Para la izquierda, la II República representa una época de esperanza, libertad y progreso. Esta visión retrospectiva de los años republicanos es muy comprensible después de cuarenta años de franquismo y las carencias del régimen del 78. Sin embargo, la realidad de la República era más compleja. Sus cinco años se caracterizaron por una lucha sin cuartel entre clases sociales y opciones políticas, incluso entre distintos sectores de la izquierda, que, como es bien sabido, desembocaría en la guerra civil y la revolución. La derrota de esta revolución durante el primer año de la guerra santificó la caracterización del conflicto bélico históricamente como una lucha entre el fascismo y la democracia; caracterización que se basa en una falacia fundamental: que hubiera sido posible establecer una democracia liberal normal en el Estado español de los años treinta.
La declaración de la República el 14 de abril de 1931 fue recibida con gran júbilo en las calles. Solamente el entonces minúsculo PCE puso una nota discordante, saliendo a la calle en Madrid con el eslogan “¡Abajo la República burguesa!” y reivindicando el poder para unos “soviets” inexistentes. En cambio, para los reformistas liberales ahora tocaría la largamente esperada modernización de España. Para sus aliados socialdemócratas había llegado el momento de llevar a cabo la revolución burguesa. Sería una de las ironías de la historia que el PCE resucitara el concepto de la revolución burguesa pendiente en plena guerra civil, en total contradicción con su política anterior. En realidad, las bases legales del capitalismo ya habían sido establecidas a finales del siglo XIX, sin que las estructuras del ancien régime fueran destruidas como en las revoluciones burguesas clásicas. Así, lo que sí quedó sin terminar fue la modernización de las estructuras socioeconómicas y políticas del país: la revolución democrática.
La República fue establecida en un contexto de crisis y de atraso socioeconómico que iba a dificultar enormemente los planes reformistas de los republicanos. A pesar del crecimiento del sector industrial y de la urbanización de la población desde el final del siglo XIX, España seguía siendo básicamente un país agrícola. El problema fundamental no fue que casi la mitad de la población activa se dedicaba a la agricultura, sino una estructura económica anticuada y una distribución de la tierra muy desigual. Veinticinco por ciento de la tierra cultivable estaba en manos de unos siete mil latifundistas; otro cincuenta por ciento perteneció a 1,4 millones de campesinos empobrecidos. Igualmente problemática era la existencia de dos millones de jornaleros sin tierra en el sur del país que sobrevivían, en condiciones especialmente penosas, sujetos al poder arbitrario de los latifundistas. Así, la reforma agraria sería la tarea principal para cualquier gobierno que quisiera modernizar la economía y mejorar las condiciones de vida de gran parte de la población. Su fracaso contribuiría directamente al fracaso de la propia República. Igualmente, los intentos del primer gobierno republicano (1931-1933) de minar el poder de la Iglesia, reformar un Ejército dominado por una sobredimensionada casta militar y solucionar la cuestión nacional provocarían una oposición feroz.
No solamente fracasaría el proyecto reformista a causa de la falta de poder real de los propios republicanos, sino que el contexto de polarización sociopolítica generada por la propia existencia de la República haría la guerra civil casi inevitable. Según Paul Preston, la guerra solo podía “haberse evitado si la izquierda hubiera estado dispuesta a aceptar la estructura social anterior a 1931” (Preston, 2020: 371). Pero sí hubo una alternativa. Como expuso el futuro líder del POUM Joaquim Maurín, a finales de 1931, solamente “la toma del poder de la clase trabajadora”, en coordinación con las masas rurales y los movimientos de liberación nacional, “significaría el fin de una pesadilla que se prolonga durante siglos” (Maurín, 1977: 204).
“Salvar España”
Como también identificaría Maurín en 1931, la burguesía española no tenía ni interés ni capacidad para terminar la revolución democrática, dado que estaba subordinada a una oligarquía, dominada por el latifundismo, profundamente reaccionaria y semifeudal. Así, las reformas más inocuas provocaron una reacción salvaje por parte de las clases dominantes. La portavoz ideológica de esta oligarquía era una poderosa Iglesia y su brazo ejecutor un Ejército dominado por una casta militar convencida de su papel como salvadores de la patria.
