Para Santiago Alba Rico (Madrid, 1960), “España es literatura”, de la misma manera que Dios, la identidad, el amor o la propia literatura también lo son. El filósofo nos atiende desde Túnez, donde vive desde hace años, a las preguntas que le planteamos sobre su nuevo libro, España (Lengua de Trapo, 2021), en el que también escribe que “es la literatura, y no las estadísticas, la que da consistencia ontológica a las cosas”.
Imagina que a uno de tus lectores habituales le han dicho que se acaba de publicar un nuevo libro de Alba Rico, pero no tiene más información al respecto. Inmediatamente acude a su librería a comprarlo y de repente se encuentra con una llamativa portada rojigualda y en palabras grandes el título “España”. ¿Cuál crees que sería su primera reacción?
De extrañeza sin duda. Por el título, el tema y la portada. Del título debo decir que se ajusta exactamente a su contenido; y de hecho su contenido, en buena parte, está dedicado a justificar ese título y el uso de un nombre (España) a veces difícil de pronunciar. En cuanto al tema, a mí mismo me extraña a menudo haberme embarcado en esta aventura. Hay dos cosas de las que di siempre por supuesto que no iba a ocuparme nunca en público y por escrito: de España y de mí mismo. En este libro hago las dos, aunque confío en que ambas queden también justificadas a lo largo de sus páginas. Por fin, respecto de la portada, confieso que, cuando me la propusieron, me sacudió. Soy muy conservador y me pareció una bomba cromática de una ironía casi explosiva. Pero el hecho de que no me gustara fue lo que me convenció enseguida de que, como pretendía Jorge Lago, el editor, era una buena idea. No me fío mucho de mi propio gusto. Por lo demás, la sustitución de la bandera por un banderín ferial recoge gráficamente un pasaje decisivo del libro e incluso el “espíritu” del mismo. Así que aprovecho para agradecer al diseñador, Alejandro Cerezo, su trabajo.
A pesar de tu condición de filósofo y escritor, impresiona mucho en tu libro el profundo y extenso conocimiento de la historia de España que demuestras, desde las épocas romana, visigoda y árabe hasta los siglos XIX y XX, pasando por figuras como los Reyes Católicos, San Ignacio de Loyola o Miguel de Cervantes. ¿Conocer bien la historia de España es condición sine qua non para comprender el presente de nuestro país?
Bueno, para escribir el libro he tenido que leer mucho, y lo he hecho -lo confieso- de un modo desordenado y voraz. Ha sido uno de los placeres y de los peligros de esta aventura. La dimensión placentera se entiende sin dificultad: la historia de eso que llamamos España, incluso si casi siempre acaba mal, es apasionante. En cuanto a los peligros, puedo citar tres. El primero fue el de renunciar al proyecto, abrumado por la vastedad inabarcable del asunto, que yo quería condensar en una especie de “ensayo decimonónico” de bolsillo. El segundo peligro ha sido el de orientarme en mis lecturas por un “sesgo de confirmación”, peligro conjurado por mi propio desconcierto; quiero decir que, a partir de cierto momento, ya no sabía ni lo que buscaba ni en qué creía exactamente. Los hilos conductores me los proporcionaron Américo castro, filólogo, y José Luis Villacañas, filósofo, aunque mi impresión de profano es que los historiadores, cuando realmente lo son y con independencia de su tendencia ideológica, hacen bien su trabajo. En cuanto al tercer peligro, tiene que ver con la cuestión que planteas: ¿cuánto hay que leer para poder escribir sobre España con fundamento? Y más aún: ¿cuánta historia hay que conocer para poder entender el presente? La primera pregunta solo puede responderse diciendo que todos escribimos sobre España demasiado pronto, pues España está sin hacer, haciéndose ininterrumpidamente; aún diría más: el pasado de España está sin hacer, haciéndose ininterrumpidamente, y por eso, cada vez que nos sumergimos en él, se prolonga con nosotros hasta nuestros días. En cuanto al presente, no podemos pedir a todos los españoles que sean historiadores. Los problemas que trato de describir en mi libro no proceden de ahí, del hecho de que no se sepa bastante historia, sino del hecho, al contrario, de que se sabe “demasiada” historia. “Demasiada” en el sentido de que todos los mitos contienen un exceso de historicismo que no deja entrar la historia. El problema no es lo que no sabemos sino lo que creemos saber. Y este “creer saber” de los españoles sí que es un problema que configura nuestro presente, porque sigue alimentando esas dos guerras de las que hablo en mi libro: la intercastiza, que impone a todos los conflictos una pulsión de Unidad excluyente y altericida, y la intergermánica, que con la victoria de Castilla en 1492 -hoy solo Madrid- deja sin resolver hasta nuestros días el problema territorial. Esas dos guerras, por así decir, “fundacionales”, están asociadas íntimamente a la institución de la Monarquía. El problema, en definitiva, no es que conozcamos poco sino que recordamos mal. Es siempre preferible olvidarlo todo que recordar mal.
