El día en que España amaneció republicana

El 14 de abril de 1931 un estallido popular proclamó, en forma inesperada y sin violencia, la II República en sustitución de la monarquía de Alfonso XIII. El historiador Jorge Saborido revisa en este artículo el largo derrotero desde la Restauración hasta la II República, y los errores y dificultades que ésta tuvo que enfrentar desde el inicio y que terminarían, cinco años y tres meses más tarde, en una prolongada y sangrienta guerra civil.

El día en que España amaneció republicana
Jorge Saborido
 

“Que se puede pensar de un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano” comentaba ante los periodistas un ministro español en la mañana del 13 de abril de 1931.

¿Qué había ocurrido en esos días como para que un país que solo aparecía en la prensa internacional por sus excentricidades –las corridas de toros, el flamenco–, que había contribuido a que fuera de uso común la expresión “Europa termina en los Pirineos”, ahora produjera este viraje? Sin dudas España era uno de los países más pobres y aislados de Europa Occidental; un par de cifras lo confirman: en 1930 su Producto Bruto Interno por habitante a dólares constantes apenas llegaba al 64 por ciento del de la República Argentina y era el más bajo de Europa Occidental, con la excepción de Portugal, Grecia y… Finlandia. La tasa de analfabetismo era de alrededor del 30 por ciento, una de las más altas de Europa, mientras que, por ejemplo, en la Argentina apenas superaba el 20 por ciento.

Si bien el país, por su neutralidad, se había mantenido al margen de los problemas que generó la guerra de 1914-18, no escapó a las tensiones que se produjeron en el mundo en la década siguiente, atravesada por quienes temían los cambios que se habían desencadenado desde 1917 y quienes imaginaban la posibilidad de un mundo nuevo, más justo.

Los conflictos propios

A estos problemas que agitaron al mundo con consecuencias tan dramáticas como el ascenso del fascismo y la consolidación de Stalin en la Unión Soviética, España agregó sus propios conflictos, que se arrastraban desde el siglo XIX. En principio, habría que destacar las enormes desigualdades de todo orden, empezando por el poder de una clase dominante que incluía a los grandes propietarios de tierras, los representantes del sector financiero y la gran industria –centrada en Cataluña y la región vasca–, apoyada por la iglesia y el ejército. Frente a ella se alzaba una creciente clase media de pequeños propietarios, industriales ligados al mercado interno, profesionales y una clase obrera en proceso de organización.

A su vez, también existían fuertes desigualdades entre las diferentes regiones del país, que en un par de casos –Cataluña y las provincias vascas– iban acompañadas de la particularidad de la vigencia de idiomas –catalán, euskera– que contribuían a reforzar la idea de que, frente al dominio de una España homogénea gobernada desde Madrid, se manifestaban diferencias que llevaban a plantear reivindicaciones de autogobierno en la época del surgimiento del nacionalismo. Algunos incluso imaginaban la posible existencia de escenarios nacionales diferenciados, aunque las raíces de éstos fueran bien diferentes: de carácter político en el caso catalán, de cuestionables componentes étnicos en Euskadi.

Por otra parte, la cuestión religiosa se presentaba particularmente conflictiva: el triunfo aparentemente aplastante de la idea de que España era una “nación monárquica y católica”, con raíces históricas que algunos llevaban hasta mucho más atrás de la Edad Media, colocaba a quienes cuestionaban esta afirmación en el bando de los “antipatria”. El enfrentamiento entre la idea de las “dos Españas” –una tradicional, católica y cerrada sobre sí misma, y otra liberal y abierta a las aportaciones del exterior– se concretó en el siglo XIX en tres sangrientas guerras civiles, la última de las cuales finalizó recién en 1876, pero no dio por concluido el problema.

Finalmente, pero no menos importante, afectaba a buena parte de la Península la denominada “cuestión agraria”: si bien era imposible establecer una problemática común para todo el territorio, con esta expresión se hacía referencia fundamentalmente a la situación del sur del país –en especial Andalucía y Extremadura– en la que la concentración de la tierra en pocas manos iba acompañada de una enorme masa de campesinos sin tierras, que periódicamente generaban multitudinarios alzamientos que obligaban a una dura represión. La convicción generalizada de que éste era uno de los problemas principales del país, sin embargo, no había conducido a respuestas concretas. Los intereses de los propietarios afectados estaban lo suficientemente defendidos como para que los proyectos de reforma nunca se concretaran.

