República, ¿pero qué República?
Ya han pasado unos días desde el 14 de abril, que este año era el 90 aniversario de la proclamación de la II República, y es ahora, cuando amaina el fervor republicano en las redes sociales, cuando se puede –o se debería poder– opinar libre y respetuosamente sobre sobre esa opción de gobierno, sin levantar airadas réplicas y descalificaciones reduccionistas. Porque, conviene reconocerlo desde el principio, ser poco entusiasta de la república no te convierte automáticamente en admirador de la monarquía.

República, ¿pero qué República?
Antonio Pérez Collado 
 
Ya han pasado unos días desde el 14 de abril, que este año era el 90 aniversario de la proclamación de la II República, y es ahora, cuando amaina el fervor republicano en las redes sociales, cuando se puede –o se debería poder– opinar libre y respetuosamente sobre sobre esa opción de gobierno, sin levantar airadas réplicas y descalificaciones reduccionistas. Porque, conviene reconocerlo desde el principio, ser poco entusiasta de la república no te convierte automáticamente en admirador de la monarquía.

Aclarado que las figuras de reyes y reinas, princesas y condes nos parecen una antigualla medieval injustificable en este tercer milenio, se puede pasar a reflexionar sin nada de acritud sobre lo que parece la apuesta más vanguardista que tiene una buena parte de la izquierda española. Hablaremos de la república como forma de gobernar al pueblo y de decidir en su nombre, no del mito creado en torno a una etapa de nuestra historia –los años treinta del siglo pasado– en la que una serie de condicionantes, muchos de ellos ajenos a esa misma República Española, impulsaron toda una serie de cambios y avances sociales que el golpe militar encabezado por el sanguinario general Franco abortó con las armas.

Por supuesto que resulta muy lógico que una joven república, en la que la clase trabajadora había depositado sus esperanzas para acabar con siglos de oscurantismo, de supersticiones religiosas y de privilegios para una clase ociosa de terratenientes, despierte noventa años después simpatías en las nuevas generaciones, así como admiración y respeto por las miles de víctimas inocentes de la dictadura que aún siguen, muchas de ellas perdidas en alguna fosa común, sin el reconocimiento que su lucha y su entrega merecen.

Fueron ese pueblo trabajador y sus potentes organizaciones populares (los sindicatos CNT y UGT sumaban más de tres millones de afiliados, cuando el país no llegaba a los 25 millones de habitantes) los artífices de esa revolución que rompía con el viejo mundo. Eran sus sueños de justicia y su experiencia de huelgas y levantamientos revolucionarios lo que hacía retroceder la miseria y la incultura; no las propuestas de los parlamentarios republicanos, bastantes de ellos tan conservadores como la habían sido durante la monarquía.

Muchas de las mejoras en la sanidad, la enseñanza, los derechos laborales, la vivienda, las libertades públicas, etc. eran demandas permanentes de los sindicatos, sobre todo de la CNT, a las que el gobierno republicano no tuvo más remedio que ceder. Que todas esas leyes vinieran firmadas por el presidente de la República no puede tomarse como iniciativas generosas del gobierno, de igual forma que ciertos avances más recientes (como las leyes del divorcio, del aborto, la eutanasia, la sanidad universal, el fin del servicio militar obligatorio y otros cambios) son fruto de años de luchas sociales y no una concesión espontánea del gobierno de turno.

Continuando en nuestra agitada historia conviene recordar que la década escasa de la II República no sólo comprendió los capítulos más brillantes (pongamos la escuela laica o la libertad de conciencia) sino que también es justo anotarle hechos no tan ejemplares como la represión de la Revolución de Asturias, la matanza de Casas Viejas, la disolución de las colectividades de Aragón, el boicot al proceso autogestionario de la industria y los servicios en Cataluña o Valencia y otros tristes sucesos.

Lo que no parece tenerse en cuenta por quienes idealizan la república como forma de gobierno es que tal institución es simplemente eso: una minoría que decide por la gran mayoría. 

Lo que no parece tenerse en cuenta por quienes idealizan la república como forma de gobierno es que tal institución es simplemente eso: una minoría que decide por la gran mayoría. El único consuelo podría ser que una gran parte de dicha mayoría ha votado a los partidos que alcanzan el poder. El gobierno resultante puede actuar –como suele ocurrir generalmente– en contra de quienes lo han votado, sin que por ello deje la institución de llamarse república. De hecho más del 90% de los estados modernos son repúblicas; tan república se puede reclamar Francia, como Siria, EE.UU. Corea (del Norte o del Sur), Guatemala, Uganda, Polonia, Pakistán, México y 150 estados miembros más de la ONU.

Y es que si a la alternativa de una república no se le añade un adjetivo que nos aclare un poco más cómo nos vamos a organizar y quiénes de verdad van a decidir, si no le acompaña una posición firme contra capital y estado, únicamente podemos entender que se nos ofrece quitar un rey y poner un presidente; que no digo que no sea un paso adelante, pero que para más de uno y de una carece de la fuerza suficiente para despertar nuestra adhesión entusiasta a tan ambigua utopía.

En definitiva, y puestos a ser utópicos, preferimos seguir soñando con nuestro proyecto de sociedad libre y autogestionaria. Pero mientras llegamos a nuestras respectivas y lejanas utopías: ¡Nos vemos en las calles, en las luchas comunes!


Fuente → elsaltodiario.com

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