“Vivan las cadenas”, gritaban por las calles los realistas (acérrimos de la realeza). Era el retorno del absolutismo a tierras españolas: el final del gobierno constitucional que había recuperado la carta magna de 1812, derogada por el Borbón de turno. Un trienio liberal que arrancó —pronunciamiento mediante— un mes de marzo. Concretamente el de 1820, dos siglos antes del impactante marzo que vivimos el pasado 2020.
Aquellos años, los primeros de la segunda década del siglo XIX, fueron los últimos de los procesos de independencia latinoamericanos: “Oíd el ruido de rotas cadenas”. Sin embargo, por pagos ibéricos, las cadenas reaccionarias se personificaban en la segunda restauración de Fernando VII en el trono del país.
Hoy, por estos lares del viejo continente, y con todo lo llovido, seguimos escuchando sus incansables “vivas al rey”, junto con otras lindezas que comparten las derechas histriónicas en sus respectivas versiones nacionales, aquí y allá, pareciera que en todas partes. Los vítores monárquicos son entonados, en la arena de la opinión pública, por los esbirros ideológicos de aquellos intereses oligárquicos más apegados a la institucionalidad formal del actual régimen constitucional español —el que parió la transición a la democracia liberal, tras la muerte (hizo 45 años el pasado noviembre) del “sepulturero mayor”, Francisco Franco—.
Así cerraban, las derechas españolistas, el año marcado por la pandemia global del covid: cacareando, una vez más en la historia, “vivas” al Borbón. Hoy es Felipe VI, rey de una monarquía parlamentaria y, por tanto, inviolable jefe del Estado.
No están acostumbrados a tanto trapo sucio al aire. Son décadas de censura normalizada y opacidad, de omertá aristocrática. Y tener “al prócer de la patria” huido con los de su misma estirpe en Emiratos Árabes, no es baladí. Sólo hay que ver a los cortesanos de la generación transicional para atisbar el alcance de un desasosiego —por clase, genero, influencia y/o impunidad— mal digerido.
Tal y como ha sucedido con todo tras el cambio de año, seguimos como estábamos, pero con añadidos: arrancaron 2021 con ese mismo espíritu, culminando este mes —el febrero del 40 aniversario del 23F— a coro con los oficialistas progres de la centralidad del régimen —más allá de la letra constitucional—. Las patas de ese espíritu, sin embargo, acaban de ser recortadas con la noticia de fin de semana: la regularización tributaria del viernes 26. Primero estuvieron a toda máquina con los antecedentes: Borrell, las elecciones catalanas, la encarcelación de Hasél y su contestación en la calle, con policía reprimiendo y enfrentamientos callejeros. Y tras el desfile con el rey vestido por sus ‘leales’, han llegado los más de cuatro millones de euros apoquinados por Juan Carlos I a Hacienda, como parte de la regularización de su saqueo ilícito.
Derechos fundamentales violentados y el oficialismo discursivo del ‘fin de la historia’
En estas semanas hemos oído al coro de un oficialismo erizado que hiperventila contra la denuncia, el rechazo, la oposición y las críticas vertidas —en movilizaciones y discursos— a la legislación de este Estado de derecho que tiene derechos fundamentales mermados —sin contar con la excepcionalidad pandemica—, es decir, violentados reiteradamente por tribunales. Decía hasta Napoleón, otro prócer patrio —ya sin Borbones por tierras galas—: “En Francia, la libertad está en la Constitución, y la esclavitud, en la ley”.
Estamos,
por tanto, ante una merma democrática presente en países vecinos —o del
otro lado del charco— que son caracterizados —en los imaginarios
occidentales de pro— como plenas, consolidadas, homologables democracias
Hablamos de derechos y libertades que, para más inri, arraigan con la única virtud humanista de la tradicional promesa liberal al individuo: libertad de expresión, opinión, manifestación. Pese a lo cual, los movimientos sociales del siglo pasado han tenido que defender a cuerpo en países con democracias liberales: aquellos históricos movimientos por los derechos civiles —de todas las personas, sin jerarquías ciudadanas—. Estamos, por tanto, ante una merma democrática presente en países vecinos —o del otro lado del charco— que son caracterizados —en los imaginarios occidentales de pro— como plenas, consolidadas, homologables democracias (de mercado, eso sí, sin excepciones coyunturales). Por otro lado, algunas tradiciones democráticas liberales flipan con la desnaturalización del respeto escrupuloso a algunos límites en la vulneración de este tipo de derechos de opinión y expresión.
