincide sin duda con uno de los periodos más prolíficos de la historia de las letras patrias. Mas sería un error infantil, aun demasiado habitual, considerar el grito a la muerte de la inteligencia de aquel cadavérico Millan Astray como un grito de consenso en el bando golpista. Los dandies de Franco, aquellos señoritos poetas y falangistas, luchaban desde los cafés por dotar de un sentido, de una estética y de una moral a unos militares que poco se interesaban por la mitología y los destinos universales. Los Ridruejo, Laín, Sánchez Mazas… a sabiendas de su debilidad intelectual frente a la Alianza, pusieron más énfasis en otros aspectos en los que, probablemente, fallaron algo más los grandes nombres de la República. La construcción de una épica, de un relato cuasi bíblico, de una parateatralidad, de un protocolo de ritos y actitudes… demuestran que el campo golpista no era un campo yermo en lo que a inteligencia se refiere. Pero quienes hicieron la guerra y quienes ganaron la guerra fueron los militares, lo que intensifica el contraste de una comparativa ya de por si desfavorable, por exigua y poco representativa de la “alta” intelectualidad del momento, para los golpistas.

Inauguración del II Congreso Internacional de escritores para la Defensa de la Cultura.

Quizás la clave se encuentre en abandonar definitivamente la concepción de la “inteligencia” o de la “cultura” como necesario nicho de bondades. No es casualidad que fuese Unamuno, ese gran veleta, el que dijese que el fascismo se cura leyendo. Terrible afirmación divulgada aún en nuestros días como genial descubrimiento. El fascismo se cura con política revolucionaria y, cuando es necesario, por la continuación de la política por otros medios, es decir, la guerra. La cuestión por tanto no es la defensa de la cultura en abstracto sino la orientación de esa cultura. Se ha utilizado anteriormente el término intelligentsia que, como señala Aznar Soler, pudiera ser traducido por “proletarios de la cultura”, interpretación soviética del papel del intelectual como “parte culta del pueblo considerada como capaz de formar la opinión pública”. El papel del intelectual republicano era militante, alentar y reflejar, generar opinión pública entre la retaguardia y el frente, aquello que Miguel Hernández definió con sencillez de cabrero como ser viento del pueblo y Machado como «arte rico en acentos expresivos de lo común (…) arte de multitudes urbanas, de cinema monumental, de plaza de toros».

Bajo esa concepción militante, y dada la importancia que tenían los intelectuales en la política española de aquel entonces, nació la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la defensa de la Cultura. Una organización cuya concepción no era ir hacia el pueblo sino estar con el pueblo levantado en armas, ser parte del Frente Popular y cumplir su papel como intelectuales orgánicos en la maquinaria militar. Fue a unas horas del golpe de estado cuando se emitió el comunicado mediante el cual la Alianza de Intelectuales Españoles para la Defensa de la Cultura se adhería al Frente Popular y manifestaba su lealtad al gobierno. Poco después se incluyó el acrónimo “antifascista” en el nombre de la Alianza y a finales de julio se hizo público el manifiesto. La alianza nació con el mismo espíritu frentepopulista del entonces gobierno, integrando a hombres y mujeres de muy diversas tradiciones político-ideológicas pero comprometidos con el triunfo popular y democrático. No obstante, desde el comienzo, la influencia comunista en la Alianza fue algo más que destacable.

El PCE creció durante la guerra nacional-revolucionaria (en la definición utilizada por el propio partido comunista) más que ninguna otra fuerza política, llegando hasta los 300.000 militantes. No hay duda de que el partido dirigido por José Díaz se convirtió durante la guerra en el epicentro político de la resistencia republicana. La denuncia con anterioridad de lo que estaba por ocurrir y la puesta en marcha de milicias obreras y populares antes que ninguna otra fuerza, así como la habilidad para comprender el carácter de la guerra como “guerra total” y la necesidad de organizar una industria bélica, favorecieron el crecimiento en términos numéricos y de influencia política de los comunistas españoles. De la misma forma, en el campo de la cultura, el PCE tuvo siempre claro la necesidad de la organización de un Frente Cultural, lo que favoreció no solo el papel dirigente de los intelectuales comunistas en las tareas de la Alianza sino que muchos otros intelectuales viraran hacia las posiciones políticas del partido durante los años de la guerra.

Entre las tareas de la Alianza estaban la de atraer y estimular la solidaridad internacional, la organización de mítines en defensa de la cultura, la edición de revistas, libros y materiales de agit-prop que se enviaban en los camiones de Cultura Popular al frente, la organización de representaciones y espectáculos, etc. Su sede se encontraba en el palacio de los marqueses de Heredia Spínola, Madrid, y entre sus tareas principales se encontraba la edición del Mono Azul, hoja semanal que vio por primera vez la luz en agosto del 36 bajo la firma de María Teresa León, José Bergamín, Rafael Dieste, Lorenzo Varela, Rafael Alberti, Antonio Luna, Arturo Souto y Vicente Salas Viu. La utilización del nombre buscaba la recuperación de un símbolo característicamente obrero que había quedado en manos de los falangistas y su camisa azul Mahón. Escribía así José Bergamín, presidente de la Alianza: «(…) porque esta sangre viva de nuestro pueblo, que manos fratricidas están vertiendo ante nuestros ojos, se está empapando calladamente en vuestros vivos monos azules para traer a nuestros ojos, humedecidos por la pena tanto como por la rabia de la venganza o por la alegría de vencer, el olor, el sabor de la sangre misma que pone en nuestros labios el secreto maravilloso y revelador de la verdad del pueblo que guerrea: la más pura verdad de nuestra España». A la Alianza se unió la sección valenciana, la AIDCV, y la sección catalana, la AIDCC.