Galdós y sus novelas son uno de los principales hilos conductores del libro. Le defines como el “escritor menos sectario del mundo y el más comprometido con el destino democrático de su país”. ¿Qué significa para ti y cuál es su legado literario y político?
Significa, de entrada, un archipiélago narrativo casi infinito que no se puede explorar sin sentir una felicidad literaria inagotable. Galdós es un novelista prodigioso que lanzó al mundo más de 5000 personajes, a los que sumó con naturalidad pasmosa a los avatares del siglo XIX. Como escritor es inconmensurable. Escribió para todos los públicos, pero siempre en la vanguardia de la literatura europea. Algunos -en la generación posterior, la del 98– le reprocharon su estilo desaliñado. Curiosamente el de sus críticos -Valle Inclán o Pío Baroja- resulta hoy, por contraste, mucho más acartonado y “de época”, precisamente porque pretendían tener “estilo”. El de Galdós, desenvueltamente popular, no sólo ha permanecido actual sino que, como conservó el habla cotidiana de su tiempo, tiene hoy un encanto, una riqueza y una precisión deliciosas. Como Dickens, mucho más que Balzac, fue capaz de integrar el drama social y el humorismo elemental en personajes inolvidables (uno de mis favoritos es el usurero Torquemada). Sus Episodios Nacionales hacen de él el mejor novelista y el mejor historiador del siglo XIX, siglo que sigue siendo, de alguna manera, en algunos surcos, el nuestro. Políticamente fue un ejemplo de compromiso y tolerancia. Compromiso liberal, socialista y republicano, pero expresado siempre con tolerancia activa, a contrapelo de la guerra intercastiza de la historia española: fue anticlerical pero amigo y admirador de sacerdotes (Jacinto Verdaguer entre otros), fue liberal y socialista pero amante de Pardo Bazán, carlista, y amigo de Menéndez Pelayo y Pereda, tradicionalistas católicos. Fue el más español y el más anti-español de nuestros escritores. También por eso es único. En enero de 1920, durante su entierro, la policía tuvo que intervenir para reprimir a cientos de admiradores plebeyos que protestaban por el secuestro oficial de la ceremonia por parte de instituciones y autoridades públicas que siempre lo habían maltratado. Sus luchas -la democracia, la república, la justicia social, la educación- siguen siendo las nuestras; su literatura, es la más pedagógica porque nunca fue panfletaria o ideológica; porque es literatura. No es una reliquia. Es nuestro contemporáneo y aliado.
“Galdós fue el más español y el más anti-español de nuestros escritores”Estableces una analogía entre el patriotismo y el feminismo y escribes que “la filiación nacional española no impone un paquete establecido o definitivo de emociones y reacciones, igual que el sexo masculino no impone a los hombres la violación como única forma posible de relacionarse con las mujeres”.
Uno de los problemas de la “filiación nacional española” es que ha sido históricamente monopolizada por un proyecto católico-imperial que ha impuesto una ortodoxia nacional, una “única forma de ser español”. El patriarcado histórico, en efecto, ha hecho lo mismo con la masculinidad: ha impuesto “una única forma” de ser hombre, asociada a la virilidad, la violencia, el honor, el dominio jerárquico. Y así como esa forma de ser hombre ha impedido otras formas de serlo y ha hecho, por eso, muy infelices -además de a las mujeres- a buena parte de los hombres, de la misma manera “la filiación nacional” ortodoxa que asociaba catolicismo intolerante, monarquía, tradición imperial, ha dejado fuera otros proyectos (en el siglo XIX, por ejemplo, el liberalismo de Flórez Estrada o el federalismo de Pi i Margall) y ha hecho desgraciados -o directamente matado- a miles de españoles que querían ser españoles de otra manera. No puede extrañar que, bajo esta presión de la ortodoxia nacional, muchos militantes y teóricos de la izquierda española acabaran cometiendo el error de asumir con orgullo displicente el estigma de anti-españoles que les había impuesto Franco para dar por perdida España y apoyar otros “nacionalismos” que les parecían más acogedores y progresistas (desde Cuba a los independentismos vasco y catalán).
