Con la proclamación de la Segunda República se abría en España la presa de los anhelos innovadores, aspiraciones impetuosas de generaciones jóvenes y rebeldes que, constreñidas por la dictadura de Primo de Rivera, veían en la primavera de 1931 la oportunidad histórica para caminar hacia —como diría Machado para despedir a Giner de los Ríos— el “nuevo florecer de España”. Agitados por el viento renovador en el país, la firme pretensión de transformar los anquilosados cimientos de la sociedad española cristalizó, en el plano cultural, en dos de las iniciativas que mejor simbolizan el ideal republicano en torno a la Cultura: Las Misiones Pedagógicas y La Barraca.
Las Misiones Pedagógicas y los marineros del entusiasmo
Con el espíritu educativo de la Institución Libre de Enseñanza y la guía intelectual de la base humanista del krausismo, las Misiones tenían entre sus objetivos más importantes elevar el bajo nivel educativo y cultural de las clases populares (García Rodríguez, 2010) en una época donde, según los estudios de Narciso de Gabriel, diez millones de españoles no sabían ni leer ni escribir (más de un 42’34% de analfabetismo). Siendo la España de los años treinta mayormente agraria, eran tantas las consecuencias que, como decía María Moliner, se adivinaban al “pensar tan sólo en lo que sería nuestra España, si en todas las ciudades, en todos los pueblos, en las aldeas más humildes, hombres y mujeres dedicasen los ratos no ocupados por sus tareas vitales (…) a asomarse al mundo material y al mundo inmenso del espíritu…”, que tan solo imaginarlo se antojaba imposible.
Desafiando esa inverosimilitud, marineros del entusiasmo —como se refería Juan Ramón Jiménez a los y las misioneras— de la talla de Bartolomé Cossío, o personalidades como Machado, María Luisa Navarro o Pedro Salinas, trataron, tal y como se recoge en el número 150 de la Gaceta de Madrid del 30 de mayo de 1931, “de llevar a las gentes, con preferencia a las que habitan en localidades rurales, el aliento del progreso y los medios de participar en él, en sus estímulos morales y en los ejemplos del avance universal, de modo que los pueblos todos de España, aun los apartados, participen en las ventajas y goces nobles reservados hoy a los centros urbanos”.
Con ímpetu decidido, estos depositarios de la pedagogía intuitiva, coeducativa, ética, laica; hombres y mujeres fieles a la revolución de las conciencias y de los espíritus, se pusieron manos a la obra. Misión: alfabetizar del mundo rural, acercar la Cultura a los pueblos y aldeas más aisladas de todo el territorio y satisfacer las demandas de las clases pauperizadas.
“No olvidéis que lo primero de todo es la luz”
Entre los diversos proyectos para lograr la universalización de la Cultura, destacó la construcción masiva de escuelas (se pretendieron 27.000 a nivel estatal en cinco años) y de bibliotecas populares (5.500 con una dotación inicial de 100.000 pesetas). “Esto es lo que principalmente se proponen las Misiones: despertar el afán de leer en los que no lo sienten, pues sólo cuando todo español no sólo sepa leer —que no es bastante—, sino tenga ansia de leer, de gozar y divertirse, sí, divertirse leyendo, habrá una nueva España” (Cossío, 1931).
Niños durante la II República española. Foto: Patronato Misiones Pedagógicas-Residencia de Estudiantes. |
Representación de El juez de los divorcios, de Cervantes. Mombeltrán, 1932. Foto: Residencia Estudiantes Madrid. |
En la pantalla, Chaplin, los hermanos Marx o Buster Keaton conseguían brindar pizca de aquello que otros, por el simple hecho de vivir en urbes o entornos más agraciados, tenían a su alcance: el placer del séptimo arte
De este modo, junto a los cursos de formación al profesorado rural y la dignificación de los maestros de escuela, los espectáculos titiriteros o la música (transportada en gramófonos con obras de Bach, Haendel, Mozart, Beethoven, etc.), se completó, de la mano de jóvenes artistas, maestros, profesoras, músicos, poetas, estudiantes e intelectuales como Gaya, María Zambrano, Miguel Hernández, Maruja Mallo, Pérez Clotet o Carmen Conde, la histórica “actividad pedagógica cuyo objetivo era liberar a la España rural del caciquismo y del oscurantismo que había hecho permanecer al pueblo en la ignorancia” (Guerra, 2008).
