Zugazagoitia sobre el exilio español a Francia: “La frontera separaba algo más fundamental que un país de otro, separaba la vida de la muerte”

Zugazagoitia sobre el exilio español a Francia: “La frontera separaba algo más fundamental que un país de otro, separaba la vida de la muerte”

Los aviones de Franco habían llegado hasta el cielo de Figueres, sacando de su indiferencia resignada a la muchedumbre que acampaba en la villa. El retumbar de las explosiones, los reventonazos siniestros de las bombas, la sacudieron con un nuevo pánico y la pusieron en la carretera con una sola aspiración apremiante: ¡Francia! Fue un río humano, negro de dolor y de miseria. Hombres, mujeres, niños, con el corazón en la boca, mordiéndolo para que no se les cayese al suelo, adelantaban sus pasos, desentendiéndose del cansancio, para ganar la frontera. A cada kilómetro recorrido, el rebujón conteniendo los últimos vestigios del hogar perdido se iba haciendo más flaco. Ropas, papeles, recuerdos íntimos, sucios de sudor y de barro, señalaban, en el campo frío de invierno, la ruta de la caravana. Una costra de andrajos tapaba la belleza de los bancales. Carros campesinos, vehículos militares, coches ligeros y camiones pesados, a la velocidad de sus posibilidades, hacían, al disputarles la carretera, más penosa la marcha de niños y mujeres, forzados a caminar por los barbechos, donde no dejaban de meterse los conductores impacientes. Ni una queja. Ni un grito. Sólo el ruido sordo, agobiante, de la pisada colectiva de la muchedumbre. Todos los sufrimientos sofocados. Todas las miradas sin brillo. Todas las piernas tercas. Y el silencio ¡qué silencio! Dentro, de él, la amenaza, de un momento para otro, de la más terrible acusación contra nuestros errores, nuestros orgullos, nuestras vanidades que echaban fuera de su patria a tanta criatura para siempre infeliz. Mezclados a las madres y los hijos, acosados por igual reacción del instinto, grupos de soldados, terciados los fusiles, el mirar perdido, cobardes de la voz de mando. Su recuperación se hacía sin esfuerzo. El dedo de un niño podía abatirles. No eran nada ni nadie. Se les congregaba en los descampados, formaban sumisos y bajaban, a contracorriente, más cansados, más rotos, aplastados por un destino que no comprendían y al que no hacían resistencia. Iban, sin ganas, donde les empujaba el sargento. ¿A la muerte, ya innecesaria? ¿Al combate perdido? ¿Dónde los llevaban? El ruido de la batalla los haría desertar una tercera vez. Guardias de Asalto cargados con el matalotaje familiar, artilleros encampanados en camiones y a mitad ocultos en la pieza antiaérea, carabineros sin jactancias. Arriba un cielo aterido y hostil, abajo un carro frío y viscoso. A tiro de fusil, la tierra de promisión: Francia. ¡Qué duro volverle la espalda! Las vidas que se, cruzaban, unas al fuego de la guerra, otras a la esperanza del exilio, se negaban a mirar. Tenían el pudor de su destino antagónico. ¡Qué sucio debía ser el paisaje para los ojos de estos hombres pastoreados por el miedo a la muerte! A los nuestros, su dulzura lejana, hecha de grises invernizos, era remordimiento. Todo intento de defensa personal se disolvía, con crujimientos íntimos, a la vista de la masa anhelante que invertía sus últimas energías en huir de su patria.

(…)

De otra parte, ¿cuál sería la reacción del Gobierno francés para con los millares de españoles que llamábamos a sus puertas? ¿Se decidiría a recibimos? ¿Nos cerraría el paso con las bayonetas de sus soldados? Las noticias tan pronto eran satisfactorias como desconsoladoras. La frontera se abría y se cerraba en horas. Una masa humana se agolpaba en ella. De noche se desparramaba por el campo y se acostaba sobre la tierra, dura de invierno, calentándose con lumbres en las que hacía arder las maderas de los coches, de los carros y los árboles. Al amanecer, algunos durmientes continuaban el sueño. Ni la voz ni el coro de sollozos que les hacían sus parientes conseguía despertarlos. Húmedos de rocío, rígidos de escarcha, habían transpuesto la frontera definitiva. En la espera sobresaltada de la compasión francesa, unas madres se quedaban sin hijos y otras, perturbadas en sus embarazos por la fatiga y las emociones, los recibían, sin que se acertase a saber cuál de los dos accidentes asumía perfiles más trágicos. La quejumbre de las parturientas no era menos aflictiva que el grito desolado de la mujer que se negaba a desprenderse del niño muerto. El misterio de la vida y de la muerte, operado en medio de la colectiva miseria, a campo abierto, adquiría la fuerza originaria de los primeros días del mundo… El espectáculo, en su conjunto, no podía ser más sombrío. Borraba todos los recuerdos infaustos. Los ojos, unánimes, estaban fuera de España. Cada criatura vivía con el pensamiento en Francia, y se irritaba a la idea de saberse en España. Se apretaba contra el vecino más adelantado. Espiaba ansioso las idas y venidas de las autoridades francesas. Rechinaba de rabia cuando se sentía defraudado, exultaba de gozo a cada rumor optimista. El tránsito brusco de las emociones contradictorias trabajaba los nervios, y las crisis violentísimas arrojaban a tierra a quienes las padecían. La frontera separaba algo más fundamental que un país de otro, separaba la vida de la muerte. Francia no podía negarse a conceder el derecho de asilo a quienes se lo demandaban con razón de tanto precio. Fue abriendo su carretera a los niños y a las mujeres, primero, a los ancianos, después, y, finalmente, a los soldados que se replegaban… Francia no negó lo que no podía negar, en efecto; pero ¿qué otro hubiese accedido a ser consecuente con su significación moral en condiciones parecidas? Respondo: ninguno. Francia ofreció asilo a cuarenta mil refugiados y recibió, sin impedirles la entrada, de doscientos a trescientos mil. ¿Quién puede exigirle más? Recuerdo bien cómo se nos esponjó el corazón al saber que la frontera había sido abierta y que la masa de infortunados compatriotas que golpeaba sobre ella con su instinto estaba en seguridad. Las historias posteriores —anécdotas de campos de concentración y de comisarías policiacas— cualquiera que sea su acrimonia y su crueldad, no destruyen el mérito de la conducta generosa de Francia, única nación en que se dan cita las emigraciones de toda Europa. La nuestra —denostada por tanta atribución falsa, desfigurada por las acusaciones más terribles— llegaba después de la rusa, de la italiana, de la alemana, de la austriaca, de la checa… ¿Pensó alguien que podíamos ser albergados en los castillos del Loira? ¿Dudó nadie que nuestro destino fuese el de los sospechosos, obligados a continuas comparecencias ante la policía? Centenares de peripecias de campos de concentración han lastimado muchas emociones de españoles que consideraban a Francia como su segunda patria. Pero de la misma manera es obligado decir que centenares de episodios generosos han metido dentro de la sensibilidad de otros refugiados la convicción profunda de que si en algún pueblo de Europa actúan todavía los fermentos de la solidaridad humana, ese pueblo es el pueblo francés. Sin haber estado en la carretera de Figueres y en el pueblo de la Junquera no se puede saber con exactitud lo que resultó de la apertura de la frontera francesa. ¡Con qué fuerza alentaron los pechos de cuantos esperaban, dardeados por el horror a los cadalsos de Franco, ese instante decisivo!

-Fuente: Guerra y vicisitudes de los españoles , libro de Julián Zugazagoitia publicado en París en 1940.


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