“Hay que dejar que la institución monárquica cave su propia tumba”“Los que creen imposible resignificar la bandera constitucional se olvidan a veces de preguntarse qué significa ese símbolo más allá de los votantes de Vox, que la blanden como un cuchillo, y más allá de la izquierda radical, que la ve empapada en sangre; qué significa en esa mesopotamia pobladísima donde habitan millones de españoles que no piensan en la historia de España cuando miran o usan la bandera”. ¿Qué significa la rojigualda para todos esos españoles?
No estoy muy seguro de que lo sepamos. La izquierda más radical, la que tiene un programa más idealmente transformador, sigue aferrada a la bandera tricolor, que nadie quiere disputarles, y asociando la rojigualda a la extrema derecha, que acepta de muy buena gana el regalo. Pero lo cierto es que para una buena parte de la población -que ha vivido las últimas décadas ajena a las guerras intercastizas e intergermánicas- no existe más bandera que la rojigualda, porque no han tenido otra. Imagino que para mucha gente la rojigualda no es ni ofensiva ni reivindicativa. Significa poco o nada, salvo para celebrar los triunfos de la selección de fútbol. Por desgracia “la guerra de las banderas” ha acabado por desactivar cualquier uso no partidista o no beligerante de las banderas de nuestro país plurinacional. Me acuerdo que algunas personas me escribieron después de una intervención radiofónica para contarme que, durante el confinamiento de marzo, se habían puesto de acuerdo para sacar la rojigualda al balcón, asociándola a la defensa de la sanidad pública, y que al final habían tenido que renunciar: todo el mundo a su alrededor hacía una intervención ideológica. Así que puede decirse que la España plurinacional es el país que tiene más banderas del mundo y el único que no tiene banderas ¿Por qué? Porque una bandera no es el símbolo que representa la unidad de una comunidad sino sus conflictos y divisiones en un espacio compartido; en España no hay una bandera capaz de representar todas las divisiones y conflictos alojados en su seno. Y eso se debe en buena parte a que lo que llamamos España jamás se ha atrevido a abordar en serio esas divisiones y conflictos. Los ha negado en nombre de la unidad.
En el libro incluyes un par de anécdotas personales. Una tiene que ver con el fútbol. Después de presenciar en un bar junto a tu hijo “la humillante derrota” del Barça ante el Bayern por 8 a 2, un vecino madridista presente en el bar gritó “¡Viva el Bayern! ¡Viva España!”. En ese momento te preguntaste “si en España la pertenencia nacional es tan frágil y, por eso mismo, tan enfática, que se ideologiza hasta el punto de considerar más enemigo de la ‘patria’ al Barça que a un equipo extranjero”.
Esos vítores a Alemania en nombre del nacionalismo español y contra el Barça me dejaron perplejo y preocupado. Encuentro dos explicaciones. Una más esperanzadora: la de que las filiaciones futbolísticas discurren en paralelo a las filiaciones nacionales y a veces son más fuertes que ellas. Pero me temo que no es esto o no solo. Me temo que esas filiaciones se cabalgan de tal modo que el nacionalismo español expresa a través del Real Madrid (y su coyuntural aliado “objetivo”, el Bayern de Munich) su odio furibundo hacia los catalanes, esos anti-españoles despreciables a los que, al mismo tiempo, no permite independizarse. Y me temo también que, al revés, a través del Barça (y eventuales aliados “objetivos”), el nacionalismo catalán más esencialista expresa su odio anti-español más étnico y excluyente.