Mirando la historia y el presente sin decorados, vemos cloacas de estado y represiones ilegales con desaparecidos en democracias —de nuevo— tan consolidadas como Gran Bretaña y Francia. Y es que, de la propaganda idealista y la visión estrecha a las realidades pasadas y presentes, hay un trecho. Sin por ello obturar las diferencias existentes entre unos casos y otros. De hecho, no es necesario para denunciar lo que supone para las personas encarceladas el motivo por el que son privados legalmente de libertad, dada la vergonzosa cantidad de presos por expresión artística de España, desubicarse del presente mundial y no contextualizar los países participantes en ciertos estudios. Desconocer el mundo no ayuda a la consciencia del aquí y ahora. Hay que tener presente que se están viviendo situaciones de persecución criminales de una dureza y alcance desgarradores. Pienso en Siria, en Filipinas, en Libia, en Turquía y en un largo etc.
Pero aquí y ahora, el hecho es que en España hay derechos fundamentales mermados que en condenas por delitos de opinión y expresión han implicado 128 de cárcel, como desarrolla un artículo de El Salto. Eso es una realidad confirmada que además no tiene un pase para Estrasburgo. Por ello la ha tachado reiteradamente de inaceptable con sus sentencias.
Siendo así las cosas desde el comienzo de la andadura del actual Estado de derecho —injurias a la corona mediante, por supuesto; además del problema de origen consecuencia de una transición por reforma bajo el principio ‘de la ley a la ley’—, lo cierto es que la tendencia, sin excepción, ha sido hacia una preocupante profundización en cada nueva reforma o ley que impactó, en la tipificación de delitos, sobre el código penal. Desde la ley Corcuera y otros aledaños de las leyes antiterroristas hasta el nefasto 2015, con sucesivos nudos gordianos de calado. Esa es la evolución desde los 80 hasta hoy. Lo que implica menos libertad social y más personas presas, a la par que desacompleja a las narrativas y colectivos alejados del laicismo y el igualitarismo, desde convertir en delito la blasfemia hasta los neofascismos antisemitas, nostálgicos de la División Azul.
Los discursos basados en la falacia de los paralelismos —siempre útiles a la hegemonía presente, sea cual fuere— que posiciona al emisor en el supuesto justo medio o la razón —sea reflexiva o por naturalización de poder— llegaron estas semanas al paroxismo. Debe ser la cantidad de décadas posmo acumuladas que llevamos desde los 80. Paralelismos igualadores entre las ideologías y las violencias en masa del siglo XX: discursos como el de los dos demonios, los dos extremos que se tocan, los totalitarismos; generan posiciones discursivas que siempre olvidan y niegan las violencias sistémicas estructurales o, por ejemplo, las del imperialismo occidental liberal, ejercida por mandato de gobiernos elegidos según leyes de sufragio universal como el francés, el inglés o el estadounidense —por no hablar de violencias internas de diferente naturaleza como el racismo institucional y social, actuales como sabemos: Black Lives Matter—.
Pareciera que la
neurosis se les estresó tras el eterno retorno del factor clave de la
actual ‘crisis existencial’ del país (licencia psico-poética) en su
estadio contemporáneo: Catalunya
Lo cierto es que son discursos normalizados que se vierten en pro de la cosificación férrea —hasta el encierro mental— del significante democracia, y de mucho más. Sus emisores —algunos formados— parecen arrastrados por un desasosiego neurótico, in crescendo, al no parar de descubrir que, aunque el modo de producción capitalista se reproduce sin alternativa hasta en la imaginación, la máxima neoliberal del ‘fin de la historia’ de Fukuyama—que criticarían conscientemente mientras penetraba absolutamente en sus inconscientes— era solo una quimera, imposible en sus propios términos. Así, articulan paralelismos discursivos estrambóticos —aunque funcionales, normalizados y naturalizados como sentido común, desde aquellos 90—, para presentar y representar la realidad. Paralelismos que no tienen un pase histórico, político, jurídico ni sociológico. Pero ya sabemos que para divulgar no se van a poner exquisitos, eso solo lo hacen cuando hay que explicar a mundanos las dificultades, las imposibilidades, de solucionar las injusticias estructurales de raíz, que ellos de populismos nada de nada.
Pareciera que la neurosis se les estresó tras el eterno retorno del factor clave de la actual ‘crisis existencial’ del país (licencia psico-poética) en su estadio contemporáneo: Catalunya. Con dicho componente, ante los conflictos presentes, arreciaron las emisiones de paralelismos entre las subjetividades de la línea ideológica, que —oh, sorpresa— tampoco ha muerto, sin por supuesto articular contenidos de lo que significa históricamente para la humanidad —incluso para el propio liberalismo y su historia pasada, presente y, sin duda, futura— ser fascista o antifascista, ser racista o antirracista, ser clasista o luchar por la justicia social, ser antisemita o antisionista, ser feminista o machista.