Modernización económica y política

El largo medio siglo anterior a 1931 constituyó el período que ha sido denominado de la “Restauración”; la pregunta que surge de inmediato es qué se restauraba. Luego de las convulsiones de las décadas anteriores –que incluyeron la corta vigencia de una República en 1873– se trataba de restablecer una cierta normalidad, tomando como modelo el funcionamiento del parlamentarismo británico, en la que pudiera concretarse un sistema de alternancia entre un partido conservador y otro liberal, con la figura del rey ejerciendo de árbitro (primero Alfonso XX y más tarde su hijo Alfonso XIII). En esa estructura, cuyo creador fue Antonio Cánovas del Castillo, la soberanía de la nación residía en “las Cortes con el Rey”, y bajo ese “paraguas” constitucional, el país no solo vivió un largo período de paz que permitió la consolidación de la clase dominante a la que hemos hecho referencia, sino también algunos cambios modernizadores de orden económico. Por detrás estaba el hecho de que con harta frecuencia el fraude contribuía a asegurar los resultados previstos desde el poder. Situada en buena medida en los márgenes del sistema permanecía la creciente clase obrera, organizada desde la década de 1880 en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que alcanzó representación parlamentaria a partir de 1910. Y como rasgo particular dentro del escenario europeo se manifestaba la presencia de importantes núcleos anarquistas, que tenían sus seguidores en el campesinado en el sur del país y en sectores del proletariado en otras regiones, y cuya orientación, caracterizada por el rechazo de toda autoridad e incluso en algunos casos por la negación de toda forma institucionalizada de organización, hizo difícil la conformación de una clase trabajadora unida en sus demandas y en su estrategia. A la vez incluía componentes fuertemente radicalizados, incluyendo el recurso de la violencia ejercida por figuras prominentes de la política.

El tránsito lento pero constante hacia la conformación de un país “normal” se vio afectado por la desaparición de los últimos restos de su antaño enorme imperio colonial en la guerra de 1898 frente a Estados Unidos, que tuvo como consecuencia la pérdida de Cuba. El impacto generado por esa derrota fue enorme, desde económico hasta psicológico y cultural. Surgió, por ejemplo, una “generación del 98”: intelectuales fuertemente críticos que se interrogaban sobre el “fracaso” de España y su papel en el mundo moderno.

Este sentimiento de frustración fue reforzado por una mediocre participación del país en el reparto colonial que caracterizó a esos años. Su intervención en el territorio de Marruecos mostró el atraso y la incapacidad de sus fuerzas militares, sobredimensionadas en número y atrasadas en organización, hasta el punto de mostrarse incapaces durante varios años de controlar de manera efectiva el territorio que le había sido asignado.

La década de 1920 vinculó a España con el rumbo que siguieron algunos países de Occidente, al producirse una crisis del sistema de la Restauración que condujo al establecimiento en 1923 de una dictadura militar con la aprobación tácita del monarca, encabezada por el general Miguel Primo de Rivera. Situaciones similares se produjeron en países como Italia, con el ascenso de Benito Mussolini, y en Portugal, con la llegada al poder de Antonio Oliveira Salazar. También hubo coincidencias en cuanto al establecimiento de estructuras corporativas tanto en el campo económico como en el terreno político. En el caso de España, una situación social particularmente conflictiva en Cataluña creó el escenario para el golpe que dio por terminado –aunque no todos lo tuvieran claro en ese momento– con los años de la Restauración.

La recuperación económica que siguió a los años de la guerra también alcanzó a España, si bien su participación en el comercio internacional estaba limitada a unos pocos productos primarios. Ese “corto veranito” fue interrumpido por el comienzo de la depresión, y los problemas que experimentó casi todo el mundo también se sintieron en España.

