Democracia o fascismo

 Como una especie de neolengua orwelliana, no cesamos de escuchar la defensa de la libertad desde la extrema derecha. ¿A qué se refieren?

Democracia o fascismo
Víctor Alonso Rocafort
 

“Nunca se cae dos veces en el mismo abismo. Pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y de pavor. Y uno quisiera tanto no volver a caer, que se agarra, grita”. Éric Vuillard.

Rememoraba Sebastian Haffner en Historia de un alemán que el ascenso nazi necesitó de una generación frustrada. Personas que creen que su vida ha fracasado a causa de la crisis económica, o por los avances sociales que los cogen con el pie cambiado, a menudo reciben con júbilo el avance de ideologías brutales como el fascismo, e incluso la guerra, pues lo viven como “una especie de venganza contra una vida que les viene grande”.

La mayoría de mis compatriotas no supieron aprovechar, reflexionaba Haffner, todas las posibilidades que, a pesar de las dificultades, les brindó la libertad y la democracia de Weimar para su propia vida. La hiperinflación, el desempleo y la humillación nacional golpearon con fuerza pero, con todo, desde su mirada liberal, este autor se lamenta de que no supieron extraer lo mejor de aquella democracia inédita para “hacer de una pequeña vida privada algo grande, hermoso y lleno de compensaciones”. La decepción consigo mismos, la búsqueda de culpables fáciles de abatir y la expansión del tedio como una pegajosa mancha de aceite en sus vidas, despertaron el anhelo de una aventura colectiva de la que sentirse parte, soltando su rabia, dando así algo de sentido, o al menos de justificación, a su existencia.

El calor de un grupo cohesionado que tan solo te exige odiar al partido enemigo y al chivo expiatorio, saberte todos los himnos, adorar al líder, participar del delirio gnóstico y sectario, guía la huida de la soledad del individuo contemporáneo en el periodo de entreguerras. Se va construyendo una realidad paralela a partir de la falsedad deliberada dirigida contra los enemigos creados; ya no hay acuerdos básicos sobre los hechos, lo que imposibilita el diálogo plural de una democracia madura.

Se va construyendo una realidad paralela a partir de la falsedad deliberada dirigida contra los enemigos creados y se imposibilita el diálogo plural de una democracia madura

Son asuntos centrales de la teoría política del siglo XX que hemos aprendido de autores y autoras que tuvieron que huir de los nazis, como Hannah Arendt o Eric Voegelin. Porque las biografías importan. Este último escapó de la Gestapo en Austria tras el Anschluss, refugiándose primero en Suiza y finalmente en Estados Unidos. Años más tarde regresaría a Europa como profesor de Ciencia Política en Munich, y en 1964 impartiría una serie de conferencias tituladas Hitler and the Germans.

La pérdida de sensibilidad política y ética de una gran parte de los alemanes, su disposición a la obediencia, todo aquello que Arendt identificó como la renuncia al pensamiento de destacados nazis como Adolf Eichmann, así como el fracaso del proceso de desnazificación, hacía dudar a Voegelin de que la brutal crisis espiritual, interna y cultural, que había llevado a los alemanes a la catástrofe, hubiera sido del todo superada. La asunción de responsabilidades de manera individual, más allá de una culpa colectiva que finalmente exoneraba, había de ser, a su juicio, el primer paso para una auténtica reconstrucción democrática.

Un líder marginal, considerado histriónico y vergonzoso en 1930, cuyas diatribas nadie tomaba en serio, pasó ese mismo año de 12 a 107 diputados en el Reichstag. En un abrir y cerrar de ojos se convirtió en el Führer. La fascinación hacia “el descaro salvaje” de Hitler, relata Haffner, el “encanto de lo repugnante” y “la embriaguez provocada por la maldad”, prendieron por todo el país. Voegelin nos alerta en cualquier caso sobre tomar a Hitler como coartada de millones de alemanes que lo apoyaron. Quizá la corrupción intelectual y ética de una gran mayoría, sugiere, había dejado el campo de cultivo preparado para la eclosión política de un líder cruel y oportunista como aquel. El caso es que el gamberro se volvió peligroso, pues tocaba ya poder político. Arendt recordaba en 1964 que, a partir de ese momento, en un solo clic, ella tuvo claro que ya no había esperanza para los judíos en Alemania.

¿Cómo se pudo pasar tan rápido de cero a cien? Este tipo de preguntas fundamentales aún nos interpelan y nos conminan a activar el principio de precaución.