La otra anécdota sucede en el verano de 2014, cuando acabáis de fundar un círculo de Podemos en un pequeño pueblo de Ávila. Tiene como protagonista a una vecina joven y nos dice algunas cosas interesantes sobre la distancia simbólica que existe actualmente entre las emociones de la izquierda y las identificaciones del país.
Sí, nos dice que el 15-M, movimiento que nutrió las filas del primer Podemos, no se reconocía en las señas de identidad, ni discursivas ni organizativas ni simbólicas, de la izquierda tradicional; que muchos de esos jóvenes que pedían el cumplimiento del contrato democrático que habían firmado sus padres no estaban pensando, mientras reclamaban trabajo, justicia social y democracia, en los pecados originales de la Transición ni en la guerra civil ni en la dictadura de Franco. No querían recordar o rememorizar las injusticias y derrotas del pasado sino exigir una salida presente a la crisis y una salida, además, que no sacrificase los servicios públicos ni las libertades civiles y políticas. Esa chica que cito representaba a mucha gente que se acercó al primer Podemos después de haber rechazado desde el 15-M, a la izquierda tradicional como parte del régimen del 78. El fracaso de Podemos y la derechización del PP -cuya expresión política es Vox- han dejado fuera esa posibilidad de lo que yo llamo “una reforma desde abajo” y han restablecido la pulsión intercastiza que late en las categorías izquierda/derecha, cuyo restablecimiento, paradójicamente, es una muy mala noticia para las políticas de izquierda.
En el libro también afirmas que “con calma, sin prisas, sin alharacas retóricas y quizás sin bandera republicana, debemos asegurar el fin de la monarquía como condición de una verdadera transición democrática”. En un contexto aparentemente favorable, ¿por qué nos está costando tanto construir colectivamente un nuevo republicanismo en España?
Tenemos tres datos convergentes. El primero es que el rey Juan Carlos (no Franco) dejó todo atado y bien atado durante la Transición, de manera que no hay ninguna vía constitucional factible a la República; y menos con un PSOE convencidamente monárquico. El segundo es que, pese al desprestigio de la Corona, no hay tampoco una vía popular a la República; no hay, por mucho que nos pese, una mayoría social republicana. El tercero es que, en cualquier caso, la institución monárquica está muy deteriorada, tocada en la línea de flotación. ¿Qué hacer en esta situación? No precipitar las cosas ni facilitar a través de reivindicaciones republicanas grandilocuentes una rememorización intercastiza e intergermánica de los conflictos más propiamente “españoles”. Creo que el PP y Vox podrían ser menos monárquicos que el PSOE, pero su estrategia pasa por “radicalizar al enemigo”, por presentar al “enemigo” como una patulea de “comunistas regicidas”.
Un sector de la derecha quiere reproducir las condiciones “mentales” e ideológicas de la Segunda República, porque sabe por experiencia que ahí tiene todas las de ganar. No, no podemos querer las mismas condiciones políticas y sociales en las que se llegó a la Segunda República, porque entonces la historia se repetiría y tendríamos una tercera Restauración, acompañada, como siempre, de mucha violencia y dolor. Hay que asegurarse de que no habrá una tercera Restauración y para eso hay que tener paciencia, dejar que la institución monárquica cave su propia tumba y trabajar para que la mayoría social vea en la república una solución natural, serena y democrática, no una revancha histórica o un regüeldo del pasado.
Perteneces a una generación que, según tú, nació “demasiado tarde para luchar contra el franquismo y demasiado pronto para el pasotismo”. También caracterizas la cultura hegemónica actual como un “hedonismo de masas” u “ocio proletarizado”. ¿Sigue habiendo espacio para la lucha y la resistencia dentro del neoliberalismo?
Dentro del neoliberalismo nada. Dentro de la historia poco. Dentro de la sociedad y dentro de los cuerpos sí. Hay que deshistorizar el capitalismo y socializar la historia; y reintroducir “en primera instancia” los cuerpos como trincheras, laboratorios y lanzaderas. Hay que convertir los espacios de conservación en espacios de construcción. No soy muy optimista, porque el cuerpo está desapareciendo como matriz de vínculos y eje de la experiencia antropológica, pero mientras dependamos de ellos para sobrevivir, tanto el pensamiento como la acción serán irrenunciables e imprevisibles.
Fuente → nortes.me
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