Los años de la Dictadura de Primo de Rivera estuvieron marcados por el pasaje de la conformidad de la mayor parte de la sociedad, a un descontento que no solo se centraba en la figura de su protagonista, sino que se extendía a quién había permitido su instalación y seguía actuando como si la situación fuera normal. Incluso numerosos dirigentes con actuación durante el período de la Restauración fueron haciendo público su cuestionamiento a la institución monárquica y se incorporaron a las filas republicanas.

La caída de Primo de Rivera y de Alfonso XIII

El republicanismo en la España de principios del siglo XX constituía un movimiento minoritario, con presencia significativa entre las clases medias intelectuales, que con frecuencia era acompañado de un fuerte sentimiento anticlerical, que atribuía a la iglesia un papel central en el atraso del país. A lo largo de la década de 1920 la oposición a la monarquía se incrementó y generalizó, sobre todo entre la población urbana, dando lugar además a un acercamiento creciente entre la dirigencia republicana y los líderes socialistas.

El desprestigio del general Primo de Rivera llevó al rey Alfonso XIII a presionarlo para que abandonara el poder, imaginando que era posible restablecer el régimen constitucional cuya suspensión él había permitido en 1923. Frente a este intento, la oposición al régimen intentó a principios de 1929 un desordenado alzamiento que culminó con varios dirigentes en la cárcel, muchos de ellos antiguos monárquicos con accionar destacado durante la Restauración.

La liviandad de las penas impuestas por parte de un tribunal militar a los involucrados en el golpe constituyó una muestra de que la figura de Primo de Rivera ya no contaba con el apoyo real, ni con el de sus compañeros de armas, lo que selló la suerte del dictador. Lo que se ignoraba en esos momentos era que la suerte de la monarquía también estaba en juego.

Reemplazada la “dictadura” por una “dictablanda” –así la definió la prensa– encabezada por otro general, Dámaso Berenguer, Alfonso XIII y el círculo que lo rodeaba imaginaron la posibilidad del retorno a la normalidad constitucional previa a 1923, iniciando el proceso con una convocatoria a elecciones municipales a realizarse el domingo 12 de abril de 1931.

Ante esos comicios, normalmente una situación de significación limitada, se concretó en las principales ciudades de España un acuerdo entre el Partido Socialista Obrero Español y las diferentes agrupaciones republicanas, a cuyo frente estaban intelectuales de prestigio como Manuel Azaña. Incluso un par de meses antes se había creado una Agrupación al Servicio de la República a cuyo frente aparecían figuras como José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala. Estas circunstancias otorgaron a las elecciones una trascendencia política sin precedentes y la evaluación de sus resultados constituyó un hecho crucial en la caída de la monarquía (y habría que agregar, en la discusión posterior entre los historiadores).

En principio, hubo un reparto casi equitativo entre concejales monárquicos y antimonárquicos, pero esta paridad estaba fuertemente matizada por el hecho de que la coalición republicano-socialista se había impuesto en 41 de las 50 capitales de provincia. La cuestión residía en responder a la pregunta de si tenía el mismo significado político el voto del campesino castellano que el del ciudadano de Madrid, Barcelona o Bilbao. La evidencia de que, con razón o sin ella, en el entorno político del rey la respuesta fue negativa, con el agregado de que el principal responsable militar no dio las necesarias garantías de fidelidad a la institución monárquica, contribuyó a que lo impensable –por lo menos en el corto plazo– se tornara posible.

El abandono del poder (y del país), por parte de Alfonso XIII condujo a la instalación de facto de un gobierno republicano, cuya composición venía del pasado inmediato, de otro fallido intento revolucionario, en cuya preparación se había establecido un potencial gabinete que reemplazara a las instituciones de la monarquía.

La II República y su “fracaso”

El estallido popular que se produjo el 14 de abril, y del cual dan cuenta en forma abundante los registros fotográficos de la época, expresaba sin duda el rechazo que generaba en los grandes núcleos urbanos la figura del rey, pero también era la expresiva manifestación surgida de un hecho inesperado. Quienes desde diferentes ámbitos hacía años que se manifestaban (y en muchos casos luchaban) contra la monarquía no pensaron, hasta la consumación misma de los hechos, que la instalación de la república iba a producirse de la manera en que lo hizo, con entusiasmo pero a la vez con una ausencia absoluta de violencia. Como bien se ha dicho, fue una revolución popular pero cuyo alcance e inicial unanimidad se limitaron a la forma de gobierno.