Más adelante, uno de los mitos fundacionales de la dictadura franquista sería que, debido al anticlericalismo de la República, las fuerzas del orden optarían por acabar con la República. En realidad, las organizaciones católicas se declararon en contra de la democracia ya en vísperas de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931. Así, prepararon los fundamentos de una cruzada contra la antiEspaña, avisando que la declaración de una república “llevaría el país a una guerra civil”. Como comenta Julián Casanova, durante los siguientes cinco años habría indicios de sobra de que “en el universo cultural del clero español, el catolicismo solo podía coexistir felizmente con un régimen autoritario” (Casanova, 2001: 33) 1/.
La responsabilidad política por debilitar mortalmente la República no residiría principalmente en las facciones monárquicas (Comunión Tradicionalista y Renovación Española) que conspiraron para derrocarla violentamente, sino en la derecha legalista, la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Encabezada por José María Gil Robles, la CEDA basó su estrategia política en el accidentalismo, según el cual no importaba la forma del régimen político, sino la defensa de los intereses del catolicismo y de la propiedad privada. Solamente en su pragmatismo se diferenciaría de la extrema derecha conspirativa. Ideológicamente, aunque la CEDA tenía bastante en común con el corporativismo católico de Engelbert Dollfuss en Austria, fueron los nazis quienes proporcionaron un modelo de cómo subvertir la democracia.
La primera línea de ataque de la derecha legalista sería una labor implacable de obstrucción en las Cortes. En el centro de esta obstrucción estaría la batalla sobre la reforma agraria, en la cual quedaría reflejado todo el dilema del reformismo republicano. Aumentar los salarios de los jornaleros y protegerles del despido arbitrario, ni hablar de la redistribución de la tierra, ya que socavaría todo el sistema latifundista. Fue significativo que la política agraria del régimen franquista fuera la misma que la de la CEDA: el pilar central de la cual sería el mantenimiento de la estructura de la propiedad rural prerrepublicana.
Fuera del Parlamento, la reforma agraria no se pudo poner en práctica a nivel local por el sabotaje de los terratenientes que declararon la guerra al gobierno negándose a sembrar y, ayudados por la Guardia Civil, se negaron a aplicar sus estipulaciones. De la misma manera, fueron saboteadas otras iniciativas como el Decreto Ley de Términos Municipales, que se opuso al uso de trabajadores de fuera de un determinado municipio para remplazar, por ejemplo, huelguistas o la implantación del día laboral de ocho horas. Sencillamente, la República no tuvo la maquinaria suficiente para hacer cumplir sus leyes.
La obstrucción a la labor reformista republicana era tal que a mediados de 1933 las tareas legislativas quedaron completamente paralizadas y se convocaron nuevas elecciones. Ahora, la CEDA, con el apoyo de la extrema derecha monárquica, acabaría siendo el partido más grande en las Cortes, aunque sería el Partido Radical, de corte republicano conservador, quien formaría de entrada el nuevo gobierno. Así, entre noviembre de 1933 y finales de 1935, la legislación introducida por el gobierno reformista fue sistemáticamente desmontada. La entrada de la CEDA en el gobierno en octubre de 1934 sería vista por la izquierda, y no sin razón, como un paso en el camino de introducir por medios legales un régimen autoritario, siguiendo los ejemplos de Alemania y Austria.
Sin embargo, el triunfo del fascismo en el Estado español no era inevitable. Como escribió Maurín en marzo de 1933, algunas de las condiciones claves para el triunfo del fascismo ya existían: una crisis económica profunda, una burguesía “totalmente arruinada”, el fracaso del reformismo socialista, la eliminación del liberalismo burgués y “el material humano” necesario para formar las “hordas fascistas” (grupos paramilitares, los parados…). Pero no existían todos los requisitos necesarios para que el fascismo se impusiera. La mayoría de la pequeña burguesía aún creía en la democracia y, como se demostraría en la revuelta popular contra la entrada de la CEDA en el gobierno, el movimiento obrero no había sido derrotado. Tampoco existía, todavía, un partido fascista de masas. El conservadurismo y el clericalismo de la CEDA no le permitirían convertirse en un partido dinámico como el nazi o el de Mussolini. La política de la CEDA prepararía el terreno para, según Maurín, “una resurrección en otras circunstancias del carlismo clásico, modernizado (…) con influencias mussolinescas y hitlerianas”, pero llegando al poder por un pronunciamiento militar, el método predilecto del Ejército español para intervenir en la política desde el siglo XIX 2/.
