Dani Domínguez
La extrema derecha española sigue promoviendo un movimiento político cuya esencia antidemocrática y contraria a los derechos humanos es objetivamente atribuible. No me extenderé en esta cuestión, por haberlo hecho ya en otras ocasiones, pero apuntaré aquí que su propuesta de ilegalización de asociaciones y partidos contrarios a la unidad de España y su discurso radicalmente xenófobo son evidencias de ello.
El pecho hinchado del líder gritón, su chulería y su estrategia de provocación constante con el fin de imponer una visión intolerante y ultraconservadora de la sociedad ya nos son conocidos desde que los grandes medios de comunicación decidieron dar voz de autoridad a Vox y al neofranquismo en el contexto del conflicto político catalán –cuando Vox aún no tenía representación en el Congreso, no olvidemos–.
La novedad de la pasada semana ha sido el coqueteo de Santiago Abascal y de Rocío Monasterio con la violencia cuerpo a cuerpo contra el adversario político. Por una parte, Abascal advirtió que valoraría la opción de pedir a sus seguidores al enfrentamiento contra los que protestan durante sus mítines como acción de defensa propia. “Esta noche voy a valorar si, en lo que queda de campaña, animamos a nuestros simpatizantes a defendernos de las agresiones si no interviene la policía para proteger a nuestra gente y detener a los agresores”, afirmó en un tuit el 21 de abril.
Por la otra, Monasterio insinuó en tono jocoso que las amenazas de muerte a Pablo Iglesias, a sus padres y a Irene Montero eran un montaje y no mostró solidaridad alguna con el líder de Unidas Podemos, a quien invitó a marcharse del debate electoral que tuvo lugar en la Cadena SER el pasado viernes.
Cabe que nos preguntemos cómo es posible que en pleno siglo XXI y en territorio de la Unión Europea haya podido crecer y consolidarse un movimiento de estas características que, a diferencia de formaciones análogas en países del entorno europeo, cuenta con posibilidades reales de gobernar no por ser mayoritario, sino por la voluntad de colaboración del gran partido de la derecha.
De hecho, el papel del Partido Popular es clave para entender la amenaza real que supone Vox para la democracia española. Un cordón sanitario a la extrema derecha del que participara la derecha conservadora diluiría la capacidad de disrupción de Abascal. Pero el PP de Pablo Casado no sólo no ha rechazado jamás a Vox, sino que comparte parte de su programa electoral, como ya analicé en un artículo publicado en lamarea.com en julio de 2018.
Debemos constatar, por lo tanto, que el régimen político en la España actual admite la participación de una formación con propuestas autoritarias que podría llegar al gobierno central porque cuenta con socios de peso. El relato de la España del 78, del milagro de la Transición –creado por los grandes medios de comunicación y los principales partidos políticos– acepta a Vox como actor político legítimo.
Es esa narración, que atribuye normalidad democrática a un movimiento político contrario a derechos humanos básicos, la que permite que el partido de Santiago Abascal sea un verdadero peligro para la democracia. Una amenaza que, además, es aceptada por el régimen porque le es útil para el refuerzo de sus dos pilares fundamentales: la monarquía borbónica y la indisoluble unidad de la patria.
No vivimos en un Estado que haya rechazado estructuralmente el franquismo. Muy al contrario, vivimos en un Estado fundado esencialmente por los franquistas reformistas, los principales blanquadores de la guerra civil y de la dictadura, que no dudaron en maquillar el genocidio perpetrado por los suyos con el fin de perpetuarse en el poder. No se entiende Vox y la amenaza que supone para la España actual sin comprender la Transición. Porque la Transición explica a Vox. La Transición fue la posibilidad de que los gritones de pecho hinchado, con su ejército y su todo por la patria, condicionaran el futuro colectivo haciendo uso del poder surgido –el joven Juan Carlos de Borbón diría “la legitimidad política surgida”– del 18 de julio de 1936.
La aberración democrática que cometió España con el reconocimiento de la impunidad para todos los crímenes del franquismo, que llegó con la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977, la deslealtad que ello supuso a los que vertieron su sangre en el frente luchando contra el fascismo nacional e internacional de entreguerras, no puede obviarse a la hora de entender cómo una formación neofranquista ha llegado a ser la tercera fuerza política en el Congreso de los Diputados. Vivimos en una España incapaz de excretar de sus instituciones y de sus estructuras de poder político, social, económico, judicial y mediático el franquismo que jamás se fue.
Somos la familia que por Navidad juntaba al abuelo facha y al abuelo rojo con normalidad, porque ¿qué otra cosa íbamos a hacer? Ahora, el abuelo facha ha bebido más de la cuenta, da golpes contra la mesa, grita y amenaza al abuelo rojo. El abuelo rojo vivió cuarenta años de represión, mientras el abuelo facha aceptó una dictadura criminal porque aseguraba un modelo social de su agrado. El rojo tuvo que sentirse culpable durante décadas por haber luchado por una sociedad más justa. El facha jamás tuvo que afrontar su responsabilidad –aunque tan solo fuera civil– por el sostenimiento de un Estado autoritario, porque a él, como a los verdugos, se los perdonó de forma absoluta y entre vítores en 1977. Y lo demás lo hizo el relato de la Transición modélica.
Sin que en los últimos 44 años ni PP ni PSOE hayan hecho nada para acabar con la impunidad del franquismo, ¿a quién puede sorprender ahora que el abuelo facha esté crecidito y fuera de control?
Fuente → lamarea.com
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