El (des)prestigio de la justicia española

El sesgo político de gran parte de la judicatura, y su sensación de impunidad al dictar sentencias ideológicas, solo la lleva a silenciar a quienes ponen en cuestión el orden establecido y tradicional

El (des)prestigio de la justicia española
Joaquín Urías

En febrero de 2021, la comisaria de Derechos Humanos del Consejo de Europa, Dunia Mijatovic, dirigió una carta a las autoridades españolas mostrando su preocupación por las amenazas a la libertad de expresión en España e instándolas a modificar varios artículos del Código Penal. Lo más llamativo de esa misiva es que, en esencia, justificaba su petición en que se trata de preceptos redactados de forma ambigua que muchos jueces españoles interpretan de manera contraria a los estándares internacionales en materia de libertad de expresión. De esta manera, venía a señalar directamente al poder judicial como responsable del recorte de derechos y el progresivo alejamiento de nuestro país de los estándares democráticos vigentes en Europa.

¿Qué hay de cierto en esta reflexión? ¿Merecen realmente nuestros jueces este desprestigio internacional?

Una radiografía del poder judicial español muestra a unos jueces y magistrados generalmente muy bien formados en cuestiones técnicas salvo –quizás– en lo relativo a los derechos fundamentales. También presentan un sesgo ideológico pronunciadamente conservador y, a pesar de su preocupación por la independencia de los políticos, unas más que evidentes carencias en materia de neutralidad. Son buenos juristas pero quizás no siempre sean buenos jueces.

En cuanto a la formación, la práctica totalidad de nuestros magistrados y magistradas defiende el actual modelo de oposiciones y se cierra en banda ante cualquier cambio. Lo cierto es que el sistema garantiza, sin duda, la transparencia y objetividad en la selección de nuevos jueces y juezas. Sin embargo, el tipo actual de oposiciones parece haberse quedado obsoleto para los desafíos de la sociedad. Descansa en habilidades memorísticas y a menudo funciona como selector social: no todo el mundo puede dedicar varios años a unos estudios intensos que difícilmente pueden compatibilizarse con un trabajo, pagando además mensualmente (a menudo en negro) a un preparador. Ciertamente, hay candidatos de extracción humilde que consiguen acceder, pero son casos excepcionales.

El tipo actual de oposiciones descansa en habilidades memorísticas y a menudo funciona como selector social

Las asociaciones judiciales vienen reclamando, con razón, que se cree un sistema público de becas. Sin embargo esto no basta. Aunque se mantenga el sistema de oposiciones transparentes y objetivas deben introducirse en ellas mejoras: exigir unos años de práctica como abogado antes de acceder a la carrera judicial permitiría a los futuros magistrados desarrollar el conocimiento y la empatía con el resto de operadores jurídicos y la ciudadanía. Incluir en el examen el control de habilidades sociales y éticas de los candidatos, así como su capacidad de investigación y argumentación propia –quitando protagonismo a la repetición memorística de contenidos– también contribuiría a mejorar el modelo de jueces que necesita la sociedad española.

Al mismo tiempo, en los últimos años parece que nuestra judicatura se muestra casi unánimemente beligerante con la elección política de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. Conforme a la ley española, todos los consejeros son elegidos por el Parlamento en un procedimiento que exige el consenso de los principales partidos. Frente a ello, la tendencia europea es que el órgano de gobierno de los jueces venga elegido mayoritariamente por ellos mismos.

Sin embargo, el Consejo General del Poder Judicial en España no es solo el órgano de gobierno de la judicatura. También es, sobre todo, el encargado de elegir a la cúpula judicial; sobre todo elige discrecionalmente a los magistrados del Tribunal Supremo que son nombrados de forma vitalicia.

En efecto, pese al mito de la buena formación de nuestro poder judicial, en España no se llega a juez del Supremo por oposición, ni por méritos, ni por antigüedad. No hay un baremo objetivo y cerrado, sino que los nombramientos son el resultado de componendas en el órgano en cuestión. Por eso, la pelea por el control del Consejo General no tiene que ver tanto con un deseo de nuestra judicatura de gobernarse por sí mismos como con una batalla por quién mete a su gente en el máximo órgano judicial del país.

Los ataques al actual modo de elección política se presentan como una reivindicación de la independencia judicial, pero a menudo esconden el ansia de asociaciones y grupos judiciales por colocar a los suyos y crear redes de intercambio de favores. Como muestra basta echar un vistazo a la indignación que entre los líderes de opinión judiciales ha creado una propuesta muy razonable del Gobierno: que cuando el Consejo General del Poder Judicial esté en funciones, porque haya cambiado la mayoría política y el partido perdedor bloquee la reelección para mantener ilegítimamente el control de la institución, no pueda hacer nombramientos. Parece que a la mayoría de nuestros jueces no les preocupa que el Consejo esté politizado a la hora de establecer sus condiciones laborales y vigilar su disciplina; les preocupa no poder colocarse ellos, o sus amigos, en el Tribunal Supremo.