La sombra
Entender la naturaleza de la clase media del Estado español en los años treinta es fundamental para explicar el fracaso del proyecto reformista republicano y las limitaciones del Frente Popular en 1936. El lugar de una burguesía modernizadora fue ocupado por unas clases medias débiles y fragmentadas. Como diría Trotsky, la pequeña burguesía republicana y sus, a menudo, efímeros partidos políticos representaron “la sombra de la burguesía” (Trotsky, 1977: 214).
El lugar de una burguesía modernizadora fue ocupado por unas clases medias débiles y fragmentadas
Los partidos republicanos de izquierdas, los motores principales del reformismo liberal, carecían de una base social sólida. Sus representantes políticos llegaron al poder en 1931 gracias a la movilización popular y al voto de la clase obrera. Tampoco, con la notable excepción de Catalunya, tenían un apoyo estable entre el sector más numeroso de la pequeña burguesía: el campesinado. A raíz de las muy variadas condiciones de sistemas de cultivo y de tenencia de tierras, el campesinado estaba muy lejos de ser homogéneo. Su reacción ante la pobreza generalizada que padecía dependía de una serie de variables ideológicas, sociales y geográficas. En Andalucía, los campesinos, como la gran masa de jornaleros, tendían a apoyar el movimiento socialista o anarquista. En Castilla, muy influidos por la Iglesia, proporcionaron la base de masas de la CEDA. Solamente en Catalunya, sensibles a las reivindicaciones nacionales, los campesinos respaldarían masivamente al republicanismo progresista de ERC.
El apoyo principal para los partidos republicanos de izquierdas se basaba en determinados sectores urbanos como los maestros, artesanos, funcionarios municipales, pequeños comerciantes y trabajadores de cuello blanco. Hubo otro sector de la clase media que consistía en empresarios, comerciantes y terratenientes medianos y profesionales relativamente bien pagados (por ejemplo, abogados) que aportarían la base del republicanismo conservador, principalmente el Partido Radical de Alejandro Lerroux.
Ya lejos de su origen en Barcelona como organización obrerista y anticlerical, pero sin abandonar su anticatalanismo visceral, el Partido Radical se había convertido en un partido interclasista y moderado. Durante la República, después de abandonar a sus aliados de la izquierda en diciembre de 1931, se deslizó hacia la derecha, teniendo un papel importante en la obstrucción de las reformas gubernamentales. Acabaría gobernando con la derecha entre 1934 y 1935, pero dejaría de ser una fuerza política determinante a raíz de la corrupción y la polarización política.
Las elecciones de 1931, 1933 y 1936 dejarían en evidencia la debilidad de la mayor parte del republicanismo pequeñoburgués. Así, en 1931, los partidos de la izquierda republicana ganarían 132 escaños gracias a su alianza con el PSOE y con los partidos de centro. Pero con el colapso de la coalición republicana-socialista de 1933, la representación de estos partidos se reduciría a treinta y seis escaños. Fuera de Catalunya y Galicia, estos sumaron solamente nueve diputados, y todos ellos elegidos gracias a pactos locales con los socialistas o con los radicales. En febrero de 1936, con el Frente Popular, los republicanos de izquierda conseguirían 159 diputados (treinta y ocho de ellos en Catalunya) y tendrían una representación muy por encima de su base política real gracias, esta vez, no solamente al apoyo de los partidos obreros sino, realmente, de la CNT, que no organizó una campaña de abstención como hizo en 1933 (Durgan, 2007: 18-19).
El ácido
Como ha escrito Chris Ealham (2005: 168), “la utopía republicana se fue disolviendo bajo el ácido de la lucha obrera”. La radicalización de gran parte del movimiento obrero ante el fracaso del proyecto reformista y la amenaza de la derecha autoritaria sería otro factor clave en el desenlace final de la República. La cultura de resistencia, tan arraigada en zonas como la Catalunya industrial, la minería asturiana y el campo andaluz, significaría que con el establecimiento de la República y, en consecuencia, de las libertades políticas y sociales, habría un estallido de huelgas (a menudo dirigidas por la CNT) para conseguir mejoras en las condiciones de trabajo y la readmisión de obreros despedidos durante la dictadura. El nuevo gobierno respondió a esta agitación lanzando una serie de medidas con el fin de acabar con la subversión; entre ellas la Ley de Defensa de la República, que permitía la suspensión de muchos derechos constitucionales y otorgaba al Ministerio del Interior una serie de poderes arbitrarios, y la odiada Ley de Maleantes. La represión llegaría a su punto culminante con la matanza, por parte de las Guardias de Asalto, de veintiún campesinos en el pueblo andaluz de Casas Viejas durante la huelga general de enero de 1933. Según el partido de Maurín, el Bloc Obrer i Camperol, entre abril de 1931 y julio de 1933 la policía y el Ejército mataron a unos 400 trabajadores e hirieron a 2.000 más. Otros 9.000 fueron encarcelados 3/.