El caso es que, tras las elecciones catalanas —en las que Vox ha quedado como cuarta fuerza electoral— y una semana de represión policial y estallido callejero en diferentes ciudades del país —cuyo detonante fue el encarcelamiento por delitos de opinión—, con la última efeméride, se culminó el refuerzo del discurso oficial. Mientras, los voceros de derechas le daban al paralelismo golpista que han inventado y alimentan en los últimos años, según publicaba Expansión: “Don Juan Carlos le dijo a su hijo (…): ‘Ojalá no te tengas que enfrentar a nada parecido en el futuro’. Lo cierto es que el 1 de octubre de 2017, siendo Felipe VI ya Rey de España, tuvo que afrontar un acto similar (…) La diferencia entre el golpismo de 1981 y los actuales movimientos contra la democracia, es que los ataques se lanzan ahora desde algunas instituciones del Estado. Un grupo político con 35 diputados en el Parlamento español y con una vicepresidencia y cuatro ministerios en el Gobierno, se empeña en denunciar que nuestro país no es una democracia plena (…) se suponía que al entrar en el Consejo de Ministros iba a aceptar las reglas del juego democrático y su propia promesa de defensa de la Constitución. Nada más lejos de la realidad”.
Con los discursos y paralelismos escuchados y el saldo de detenidos por la policía —dada la violencia policial que implica— una no puede no pensar que si vivieran en la república liberal francesa —consolidada con problemas de plenitud— deberían sentir que viven en el caos insurreccional callejero. Imaginarlos en mayo del 68, aterrados. Querrían un disciplinamiento más contundente, para ello saben que hay que atar en corto, y lo que les faltaba era el asalto berreta al Capitolio. Pero pese a las farsas, la historia no se ha acabado, ni es algo que solo le pasa a otros.
Destape: el rey desnudo
En mitad de la pandemia se abrió un renovado contexto de crisis en la imagen de la casa real. Se sienten escandalizados —nunca mejor dicho— por la presencia de republicanos confesos en el poder ejecutivo, mientras el rey emérito protagonizaba, por primera vez para el público mayoritario del país, un descocado destape de “sus vergüenzas”: la rapiña sistemática. Un pater familias, no tipical spanish sino tipical Borbón style, publicitariamente titulado durante décadas como “campechano, hacedor y salvador de la democracia española”. No sin cinismo histórico, habiendo sido nombrado sucesor por el dictador en 1969; educado, e instaurado como heredero por el mismísimo Franco, que restauró con él la corona borbónica.
El monarca ha quedado desnudo. “Un destape”, con límites, pero “destape” al fin. Como aquel atravesado por el país en “sus buenos tiempos” post-transicionales de prócer: los conocidos como “años del destape”. Un término usado, burda y ansiosamente, como sinónimo de liberación sexual; siendo, sin embargo —dentro de los marcos de la cultura de masas de la imagen—, una histriónica desinhibición, tras 40 años de represivo y estricto nacional-catolicismo, caracterizada principalmente por la liberalización cosificada del cuerpo de las mujeres —inmerso, como objeto, en el centro de unas sexualidades profusamente mercantilizadas y expresamente machistas, típicas de los 80—.
El
enriquecimiento ilícito del Juan Carlos I y su forma de vida ha seguido
ininterrumpidamente con la más arraigada tradición borbónica. Un Borbón,
borboneando
Un sainete patrio. El colega royal de la familia saudí, “el cazador de elefantes” es en realidad fiel continuador de su estirpe. Y es que con su enriquecimiento ilícito y su forma de vida ha seguido ininterrumpidamente con la más arraigada tradición borbónica. Un Borbón, borboneando.
En marzo no pudo resonar lo suficiente el cacerolazo de las ventanas, convocado mientras el discurso del rey, su hijo varón, se emitía como consecuencia de la crisis sanitaria, al tiempo que salía la noticia de su renuncia a la herencia personal de su padre, por lo que pudiera pasar. Se reabría la operación “matar al padre” —lo justo, demostraron este miércoles 24, PSOE y el trío de Colón—, para salvar el sillón y la institución.