La solución para pacificar el asunto del Consejo General del Poder Judicial pasa por quitarle el poder de nombrar a dedo a los jueces del Tribunal Supremo

Así, la solución para pacificar el asunto del Consejo General del Poder Judicial pasa por quitarle el poder de nombrar a dedo a los jueces del Tribunal Supremo. Pero entretanto, puesto que la Constitución y la ley han querido que esos nombramientos discrecionales tengan legitimidad democrática, resulta inaceptable que el órgano no se renueve cuando cambia la mayoría política. Sobre eso no se oyen quejas entre la magistratura y es legítimo empezar a pensar que una judicatura entre cuyas filas dominan posiciones cercanas a la derecha –a menudo extrema– prefiera que siga siendo el Partido Popular el que decida sobre sus nombramientos. Aunque ello suponga vulnerar la Constitución.

Es frecuente leer a nuestros jueces, convertidos ahora en prolíficos opinadores sociales gracias a twitter, negando este sesgo conservador de la carrera. Sin embargo, los datos son tozudos: la (casi) ultraderechista Asociación Profesional de la Magistratura arrasa en afiliación y obtiene mayoría absoluta en todas las elecciones judiciales. Le siguen asociaciones de perfil profesional centroderechista a cuyos miembros no es raro leerles declaraciones antidemocráticas. El antiguo portavoz de una de estas asociaciones ‘moderadas’ defendía hace poco en público la vuelta al sufragio pasivo censitario. Sin inmutarse y con el apoyo de la mayoría de sus afiliados. En fin, independientemente de cómo se califiquen a sí mismos los jueces y juezas españoles lo cierto es que votan masivamente a asociaciones de derecha radical y hacen continuamente declaraciones públicas conservadoras: las cuentas judiciales de twitter lo mismo niegan la violencia de género que atacan el derecho al aborto. Los insultos graves a los dirigentes de Unidas Podemos son intrínsecos a cualquier chat judicial que se precie.

Sin embargo, incluso con este panorama de profundo sesgo ideológico y deficiencias en la formación como jueces, podría resultar que los jueces españoles en sus sentencias fueran escrupulosamente neutrales política e ideológicamente. Muchísimos lo son. Pero otros no.

La ofensiva judicial contra los líderes del proceso independentista catalán hizo saltar las alarmas a este respecto en muchos de los observadores internacionales. Se utilizó la prisión provisional de manera ideológica y contraria a la Constitución; se interfirió en los resultados electorales y hasta en los debates de investidura del Parlamento catalán; se inventaron o redefinieron tipos legales para poder encarcelar a líderes sociales y, en general, se obviaron los derechos fundamentales de los encausados en aras de defender desde los tribunales la unidad de España.

En momentos de polarización política como el actual, el sesgo ideológico se está extendiendo por toda la carrera judicial y aparece en decisiones de cualquier instancia. Un juez de Málaga invoca el dogma de la inmaculada concepción para encarcelar a quien canta que la virgen María también abortaría mientras otro de Madrid mantiene encausado durante años a un famoso actor por cagarse en Dios. Hay jueces en Cataluña que castigan por delito de odio a un payaso que se hizo una foto haciéndole burla a un guardia civil. Otros persiguen a una tuitera adolescente por hacer chistes sobre el fascista de Carrero Blanco. A una dirigente política andaluza la han condenado utilizando la legislación franquista por decir que los ministros de Franco consintieron los asesinatos políticos decididos por este. Se inician actuaciones contra quien se alegra de la muerte de un torero y hasta el Tribunal Constitucional condena a un sindicalista que trabajaba en un cuartel y se quejó de que los militares prestaran más atención a la puta bandera que a sus derechos laborales. En todos estos casos (y hay muchísimos más) se condena siempre a quienes con su discurso desafían a la monarquía, las fuerzas de seguridad, la iglesia católica o los dirigentes franquistas. Apenas hay condenas equivalentes contra personas del otro espectro ideológico. El sesgo político de gran parte de la judicatura, y su sensación de impunidad al dictar sentencias ideológicas, solo la lleva a silenciar a quienes ponen en cuestión el orden establecido y tradicional. Poco les importa que con ello los derechos fundamentales a expresarse, a manifestarse, a la crítica política, a la participación democrática… estén quedándose sin espacio.

Ya no son casos aislados, sino que es una tendencia. Tan evidente, que se aprecia incluso desde el Consejo de Europa y que tiene difícil solución; cuando los encargados de resolver las disputas de manera imparcial y de garantizar el Estado de Derecho fallan, la cosa tiene mal arreglo. Frente a ello cabe reformar el sistema de acceso a la judicatura, fomentar la formación en materia de derechos fundamentales y utilizar el margen que ofrece la Constitución para revertir la tendencia. Pero ha de hacerse sin afectar a la independencia del poder judicial.

Todo esto no basta. Es urgente animar a los muchos jueces y juezas serios y responsables para que se atrevan a poner en evidencia los excesos de sus compañeros. Es algo complicado en un colectivo pequeño, corporativista y donde el control social interno es muy fuerte. Sin embargo, solo si los jueces demócratas dan un paso al frente reivindicando el ejercicio ideológicamente neutral de la función jurisdiccional y señalando los abusos, podemos empezar a afrontar la situación. Estamos en sus manos y lo que está en juego es, nada menos, que la propia noción de Estado de Derecho.


Fuente → ctxt.es

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