De entrada, la CNT no era muy hostil a la República, pero tanto la represión como la creciente influencia de los sectores más radicales, sobre todo de la FAI, cambiarían esta situación. Ahora, la CNT, envalentonada con el crecimiento espectacular de su afiliación, se convirtió en un enemigo virulento de la república burguesa.
Más significativa aún, dado que llevaría al aislamiento del republicanismo pequeño burgués, fue la radicalización de la base del movimiento socialista a partir de 1933. En el caso de la UGT, la transformación de la naturaleza de sus bases era, en cierta medida, similar al proceso que experimentó la CNT con una masa de nuevos afiliados sin experiencia sindical, no cualificados y empobrecidos. No era casualidad que el epicentro de esta radicalización fuera la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra de la UGT. Con la entrada en masa de jornaleros, sobre todo en Extremadura, la FNTT pasó a representar del 13% de la afiliación de la UGT en 1930 al 38% dos años después. El fracaso de la reforma agraria empujaría al sindicato socialista a posiciones combativas muy similares a las de sus compañeros anarcosindicalistas.
Este abrupto giro hacia la izquierda fue impulsado no solamente debido a la decepción causada por su participación en el gobierno republicano, sino, como fue el caso en otros partidos socialistas internacionalmente, por el auge del fascismo. La nueva izquierda socialista defendía la toma del poder si la legalidad republicana bloqueaba el avance hacia el socialismo.
Esencialmente, la política revolucionaria del líder de esta nueva izquierda, Francisco Largo Caballero, era un bluf, tanto para mantener el control de sus organizaciones como para amenazar a la derecha con la revolución si intentaba llevar a cabo sus aspiraciones autoritarias. No obstante, su importancia residía en que reflejaba una radicalización muy real dentro de sectores bastante amplios de la clase trabajadora; una radicalización que tendría repercusiones en el destino de la República.
El espejismo
Con las elecciones de febrero de 1936, el espejismo de la república democrática se renovaría con el Frente Popular. El pacto electoral de izquierdas, que más adelante se conocería como Frente Popular, fue debido tanto a la falta de alternativas ofrecidas por el movimiento obrero como a las consecuencias de una ley electoral que favoreció a las coaliciones amplias. Para los republicanos de izquierdas y el ala socialdemócrata del PSOE, fue un intento para resucitar el pacto republicano-socialista de 1931. La CNT, coherente con su apoliticismo, no contemplaba intervenir a nivel electoral aunque, consciente de la necesidad de sacar a sus miles de presos de las cárceles y de restablecer las libertades sindicales, no organizó una campaña de abstención. La facción de Largo Caballero no tenía más alternativa al pacto republicano-socialista que insistir en la participación del PCE, como si esto le diese un contenido más obrero.
Para el PCE, fue el momento de aplicar la nueva línea del Frente Popular contra el fascismo. La adopción de esta línea por parte de los comunistas no tenía nada que ver con un análisis de la realidad española, sino que fue impuesta unilateralmente desde Moscú a todos los partidos comunistas independientemente de las condiciones locales. En el contexto de la guerra civil, el frentepopulismo se convertiría en manos del PCE en una posición transcendental para definir la lucha contra la sublevación militar.
Retrospectivamente, la formación del Frente Popular ha sido presentada por la historiografía liberal como un reflejo de las ansias populares por una amplia alianza política progresista, lejos de las aventuras revolucionarias. Se cita a menudo la serie de grandes mítines en el otoño de 1935 del líder de Izquierda Republicana, Manuel Azaña, como una prueba de la popularidad de una opción moderada y reformista. La realidad era más compleja. Sin la posibilidad de organizar actos masivos por parte del movimiento obrero, dadas las restricciones impuestas a su actividad después de octubre de 1934, los mítines republicanos se convirtieron en uno de los únicos espacios públicos de oposición al gobierno derechista. Así, Azaña se encontró en sus mítines con “millares de puños en alto y centenares de banderas rojas” 4/. Además, algunos sectores de las clases medias se habían radicalizado políticamente. Según el Partit Comunista de Catalunya, poco antes de asumir la nueva línea del Frente Popular, “gran parte de la pequeña burguesía laboriosa, después de la experiencia de octubre, había perdido sus ilusiones en los partidos pequeñoburgueses, y que actualmente dirigen la mirada hacia el comunismo, hacia la URSS..., al camino ruso” 5/.