Sin embargo, recordemos que el auge y desenlace del escándalo con la huída —la del prócer de la historia oficial de la democracia española—, no fue el punto álgido en cuanto a presencia informativa de la monarquía se refiere. Octubre se caldeó con el conflicto interno del país. Y en noviembre volvió a arreciar la intensidad del “destape”: incorporando a miembros de la familia real por el uso de tarjetas black durante los años siguientes a la abdicación del patriarca.
De derechos y privilegios: libertad con cadenas
La verdad es que con semejante panorama tradicionalista, el histrionismo de las derechas fue en aumento. Especialmente tras el vivir de un verano que evidenciaba que el shock del trauma colectivo de las cifras dramáticas de fallecidos no había penetrado de la forma esperada, por lo que la indigna táctica de las derechas de jugar con los muertos contra el gobierno de coalición no había tenido el rédito esperado, ni entre sus propios sectores de votantes. Por ello, las estrategias se concentraron en el segundo de los discursos desplegados, a coro con las derechas demagógicas globales.
Y es que la restauración reaccionaria de hoy ha cambiado su grito de “vivan las cadenas”, por una sistemática perversión del lenguaje —ese constructor de realidades mediadas en nuestra condición humana—. En realidad, son tácticas ya empleadas. Aplicadas sobre estructuras de significado que han penetrado durante décadas. Sin embargo, el impacto corresponde a nuevas coyunturas precisamente cuando estamos insertos en un mundo de masas atomizadas y posverdades telemáticas por primera vez en la historia. Todo un cambio, tanto para la relevancia del lenguaje, como para los sujetos en su relación con la materialidad y ‘lo Real’.
Y es que sabemos bien que dos siglos de lucha de clases no son poca cosa. Ahora los fieles adoradores de “los elegidos superiores” —sean jefes de Estado monárquicos como Felipe VI o magnates megalómanos ávidos de más fama y poder, tanto privado como público, como Trump— se sienten identificados con una suerte de condición, próxima a la de unos antiguos notables, que implica sentirse tocados por una autopercepción relacional de superioridad —el diferencial del ‘yo’ respecto a ‘los otros’— de carácter racista, clasista, machista y narcisista. De esta forma, se adopta sin reparo la confusión —típicamente aristocrática y terrateniente, patricia, en su origen— entre derecho y privilegio.
Pretenden generalizar esa confusión premeditada según el principio efectista de los ‘hechos alternativos’ de la estrategia Steve Bannon. Les conviene desperdigarla en esa atomización narcisista de las subjetividades, las de un sujeto construido en las coordenadas del crono globalizado encajado abruptamente sobre fronteras nacionales, el cronotopo de la posmodernidad tardía.
La clave del uso perverso de esa confusión, por sustitución, entre derecho y privilegio, está históricamente en la posesión. “Tener derechos sobre” una propiedad cosificada —sean territorios o personas— quedaba estipulado por la ley escrita. Ahí está la larga historia de la esclavitud o el viejo derecho de pernada —feudal, colonial, patriarcal— que encarnaba en el derecho regulatorio de la sociedad la supremacía de clase o estamento, de raza, de género; era el derecho violento del privilegiado sobre sus posesiones, fijado en la legislación: la legalidad del abuso sistémico. Es decir, la antítesis y un antagonismo de la concepción de los derechos sociales y humanos.
Vemos a las fuerzas
derechistas de diversas familias repartidas por el globo proclamando una
libertad —la suya— mientras reparten cadenas y amordazamientos para
esos ‘otros’
Aquellos “derechos sobre” eran sólo privilegios disfrutados por los grandes propietarios de cosas y personas —previamente cosificadas y, como tales, carentes de derechos—. Porque la ley, el derecho, legisla según la estructura social de cada historicidad: articulando privilegios o/y abriéndose a derechos colectivos, empujada contra los privilegios ejercidos. Por tanto, aunque la denominación retórica habilite la confusión premeditada, los privilegios de “la explotación del hombre por el hombre” son la contracara de la concepción de derechos, siempre colectivos, en la construcción de lo público. Una construcción de los pueblos que se viene desarrollando hegemónicamente dentro de la articulación liberal del Estado-nación moderno, ensanchado por la historia de las luchas culturales, políticas, sociales. Luchas superadoras que, con principios humanistas heredados y reformulados en diversidad de culturas, han arrancado derechos para la mayoría social de ‘esos otros’, los desposeídos, en esta pugna sin fin entre sus privilegios y nuestras vidas.