El gabinete que se formó tras la salida del rey estaba encabezado por un ex monárquico, Niceto Alcalá Zamora, y lo conformaba un conjunto de políticos e intelectuales que provenían de diferentes ámbitos –incluyendo tres representantes del PSOE– que carecían de un programa definido, más allá de unos principios generales que aseguraban las libertades personales y políticas, declaraban la propiedad privada protegida por ley y convocaban a elecciones para unas Cortes Constituyentes que establecieran el marco jurídico-organizativo en el que funcionaría el nuevo régimen.

A su vez, las clases tradicionalmente dominantes, a las que había sorprendido de sobremanera el curso de los acontecimientos, no dudaron en calificar de inmediato la nueva realidad como un intento de acabar con la “España eterna” en nombre de una revolución definida por los sectores conservadores más recalcitrantes como una acelerada “marcha hacia Moscú”, y por los moderados como un intento de introducir reformas modernizadoras copiadas del extranjero, imposibles de aclimatar en España.

La proclamación de la II República es analizada en general por los estudiosos con la mira puesta en lo que ocurrió cinco años y tres meses más tarde, el levantamiento militar que condujo al estallido de una prolongada y sangrienta guerra civil. Este abordaje retrospectivo conduce a varias interpretaciones, de las cuales creemos que es importante referirse a dos de ellas: por una parte, los protagonistas de la II República propusieron una serie de reformas amplias –democratización, reforma agraria, reforma militar, desarticulación del Estado centralista, disminución del poder de la iglesia sobre la sociedad– sin contar con los apoyos necesarios para concretarlas, en ocasiones provocando la deserción de quienes no querían llegar tan lejos, y en otras radicalizando a quienes reclamaban mayor celeridad. El resultado fue que las fuerzas opositoras al cambio, que no se limitaban a las clases altas, sino que contaban con apoyos entre las clases medias apegadas a los valores tradicionales, operaron con vigor bloqueando las reformas con todos los recursos a su alcance, lo que condujo a la radicalización de amplios sectores de la clase trabajadora y del campesinado. Pero además, el escenario internacional, marcado por la crisis económica y el ascenso de los fascismos, puso en cuestión el funcionamiento y la vigencia de las instituciones democráticas y los intentos transformadores, con la paradoja de que cuando “España decidió copiar a Europa, se le volvió loca la modelo”.

El 90° aniversario de los hechos del 14 de abril de 1931 invita asimismo a imaginar la posibilidad de escenarios alternativos. En 1967, uno de los políticos conservadores de la época, José María Gil-Robles, publicó sus memorias con el título “No fue posible la paz”. Más de 30 años después de haber estallado la Guerra Civil con todas sus consecuencias, la responsabilidad de lo ocurrido era atribuida a quienes desde el 14 de abril de 1931 se habían propuesto, en su opinión, llevar al país a un cambio revolucionario. Siguiendo esta línea de interpretación, una corriente historiográfica ha intentado reforzar esta idea en los últimos 20 años, coincidentes en buena medida con el ascenso al poder del Partido Popular. Frente a ella, el paradigma historiográfico dominante defiende con argumentos convincentes que, más allá de sus serios errores, la Segunda República estaba en cierto modo “condenada” desde sus orígenes por el accionar de un bloque dominante que en la coyuntura de los años 30 no estaba dispuesto a negociar sus privilegios, y llegado el momento no dudó en recurrir a la fuerza para defenderlos. Por esta razón, “no era posible la paz”.

Una última reflexión para finalizar: todavía en 1981, en plena vigencia de las instituciones democráticas desde 1977, la derecha antidemocrática asociada a sectores de las fuerzas armadas tuvo la fuerza como para producir un (fallido) golpe de estado, e incluso en la actualidad, una agrupación radicalizada como VOX, en un escenario totalmente diferente al de 1931, está en condiciones de obtener resultados electorales significativos defendiendo con un lenguaje similar al de esos años los valores que condujeron a la Guerra Civil.


Fuente →  eldiplo.org

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