Richard J. Evans describe el final de los años veinte como el del estallido de las guerras culturales contra la apertura de una minoría librepensadora a cuestiones feministas, sexuales, artísticas y políticas que habían sido tabú para la conservadora Alemania. Una crisis de la masculinidad, según Evans, anticipó la reacción nacionalista y conservadora del pueblo alemán que iba a poner los cimientos del fascismo. Éric Vuillard sentenciará al respecto: “Si alzamos los andrajos repulsivos de la Historia, nos encontramos con lo siguiente: la jerarquía contra la igualdad y el orden contra la libertad”.

Un orden antiliberal, o iliberal, como gusta decir hoy. Pero, al mismo tiempo, como una especie de neolengua orwelliana, no cesamos de escuchar la defensa de la libertad desde la extrema derecha. ¿A qué se refieren?

Si repasamos los primeros discursos de Hitler encontramos que en ellos plantea dos opciones a los alemanes: convertirse en “soldados libres” o en “esclavos blancos”. El uso de cualquier arma, asevera, estará justificada “para ganar la libertad”. En su primer discurso radiofónico como canciller alemán, el 1 de febrero de 1933, Hitler prosigue en esta línea ideológica para reivindicar “la libertad perdida” del pueblo alemán. Nos prometieron igualdad y fraternidad, afirma, y lo que sucedió es que perdimos nuestra libertad; después vino todo lo demás. Ahora es el momento, concluye Hitler, de “defender la libertad y la existencia material del pueblo alemán”. Es interesante rescatar también el modo en el que, años después, Hermann Göring se justificó en los juicios de Nüremberg: “Se cometieron actos brutales”, sí, afirmaría, pero “dado el tamaño del proyecto” era “necesario”. “La revolución alemana por la libertad fue la más incruenta y disciplinada” de las revoluciones, aseguró finalmente impertérrito ante el mundo.

Si volvemos al discurso de Hitler en 1933, en el cual el nuevo canciller nazi afirma que “no reconocemos clases, tan solo al pueblo alemán”, nos percataremos de que el enemigo ideológico a batir es el comunismo, contra quien carga de forma insistente. Si esta alocución tuviera un título, Comunismo o libertad le iría como anillo al dedo: “un año de bolchevismo destruiría Alemania”, afirma Hitler apenas unos días antes del incendio del Reichstag, por lo que “no debemos hundirnos en la anarquía comunista”.

El que ha sido seguramente el más grande de los pensadores liberales y antifascistas del siglo XX, Isaiah Berlin, señalaba con razón el pensamiento reaccionario de Joseph de Maistre como la antesala del fascismo. Es en la versión final de su célebre ensayo sobre los Dos conceptos de libertad, la positiva y la negativa, donde Isaiah Berlin escribirá frases que hoy harían estallar la cabeza de muchos de quienes se dicen liberales en nuestro país: “La libertad del pez grande es la muerte del pez chico”, escribe con rotundidad, para a continuación preguntarse: “¿Qué es la libertad para aquellos que no pueden utilizarla?”.

Arendt situaría la libertad de movimiento como la fundamental, la que daba sentido a la libertad en general y a la libertad de pensamiento en particular. Puedo moverme por el mundo como puedo moverme por mi mente, sin corsés ideológicos ni barreras de ningún tipo. Para ser libre necesito además que la comunidad política en la que habito también lo sea, sin exclusiones, sin ciudadanos de segunda ni perseguidos. Sin vidas que se consideren superfluas, sean estas las de los judíos, las de las personas enfermas o con discapacidad, las de los mayores, los homosexuales o las de los migrantes. La libertad parte del respeto exquisito por la dignidad de toda vida humana, no es posible conjugarla sin la isegoría, esa igualdad al decir y al escuchar de la que nos dotamos, a partir de un respeto por la diferencia radical de cada cual, antes de decidir en común sobre lo que nos afecta a todos, lo público. La libertad para Arendt es el sentido que mueve a la política democrática.

Si volvemos al discurso de Hitler en 1933, nos percataremos de que el enemigo ideológico a batir es el comunismo, contra quien carga de forma insistente

“Nunca se cae dos veces en el mismo abismo”, escribía Vuillard. En la teoría política contemporánea, autores como Quentin Skinner o J. G. A. Pocock nos han enseñado que es preciso atender a cada contexto de enunciación, de la misma manera que tenemos conciencia de nuestro ser histórico, que hace de nuestra época algo también único. Contención, por tanto, a la hora de atribuir un reflejo exacto a la comparación.