Cebreros, Ávila. Nnoviembre de 1932. Foto: Archivo fotográfico de la Residencia de Estudiantes.
Paralelo a unas Misiones Pedagógicas que, según los datos oficiales, consiguieron llegar a 7.000 núcleos de población rural, otro proyecto pretendía, con análogo ánimo y sensibilidad popular, consolidar el Teatro como vehículo para lograr la popularización de la Cultura en los pueblos de España. Junto a El teatro del pueblo de Casona y El Búho de Max Aub, La Barraca, un proyecto de teatro universitario por y para el pueblo, coordinado y dirigido por Eduardo Ugarte y Federico García Lorca, de espíritu nómada, errante y gratuito, “recorrerá las tórridas carretas de Castilla, las rutas polvorientas de Andalucía, todos los caminos que atraviesan los campos españoles. Penetrará en las aldehuelas, poblados y villorrios, y armará en las plazoletas sus tablados y tingladillos de guiñol” (Carlos Morla Lynch).
La Barraca y los proletarios del teatro popular
Durante la dictadura de Primo de Rivera, el teatro español estaba atravesado por valores conservadores y reaccionarios. Alérgicos a las vanguardias, cualquier intento de renovación para sublimar la calidad teatral era desdeñado, cuando no censurado, por el poder autoritario. Con la llegada de la República, “los ministros de Instrucción Pública, primero Marcelino Domingo y poco después Fernando de los Ríos, tomaron como punto primordial del nuevo planteamiento cultural la renovación del teatro y se decidieron a tomar parte activa en la protección y el desarrollo de iniciativas escénicas” (Dougherty y Vilches, 1992).
Con esos principios, estimulados por las Misiones y la renovación del panorama cultural, los círculos universitarios, organizados en la Unión Federal de Estudiantes Hispanos, fundaron, con la extraordinaria dupla Lorca-Ugarte en la coordinación, un teatro ambulante con la pretensión de divulgar por los pueblos de España las obras del Siglo de Oro español. Como quedó escrito en su manifiesto fundacional, se perseguía “difundir el teatro en las masas campesinas, que se han visto privadas desde tiempos lejanos del espectáculo teatral”.
Gracias al compromiso social y la perspectiva de clase de Fernando de los Ríos y García Lorca, lo que en un principio iba a ser un teatro permanente centralizado en Madrid, pasó a oficializarse como teatro andante, nómada, dispuesto a pasar a la historia bajo “una idea de gran política nacional: educar al pueblo poniendo a su alcance el teatro clásico y el moderno, y el viejo” (Lorca para El Sol, 1931). El nuevo carro de Tespis, subvencionado con cien mil pesetas, se constituía como “el más novedoso gesto simbólico de la nueva España hacia el establecimiento de las artes como fuerza activa en la vida de la República” (Adams Mildred, 1932).
Un lustro para la historia
Por tener el espíritu de una feria ambulante, La Barraca, “una cosa que se monta y se desmonta, que rueda y marcha por los caminos del mundo” (Lorca, 1932), resultaba un nombre a medida. Como imagen, una máscara (emblema del teatro, hija de Talía y Melpómene) y una rueda (enseña de los nómadas y símbolo de los caminos que recorrerían) no tenían lugar a réplica. El mono azul, insigne uniforme proletario y representación simbólica del carácter popular del proyecto, remataba la ideografía de la compañía. Diría Salaverría en 1932: “¿Un poeta andaluz vestido con el mono de los proletarios? Por algo dice la Constitución que somos una República de trabajadores. […] Parece un mecánico, un chófer, un obrero de taller, con su traje azul oscuro de tela ordinaria”. Ni la camioneta donde se transportaban todos los elementos escénicos, bautizada por Lorca con el nombre de “La bella Aurelia” en honor a Aurelio, el chófer, era ajena a la atmósfera poética del proyecto.
