El centro memorial: un punto y seguido en la batalla por el relato

 El problema radica siempre en qué se recuerda y qué se olvida y, aún más, quién decide lo que se recuerda y lo que se olvida y en función de qué criterios e intereses lo hace

El centro memorial: un punto y seguido en la batalla por el relato / Izaskun Sáez de la Fuente Aldama:

Casi una década después de que ETA declarase el alto el fuego definitivo, los reyes de España presidieron a principios de junio la inauguración del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, acompañados del presidente del Gobierno y del lehendakari. Quien lo visite se encontrará a su llegada con un edificio de tres plantas sito en la antigua sede del Banco de España, en Vitoria, que pretende mostrar la génesis, la evolución y los efectos del terrorismo de ETA, GRAPO, yihadismo, DRIL, anarquismo, FRAP y la “guerra sucia”. Pero también la resistencia de distintos grupos pacifistas frente a la violencia. Objetos personales, documentos gráficos, sonoros y piezas audiovisuales pueden ayudar a contextualizar históricamente el periodo comprendido desde los inicios de ETA en 1960, en pleno tardofranquismo, hasta el atentado islamista del 11-M, en 2004. No obstante, quizás lo que más sobrecoja sea la reproducción del zulo donde José Antonio Ortega Lara permaneció secuestrado; seguro que ustedes (como yo) tienen grabada en su retina la imagen del funcionario de prisiones saliendo, como si de un espectro fantasmal se tratara, del inmundo agujero donde la organización terrorista le tuvo cautivo nada menos que 532 días.

Si bien hasta ahora el Centro Memorial no disponía oficialmente de una sede –las obras se han prolongado varios años–, lo cierto es que el equipo que lo lidera lleva tiempo desarrollando proyectos –en colaboración con otros especialistas y centros de investigación–, publicaciones y unidades didácticas. Además, se va a crear otra sede en Madrid, dedicada en exclusiva al terrorismo yihadista.

Por otro lado, al amparo de la legislación autonómica en la esfera del reconocimiento de las víctimas, existe desde 2015, en Bilbao, el Instituto Vasco de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos (Gogora). Más allá de las diferencias en el tipo de actividades que realizan, resulta fundamental precisar, por su trascendencia política y mediática, las divergencias de enfoque entre el Centro y el Instituto respecto del periodo histórico abordado y de quiénes son consideradas víctimas. Gogora, además de proyectos de “memoria reciente” relacionados con el terrorismo de las distintas ramas de ETA, del GAL y otros grupos de extrema derecha, incluye entre sus funciones el trabajo de recuperación de la memoria histórica vinculada a la Guerra Civil y a la dictadura franquista (1936-1975) en el País Vasco, mediante la búsqueda e identificación de personas desaparecidas, la realización de investigaciones y de actos de reconocimiento y el establecimiento de itinerarios y espacios de memoria.

Prestigiar la labor de las Fuerzas de Seguridad implica reconocer que, sobre todo, en el periodo de la Transición y de la consolidación democrática se cometieron excesos

Ni la creación de Gogora ni la del Centro Memorial han estado exentas de polémica dentro y fuera de Euskadi, pero, como se pueden imaginar, las críticas en uno y otro caso proceden de sectores ideológicos, políticos y sociales muy distintos. Teniendo en cuenta que, como Tzvetan Todorov (2015) señalaba, los seres humanos estamos “hechos del pasado”, el problema radica siempre en qué se recuerda y qué se olvida y, aún más, quién decide lo que se recuerda y lo que se olvida y en función de qué criterios e intereses lo hace. No hemos tenido que esperar al final de ETA ni a las políticas públicas de memoria para que esta cuestión salga a la superficie. Si durante las cinco décadas de terror y chantaje hubo un vector fundamental de debate entre quienes apoyaban y quienes deslegitimaban la violencia, este fue la llamada “batalla” por el relato. Dicha “batalla” operó en una sociedad que, bajo el paraguas de la Transición y la apelación al olvido como mecanismo de reconciliación, aún no había saldado cuentas en términos de deber de memoria con las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura franquista ni en Euskadi ni en el conjunto de España. Ello también provocó (y provoca) fracturas entre sectores ideológicamente contrapuestos (de izquierdas y de derechas, nacionalistas y no nacionalistas), pero que coincidían –con matices significativos– en el rechazo hacia la actividad mortífera de ETA. Los vaivenes sufridos por la Ley de Memoria Histórica (2007) en su aplicación, la polémica en torno a la salida de Franco del Valle de los Caídos y la reciente controversia política y judicial respecto al anteproyecto de la Ley de Memoria Democrática son parte de una crónica que, por desgracia, recuerda más a las dos Españas de Antonio Machado que a una democracia madura que se enfrenta críticamente a su pasado.