Pero con todo, “siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y de pavor”, prosigue Vuillard en nuestra cita de inicio. No hay grandes demonios, ni de repente se abren las puertas del infierno para convertir nuestra ciudad en el Apocalipsis zombie. Pese a la indignación, admite Haffner, yo seguía con mi rutina diaria durante las persecuciones de 1933, no me salía de los carriles que ofrecían seguridad y certidumbre. Y escuchaba atentamente a mi padre cuando me animaba a desdramatizar la situación. Haffner y Vuillard son autores que nos ayudan a entender cómo los maléficos protagonistas de los grandes dramas reales suelen ser payasos venidos a más, que cuentan con la colaboración necesaria de millones de personas y de medios de comunicación que, al menos en un principio, no sospechan dónde se están adentrando.

La extrema derecha europea no es la misma que marchó sobre Roma o quemó el Reichstag, pero pertenece a su familia ideológica, la fascista. Quizá se ha usado tanto la palabra como arma discursiva que ha perdido su credibilidad. El gamberrismo político, el histrionismo hilarante, la mentira impune, el desprecio hacia los más vulnerables, se repite y en muchos lugares prende. Se buscan nuevos conceptos, como “trumpismo” o “nacional-populismo”. Pero en este caso ya tenemos teorías y conceptos base para ello, son todos los que vienen analizando el fascismo en los últimos 70 años. De algo nos debería servir tanto saber acumulado a partir de las terribles experiencias de los supervivientes.

Haffner y Vuillard nos ayudan a entender cómo los maléficos protagonistas suelen ser payasos venidos a más, que cuentan con la colaboración de millones de personas y de medios de comunicación

Puedo entender a los bienintencionados que temen que por nombrar al fascismo se le pueda espolear. Pero la realidad es tozuda, no hay farsa. En estas semanas afrontamos el riesgo histórico de que Vox co-gobierne en la Comunidad de Madrid. La presidenta Ayuso ha optado, además, por una estrategia de derechización que la aproxima a su extremo ideológico. Entramos en zona desconocida.

Así, en los últimos tiempos, se suceden una aceleración de actos y declaraciones sumamente inquietantes que hay que denunciar: desde ataques con artefactos explosivos a la sede de Podemos en Cartagena o el hostigamiento de neonazis en Coslada a su líder, Pablo Iglesias; desde la amenaza de Vox a un candidato de UP en Madrid, Serigne Mbaye, contra el que dicen que emplearán la táctica nazi de la desnacionalización y la deportación, a la petición de una estatua para Franco en Badajoz o la comisión impune de un delito de odio por parte de Ortega Smith en su visita a Canarias, criminalizando a base de mentiras a los inmigrantes que llegan a las islas.

Así hasta llegar al despliegue de la idea propagandística de la libertad del pueblo madrileño por parte del Partido Popular, donde, con solo rascar un poco, encuentras la libertad del más fuerte, de los sanos y los nacionales, mientras se considera, de manera peligrosa, superfluas decenas de muertes a la semana. Isabel Díaz Ayuso está haciendo girar su campaña sobre el mantra de Comunismo o libertad, no solo utilizada previamente por gran parte de la ultraderecha europea sino que, como hemos visto, procede directamente de los discursos hitlerianos, deslizándose irresponsablemente por la pendiente fascista de la Historia.

Para terminar, es preciso recordar que Haffner escribió un valioso libro sobre la revolución alemana de 1918-19, la misma que tanto marcaría la visión política de Arendt, quien se casaría con un espartaquista, Heinrich Blücher. Este se opuso cuanto pudo al proceso de estalinización sufrida por el partido comunista alemán (KPD) entre los años 1924 y 1929, que dio al traste con las expectativas de una democracia de base, organizada en consejos y que, como recordaría Arendt en su retrato de Rosa Luxemburg, no se recuperaría del “colapso moral” de un estalinismo que haría más daño a la causa que cualquier otra fuerza exterior.

En esta campaña electoral, y especialmente a partir del 5 de mayo, todo el mundo habrá de ponerse manos a la obra para ayudar desde donde esté en la reconstrucción el tejido ético, cultural, social y político de nuestra sociedad. El repunte del fascismo en nuestro país, como en Europa, puede servir de revulsivo para ahondar en la democracia. Esta labor habrá de abordarse también en las propias organizaciones de izquierdas, que han de dejar atrás de una vez por todas sus modos antidemocráticos de hacer política a la interna, pues la desafección que provocan y la falta de ejemplaridad que reflejan contribuyen involuntariamente a dar alas al fascismo.

Seamos así más conscientes que nunca de la imaginación, el coraje cívico y la amistad política que habremos de cultivar en los proyectos políticos, plurales y ecosociales por venir, de las experiencias que por responsabilidad hemos de transmitir a los más jóvenes para mejorar colectivamente la esfera pública y, finalmente, de todo lo que nos jugamos estos días al defender la democracia.


Fuente →  ctxt.es

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