El papel de la Alianza fue fundamental durante la guerra y la cantidad de tareas que asumió ingente, pero si destaca una entre todas fue sin duda la organización del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. El primer congreso fue celebrado en París entre el 21 y el 25 de junio de 1935. En junio del 36 se reúne en Londres el Secretariado ampliado de la Asociación Internacional de Escritores, con Ernst Toller, André Malraux o Ilya Ehrenburg presentes. La petición de que fuera España el lugar que acogiese el Segundo Congreso fue formulada por Ricardo Baeza y José Bergamín, delegados españoles en la reunión londinense. Fue en el mes de noviembre cuando se confirmó la celebración del congreso en España para el año 1937.

Programa del II Congreso Internacional de Intelectuales para la Defensa de la Cultura. Valencia, 1937.

Pablo Neruda tuvo un papel importantísimo desde Paris en potenciar la participación de delegaciones hispanoamericanas en el Congreso. Mediante la Asociación Internacional, en colaboración con Louis Aragón, envió invitaciones a diversos grupos de escritores hispanoamericanos para que «la representación de nuestra América» fuese «la más importante del Congreso, debido a la honda repercusión que la guerra civil española tiene en nuestros países». Asistieron así delegados de México, entre los que destacan José Mancidisor y Octavio Paz, quien por aquel entonces, muy alejado de su terrible madurez, escribiera: «Detened al terror y a las mazmorras, para que crezca, joven, en España, la vida verdadera, la sangres jubilosa, la ternura feraz del mundo libre. ¡Detened a la muerte, camaradas!»; delegados de Cuba, con Alejo Carpentier y Nicolás Guillén; de Argentina, de Chile, con el propio Neruda y Vicente Huidobro (a pesar de la antológica enemistad que se profesaban mutuamente por aquellos años); de Costa Rica y de Perú, con un único representante del país andino pero que bien podría valer por cientos, César Vallejo, el autor de los versos:

¡Cuídate, España, de tu propia España!
¡Cuídate de la hoz sin el martillo,
cuídate del martillo sin la hoz!
¡Cuídate de la víctima a pesar suyo,
del verdugo a pesar suyo
y del indiferente a pesar suyo!
¡Cuídate del que, antes de que cante el gallo,
negárate tres veces,
y del que te negó, después, tres veces!

Entre el resto de delegaciones extranjeras destacaban, por motivos evidentes, la alemana y la italiana, que hablaban con conocimiento de causa de la barbarie fascista. En total había más de veintiocho naciones representadas, cuatro de los cinco continentes y cerca de un centenar de escritores. Heinrich Mann, Tristán Tzara, Mijaíl Koltsov, André Malraux… no es necesario señalar la extensa lista de reconocidos escritores de todo el mundo para comprender la dimensión del II Congreso. No en vano diría García Márquez en 1985: «siempre me he preguntado para qué sirven los encuentros de intelectuales. Aparte de los muy escasos que han tenido una significación histórica real en nuestro tiempo, como el que tuvo lugar en Valencia en 1937». Allí intelectuales de todo el globo debatieron sobre el papel del escritor en la sociedad, sobre la relación de nación y cultura, sobre la creación literaria y, especialmente, sobre la ayuda a los escritores españoles republicanos. El contexto en el cual se celebraba el congreso neutralizó en gran medida la disquisición literaria y centro los discursos e intervenciones en las pasiones antifascistas. No obstante, se plantearon reflexiones de enorme interés para interrogantes que aún a día de hoy están presentes en los círculos militantes e intelectuales: el escritor como combatiente, la relación entre arte y propaganda, cultura popular y cultura de elites, el realismo socialista…

En el éxito histórico que significó del 2 al 12 de julio el II Congreso tuvo un papel fundamental el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes dentro de su política general a favor de la cultura. Los escritores extranjeros quedaron maravillados ante aquella primavera cultural que se manifestaba en las trincheras y la retaguardia republicana. El buen hacer, el compromiso y la dedicación de centenares de hombres y mujeres antifascistas permitieron que fuese sobre el suelo herido de España donde tuviera lugar un hecho aun inigualable en la historia. Que tantos intelectuales estuvieran en España comprometidos con la lucha contra el fascismo y por libertad no representa un hecho histórico por los intelectuales en sí mismos sino por lo que representan: expresión del nacimiento de una nueva forma de ver el mundo, de una nueva ética y una nueva cultura revolucionaria que no solo bostezaba en España sino en todo el mundo. El resto por desgracia ya lo conocemos en letra, familia y sangre: de todas las historias de la historia la más triste es la de España porque termina mal. Aun así, por la estación que dejaran señalada los maquis en los arboles del valle de Arán, por la estación que se respiraba aquellos días en los que se leían poemas en las trincheras, que no se desanime el lector comprometido: Volveremos en Primavera, volverá la nueva cultura.


Fuente → drugstoremag.es

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