A comienzos del siglo XXI, cuando las víctimas de la organización terrorista y sus distintas fundaciones comenzaron a visibilizarse, exigieron que su memoria desempeñase un papel decisivo en la regeneración ética de la sociedad. Para cuando se fue creando el paraguas normativo –del que derivan precisamente tanto Gogora como el Centro Memorial– que pretendía dar cobertura a los primeros pasos en el siempre tardío y desigual reconocimiento institucional de sus derechos, organizaciones pacifistas como Gesto por la Paz llevaban años realizando jornadas de solidaridad en las que una memoria crítica reveladora de la nítida asimetría moral entre víctimas y victimarios era considerada ingrediente clave para la reconstrucción de la convivencia.

No obstante, en una parte significativa de la sociedad vasca se desarrolló un tipo de cultura política deficitariamente democrática porque, de modo consciente o inconsciente, tendió a omitir o a suspender el juicio sobre este asunto, lo que pudo favorecer la trivialización de la historia y lo que Hannah Arendt (2013) denomina “banalización del mal”, bien mediante la objeción de conciencia por no atreverse a juzgar lo que sucedió o mediante una valoración condescendiente de la violencia, que pudo favorecer la equiparación entre víctimas y verdugos (el contexto explica que pasase lo que pasó, hubo mucho sufrimiento por ambas partes, etc.). Precisamente, en el escenario de una ETA agonizante, el sector intelectual, ideológico y político que le servía de cobertura, percibiendo los riesgos de perder el control sobre el presente y el futuro de la ciudadanía vasca, ha renovado los esfuerzos por reescribir su pasado y, así combatir, aunque sea solo para consumo interno, discursos y prácticas institucionales reveladoras de su responsabilidad directa o vicaria en la barbarie. Ahí se ubica toda la labor desarrollada por Euskal Memoria desde su creación a finales de 2009 (años antes que Gogora y el Centro Memorial). Con ese fin, mantiene incólume su distorsionado “relato del conflicto milenario”, sin admitir la complejidad de la historia ni sus discontinuidades. Y lo hace desde una épica de resistencia que incluye como respuesta legítima el recurso a la violencia y una concepción monolítica del pueblo vasco y del pueblo español como dos identidades mutuamente excluyentes y sin relaciones entre ellas. Solo en ese marco históricamente falaz y éticamente inaceptable los activistas de diversas ramas de ETA pueden seguir siendo considerados como semillas de libertad, “patriotas voluntarios que han practicado la lucha armada en defensa de su pueblo”.

A su vez, a parte de la sociedad española le ha costado (y aún le cuesta) reconocer la existencia de víctimas del terrorismo de Estado –algunos de cuyos principales artífices políticos fueron indultados por el Gobierno español– y, más aún, de violencia policial o parapolicial. A pesar de resoluciones judiciales y de testimonios que acreditan su veracidad, se considera una mentira que mancha indebidamente la credibilidad de nuestras Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, los principales damnificados de la violencia etarra. O, en todo caso, que, al fin y al cabo, “ellos se lo han buscado”, cuando la mayoría de las víctimas ni siquiera guardaban relación con ETA. Prestigiar la labor de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad implica revelar su contribución indispensable al final del terrorismo, pero también reconocer que, en determinados casos, y, sobre todo, en el periodo de la Transición y de la consolidación democrática, se cometieron excesos que hay que clarificar y denunciar. Además, romper con la infernal lógica de la Ley del Talión (“ojo por ojo”) que nos aboca a quedarnos todos ciegos, significa reconocer en cada ser humano una dignidad inalienable que no depende de sus actos. Ambos elementos no resultan baladíes para evaluar ética y políticamente la calidad de nuestra democracia y de su transmisión a las nuevas generaciones.

No se trata de imponer una memoria canónica. Esto solo es propio de ideologías totalitarias o de regímenes dictatoriales instalados en el pensamiento único y que no soportan la disidencia (el franquismo y ETA nos lo han revelado con suma crudeza). No sobran ni las fundaciones de víctimas (que tampoco representan a toda la pluralidad de víctimas), ni las asociaciones memorialistas ni Gogora ni el Centro Memorial, siempre y cuando cumplan, al menos, dos condiciones: a) ser fieles a la verdad (reivindicar como víctimas a quienes lo fueron sin realizar equiparaciones indebidas y descontextualizadas: ni el franquismo justifica la violencia etarra, ni ésta el terrorismo de Estado); y b) contribuir con su misión y su dinámica de funcionamiento a la desnormalización y a la deslegitimación de la violencia de motivación política y, por tanto, a la defensa de la dignidad de todas las personas. Semejante suelo ético es especialmente exigible a las instituciones que en Euskadi y en España lideran las políticas públicas de memoria. A pesar de sus diferencias, a ellas les corresponde potenciar sinergias y trabajo conjunto y no ser objeto de instrumentalización partidista. Me temo que su propio diseño normativo y el clima de creciente polarización y de enfrentamiento político casi cainita resultan poco propicios para esta ardua pero imprescindible tarea.

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Izaskun Sáez de la Fuente Aldama. Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto


Fuente →  ctxt.es

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