Aunque el POUM se opuso al Frente Popular como estrategia, al contrario de lo que a veces se cree, insistió en incluir a la pequeña burguesía en la lucha contra la derecha, pero con el movimiento obrero manteniendo su independencia política. Se debía atraer a la pequeña burguesía sobre la “base de un programa de reivindicaciones concretas” y demostrando que las soluciones a sus problemas solo podían lograrse “si las masas obreras controlaban los medios de producción y de intercambio”.
La recuperación en las Cortes de la representación republicana en febrero de 1936 no representa el triunfo de la izquierda moderada si se tiene en cuenta los pobres resultados de 1933 cuando, en contraste con 1931 y 1936, los republicanos de izquierda no formaron una coalición con el PSOE. Además, hubo dos factores más que ponen en duda la imagen de un electorado moderado: el hecho de que la CNT no estaba representada directamente en las urnas y la ausencia en el proceso de los ciudadanos con menos de 23 años. La tendencia de la juventud a simpatizar con opciones extremistas era un fenómeno general en esta época. La afiliación a las organizaciones políticas juveniles era alta, con muchos jóvenes entrando en la actividad política a los 14 o 15 años. Incluso en el caso del POUM, la mayoría de su afiliación tenía poco más de 20 años. La ausencia de estos jóvenes en los procesos electorales durante la República no es una cuestión sin importancia cuando se considera que en 1930 el 37% de la población activa tenía menos de 25 años.
Socialismo o fascismo
La situación a la que se enfrentaba el nuevo gobierno republicano era más complicada aún que en 1931: tanto por el empeoramiento de la crisis económica como por la oposición aún más beligerante de la derecha. Ni las masas populares ni la oligarquía estaban dispuestas a aceptar compromisos. La sangrienta represión de octubre de 1934 – con hasta dos mil muertos y miles de encarcelados– no había disminuido el ardor combativo obrero y campesino. Una semana después de su investidura, cuando retomó el cauteloso programa de reforma agraria, el gobierno se vio rápidamente desbordado. La presión ejercida por miles de campesinos que se lanzaron a la toma de tierras aceleró el ritmo de los acontecimientos. Además, la creciente ola huelguística se escapaba de las manos de las organizaciones obreras, especialmente de la UGT.
La sangrienta represión de octubre de 1934 no había disminuido el ardor combativo obrero y campesino
Enfrentándose al gran auge de luchas populares, el gobierno republicano respondió, como había hecho entre 1931 y 1933, con la represión. Las garantías constitucionales seguían, como antes de las elecciones, suspendidas, con la prensa censurada y la libertad de reunirse o asociarse tolerada, pero no considerada como un derecho en sí. La represión llegaría a su punto álgido con la matanza, por parte de la Guardia Civil, de 17 campesinos en Yeste (Albacete) a finales de mayo. En un ejemplo más de los costes por mantener la unidad con los republicanos, una propuesta por parte del PSOE y del PCE para disolver la Guardia Civil sería retirada para evitar una crisis gubernamental.
Con la victoria del Frente Popular, la derecha abandonó cualquier pretensión de aceptar la legalidad y optó por derrocar al gobierno con la ayuda de los militares. La propaganda falsa tendría un papel fundamental en crear un ambiente de caos. La campaña electoral de la CEDA había preparado el terreno para una intervención extraparlamentaria hablando de una “conspiración comunista-masónica-judía a punto de esclavizar España”. La izquierda iba a raptar a los niños, “colectivizar a las mujeres” y destrozar la propiedad privada. El triunfo de la izquierda fue denunciado como el resultado de un fraude masivo. El nuevo gobierno era ilegítimo y traidor; y, según la Iglesia, “el enemigo de Dios” (Preston, 2020: 281; Casanova, 2001: 37). En las semanas siguientes, la extrema derecha, principalmente la Falange, organizó constantes actos de terrorismo y violencia callejera para desestabilizar más aún la situación. La entrada en masa de las juventudes de la CEDA en la Falange convirtió lo que había sido un partido marginal en una organización potente.