¿Un
poeta andaluz vestido con el mono de los proletarios? Por algo dice la
Constitución que somos una República de trabajadores.
Entremeses de Cervantes, El Burlador de Sevilla de Tirso de Molina, La vida es sueño de Calderón de la Barca o, entre otras, Fuenteovejuna de Lope de Vega, nutrían un exquisito repertorio de obras. Escenificar las creaciones de “nuestros grandes dramáticos, en quien se encarna y vive el alma española” (Enrique Díez-Canedo, 1932) pretendía coser la modernidad con briznas del acervo tradicional patrio y, al mismo tiempo, expropiarle a la burguesía lo que culturalmente es del pueblo. Estos clásicos, como decía Lorca, “se los arrebatamos a los eruditos, los devolvemos a la luz del sol y al aire de los pueblos” por contener atemporalmente la savia genuinamente popular.
La Barraca para la representación de La guarda cuidadosa, de Cervantes (Almazán, Soria, julio de 1932). Foto: Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid. |
El pueblo, que “a diferencia del (público) burgués conserva intacta su sensibilidad y su capacidad de emoción ante el teatro; un público que, por otra parte, es visto como heredero legítimo y depositario fiel del patrimonio de nuestra tradición nacional-popular” (Aznar Soler, 1997), hizo cobrar sentido a todo el fervor de los hombres y las mujeres que protagonizaron, en una revolución cultural sin precedentes, la utopía de La Barraca.
Se cierra el telón: regresión de la esperanza y el fin del sueño
No todo fueron idilios en la corta vida de la compañía. Al principio, una parte de la izquierda temía que el contenido religioso de algunas de las representaciones teatrales trasladara al populacho un mensaje distinto al que la República predicaba. Algunos dirigentes consideraron el repertorio elegido por Lorca “demasiado reaccionario” (Garrigues, 1978). Sin embargo, conforme el proyecto cumplía años y cosechaba éxitos por los pueblos del país, fueron los sectores más tradicionalistas los que atacaron ferozmente lo que consideraban un instrumento de propaganda izquierdista.
Como indicó Gibson, Gracia y Justicia, órgano extremista del humorismo nacional, publicaba titulares del estilo “Federico García Loca o cualquiera se equivoca”. Loca, sin erre, en alusión a su condición de homosexual. La revista ultraderechista El Duende, en su caso, acusó a La Barraca de ser “una pandilla de sodomitas”, denunciando que “también el Estado da dinero para La Barraca (…) ¡Qué vergüenza y qué asco!”. En el verano de 1934, el órgano falangista FE recoge el testigo y acusa a La Barraca de estar pervirtiendo a los honrados campesinos españoles con “costumbres corrompidas propias de países extranjeros” y de moverse “en las aguas turbias y cenagosas de un marxismo judío”. Fernando de los Ríos, “Don Fernando el Laico” para los medios filofascistas, también era constante diana de los ataques mediáticos.
En el
verano de 1934, el órgano falangista FE recoge el testigo y acusa a La
Barraca de estar pervirtiendo a los honrados campesinos españoles
El paroxismo exacerbado no se puede disociar del hondo significado de lo que se hacía en las aldeas de la España rural. Como explicaba Otero Urtaza en el documental “Misiones Pedagógicas 1934-1936. República española”, que se leyera lo que no controlaba el sacerdote o el cacique local era visto como la simiente de las aspiraciones revolucionarias populares. Tanto es así, que algunos diputados de derechas señalaron a los proyectos culturales de la República como promotores intelectuales de la Revolución asturiana de 1934.
Que se leyera lo que no controlaba el sacerdote o el cacique local era
visto como la simiente de las aspiraciones revolucionarias populares
Fuente → elsaltodiario.com
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