Por ello, de las sinceras cadenas antiliberales pasaron, las derechas presentes, a la apropiación pervertida de la libertad. En una profundización subjetivista de lo que ya hiciera material y teóricamente el liberalismo para la burguesía, han seguido las huellas de las tradiciones de pensamiento que comenzaron a articular la denominada ‘libertad negativa’. A lo que se suma, en el caso de las naciones con pasados imperiales, la concepción elitista de la libertad frente al resto de posibles imperialistas: el himno británico lo deja claro. En el caso español, lo hace el lema franquista “arriba España: una, grande, libre”.
Así, vemos a las fuerzas derechistas de diversas familias repartidas por el globo proclamando una libertad —la suya— mientras reparten cadenas y amordazamientos para esos ‘otros’. Eso proclama Vox y viene haciendo el Partido Popular: denominan a Sánchez “dictador” que emplea “el despotismo” tras haber asegurado el trullo con sus leyes de la mano de la aplicación judicial para sus ciudadanos de bien de lo que consideran la chusma ideológica por hacer chistes sobre Carrero o letras de canciones.
Y es que los conservadores y los neoliberales de esta fase del modo de producción, tras todo lo llovido, hace ya décadas que son la misma cosa como bloque de poder estructural, por mucho que los voceros del pensamiento único se empeñen, no sin efectos, en llamar a Trump “antisistema ácrata”. Confundiendo, una vez más, al personaje de las altas esferas financieras con movimientos sociales y tradiciones de pensamiento arraigadas en la historia de muchos países que son ajenas a un individualismo propio de las condiciones históricas de los EE UU. País que, por ello, también contó con esas tradiciones pero que sí articuló un pensamiento libertario conservador, popular y blanco que implicó movimientos. Una historia particular que, no obstante, apela a figuras como el ‘unabomber’ y no al hijo de un magnate que —cual zar, rey o emperador— no entiende de límites frustrantes de su deseo.
Sin embargo, en tiempos de neocolonialismo —como nos explicaba Galeano—, contamos con nuestros propios esperpentos nacionales: como Ayuso acusando al Gobierno de querer instaurar “la anarquía y un régimen totalitario”, todo en uno. Tras el recurso a la victimización como adalid de ‘la libertad’ (de los suyos), patrimonializa sin parar el país, como cuando afirmó que “la oposición al gobierno de coalición soy yo, el rey y el poder judicial” —es tradición histórica—. Tela para cortar con los dos años de bloqueo del órgano de gobierno de los jueces para conservar la mayoría que obtuvieron en la legislatura de M. Rajoy. Lesmes sigue forzando hasta hoy la construcción de hegemonía, nombrando cargos vitalicios sin cesar. Tienen claro lo que significa relaciones de fuerza, más aún en los poderes estatales.
Derechas histriónicas: “Viva la muerte y muera la inteligencia”
Lo cierto es que, pese a los cambios y novedades que vemos en los sectores de las fuerzas de la contrarreforma restauradora de hoy, en el llamado mundo occidental, podemos encontrar una línea de continuidad con las proclamas del nacionalismo español castrense —los militares colonialistas, llamados africanistas, en Marruecos—. Los mismos que aplicando la violencia de la guerra colonial —masacres sistemáticas en la retaguardia— y con el determinante apoyo nazi-fascista de la guerra moderna, vencieron en la guerra civil española. Me refiero a las palabras de Millán-Astray —fundador de la legión, hizo justo un siglo— cuando exclamaba: “Viva la muerte y muera la inteligencia”.
No olvidemos que la semana del aniversario constitucional y aprobación, por un bloque por fuera del españolismo, de los presupuestos generales del Estado, salió a la luz el chat de los militares retirados —colectivo que envió tres cartas al rey (por las tres armas) y un comunicado por la unidad de España ante el peligro del gobierno ‘social-comunista’ que negocia con “golpistas y filoterroristas”—. En el intercambio wasappero aseguraban que estaban dispuestos a morir dando un golpe de Estado, pero sobre todo a matar, ya que según ellos, “no queda más remedio que fusilar a 26 millones de hijos de puta”. Enaltecimiento, nada menos, que de la eliminación sistemática de millones de personas por razones políticas, después de haberla ya ejecutado durante la guerra civil y en la posguerra, con las herramientas legalizadas del Estado por su victoria bélica. Una eliminación y persecución sistémicas, continuadas en el tiempo durante la represión de 40 años que ejerció la dictadura militar, fascistoide y nacional-católica en nuestras tierras.
Abramos los ojos. En otoño miramos a Bolivia y el hito de Chile. Planearon las constituyentes en el horizonte, frente a sus distopías postpandémicas. Pero con realismo, ahí está la correlación de fuerzas —coyuntural y estructural—, en estos tiempos extraños.
Fuente → elsaltodiario.com
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