El complot militar para derrocar el gobierno, involucrando, entre otros, a Gil Robles y a Franco, ya había empezado antes de las elecciones. Sin embargo, a pesar de que la conspiración militar fue un secreto a voces, el gobierno republicano se negó a tomar medidas eficaces contra los golpistas. Incluso el presidente del gobierno, Casares Quiroga, persuadió a los diputados socialistas de no preguntar en las Cortes sobre el complot para no desestabilizar el país. Así, hasta julio, en vísperas de la sublevación, los líderes republicanos se negarían a actuar mostrando una vez más su incapacidad para enfrentarse con los poderes fácticos.
En la España de los años treinta, una democracia habría tenido que pasar por la supresión del poder de la oligarquía dominante
¿Era evitable el desastre? En la España de los años treinta, una democracia habría tenido que pasar por la supresión del poder de la oligarquía dominante, no solamente de su poder político, sino también de su poder económico, con la expropiación de su riqueza y de una parte importante de los medios de producción. Así, no hubiera sido una democracia burguesa, sino una democracia popular, obrera y campesina. El POUM resumió bien el dilema para las clases populares en vísperas de la guerra civil, cuando planteó que la situación quedaba reducida a la dicotomía de socialismo o fascismo. Entender estas dos opciones no es solamente entender la derrota de la República, sino entender en qué condiciones históricas concretas se puede producir una situación de profundos cambios sociales, en otras palabras, la revolución. Fue hartamente significativo que fuera la clase trabajadora, urbana y rural, la que proporcionó la gran mayoría de combatientes contra la sublevación militar y evitó el triunfo del fascismo en las primeras semanas de la guerra. La experiencia de los cinco años anteriores, sobre todo la terrible represión de la Comuna asturiana en octubre de 1934, le había enseñado lo que significaría una victoria de los sublevados. Al no ir más lejos y tomar el control total del país, las clases populares pagarían un terrible precio. Como Maurín advertiría proféticamente a finales de 1934:
“Ha fracasado el régimen levantado alrededor de la Monarquía. Ha fracasado la República burguesa. El fascismo está plagado de antagonismos que lo roen, de momento. Pero si el proletariado no logra superarse, si no es capaz de comprender la misión que le corresponde adoptando una estrategia y una táctica justas, enfocadas hacia un objetivo final, el de la toma del Poder, evidentemente, la actual generación quedará triturada por la contrarrevolución, y la tarea salvadora corresponderá más tarde a una próxima promoción” (Maurín, 1966: 221).
Andy Durgan es historiador y miembro del Consejo Asesor de viento sur. Es autor, entre otras obras, de Comunismo, revolución y movimiento obrero en Cataluña. Los orígenes del POUM.
Notas:
1/ Véase también Ben-Ami,1984, 22.
2/ “La amenaza fascista existe”, La Batalla, 23/3/33.
3/ La Batalla, 30/7/33.
4/ Gorkin, Julián, “Retrato político de Azaña”, La Nueva Era, junio de 1936.
5/ Carta del Comité Central del PC de C al Comité Ejecutivo del BOC 3/4/35, citada en Durgan, 2016, 332.
Referencias
Ben-Ami, Shlomo (1984) “The Republican ‘take over’: prelude to inevitable catastrophe?”, en Paul Preston (ed.), Revolution and War in Spain 1931-1939. Londres: Routledge.
Casanova, Julián (2001) La iglesia de Franco. Barcelona: Planeta.
Durgan, Andy (2007) The Spanish Civil War. Londres: Palgrave MacMillan.
(2016) Comunismo, revolución y movimiento obrero en Cataluña 1920-1936. Los orígenes del POUM. Barcelona: Laertes.
Ealham, Chris (2005) La lucha por Barcelona. Clase, cultura y conflicto 1898-1937. Madrid: Alianza.
Maurín, Joaquín (1966) Revolución y contrarrevolución en España. París: Ruedo Ibérico.
(1977) La revolución española. Barcelona: Anagrama.
Preston, Paul (2020) La destrucción de la democracia en España. Barcelona: Debolsillo.
Trotsky, León (1977) La revolución española 1936-1940. Gijón: Júcar.
Fuente → vientosur.info
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