Presentación
Luis Castro
Su último libro: «Yo daré las consignas». La prensa y la propaganda en el primer franquismo
La Segunda República tuvo muchos rostros, tantos como los de los muchos hombres y mujeres que la recibieron con alegría y esperanza, pero el de Manuel Azaña fue el más simbólico. De ahí que el recuerdo de una y otro –la República y su estadista– vayan unidos para la memoria democrática. Pero aunque el Congreso español vio en ese régimen el principal antecedente del sistema democrático actual, la figura de Azaña –como las de Juan Negrín, Largo Caballero y tantos otros– aún carece de un reconocimiento acorde con esa apreciación.
En el plano historiográfico, las obras Juan Marichal, Ángeles Egido y Santos Juliá hace tiempo que perfilaron los rasgos básicos de la vida y obra de Azaña, pero queda pendiente en buena medida ese rescate memorial. En esta situación, a los 80 años de su fallecimiento en el exilio, la Secretaría de Estado de memoria democrática ha organizado una amplia conmemoración, cuyo programa se puede consultar:http://www.bne.es/export/sites/BNWEB1/webdocs/Actividades/exposiciones/2020/Programa_Conmemorativo-MANUEL_AZAxA.pdf
La ocasión nos da la oportunidad de participar con esta modesta aportación de “Tres visiones sobre Azaña”.
La primera consiste en un breve manuscrito con apuntes biográficos de Azaña. El documento se halla en el archivo personal del profesor Ricardo Robledo, sin que podamos precisar su autoría ni contexto, aunque podría datarse en los años de la Guerra civil o algo después. Si lo recogemos es porque ofrece buena muestra de la literatura soez que los propagandistas e historiadores franquistas vertieron sobre la persona de Azaña. Traerlo a colación no es baladí, dado que esa imagen denigrante sobre alguien a quien Madariaga señaló como “el español de más talla que reveló la breve etapa republicana, (…) sencillamente por su superioridad intelectual moral”, sigue en el inconsciente colectivo con la suficiente fuerza como para impedir ese cabal reconocimiento. Recordemos algunas perlas de ese persistente catálogo de infamias. Para el general Mola, Azaña era “un monstruo, un caso, quizá el más interesante, de degeneración mental ocurrido desde el hombre primitivo hasta nuestros días“, y González Ruano lo describe como “oscuro funcionario enloquecido de soberbia y amoratado de rencor”. Pero el río de falsedades y juicios necios llega hasta hoy. Stanley Payne ha señalado a Azaña como el principal responsable de la Guerra civil y, tan suelto de pluma como falto de honradez intelectual, Andrés Trapiello le prodiga desprecios tales como “político a medias, faltándole la principal mitad”; “sembrador de vientos” y “paralizado por el miedo físico”, y le manda al basurero de la historia denunciando “el fracaso absoluto que constituye su vida: como escritor y como político” («Las armas y las letras»). Como se ve, al igual que hicieron antes los Arrarás, La Cierva, Moa y demás turiferarios del fascismo español, se liga la figura de Azaña con la de la propia República, cuyo supuesto fracaso causaría la Guerra civil, ignorando la legitimidad del régimen republicano, la sublevación militar, la intervención nazi-fascista y tantas otras cosas.
Si más no, actividades conmemorativas como la que comentamos pueden contribuir a contrarrestar estas infamias y a sacar poco a poco del silencio y del olvido a cuantos lucharon y sufrieron persecución por defender los mejores valores republicanos.
El escrito del colectivo Treva i Pau evoca la figura de Azaña desde el punto de vista de sus de virtudes cívicas y, muy en especial, de su reivindicación a ultranza de la convivencia pacífica entre ciudadanos, clases sociales y grupos políticos. Junto a eso, la búsqueda de consensos políticos amplios que permitieran afrontar todos los graves problemas de la sociedad española: la democratización del sistema político, las reformas sociales –principalmente en el campo, hasta entonces abandonado–, el encaje de los nacionalismos periféricos dentro de la Constitución, la separación Iglesia–Estado, la modernización del Ejército y su sometimiento al poder civil, la alfabetización y la apertura cultural del país. Todos eran problemas de raigambre secular que la República, con Azaña a la cabeza, afrontó, diagnosticó y trató de resolver en medio de una grave crisis económica y de un contexto político cada vez más tenso y polarizado, tanto dentro como fuera de España. Como líder político, ministro, jefe de gobierno o de Estado, Azaña asumió además la tarea de urdir los acuerdos suficientes para llevar adelante ese ambicioso programa político. Y, contra los que señalan la supuesta política excluyente de la II República, la gestión política de Azaña muestra, si más no, la permanente preocupación por integrar a los grupos sociales más amplios en torno a ese programa de reforma y democratización, sin más límite que aquellos que se oponían al mismo defendiendo intereses oligárquicos.
Azaña era plenamente consciente de que la aplicación de las reformas, al erosionar esos intereses, inevitablemente iba a generar conflictos, así como descontentos a un lado y otro del espectro político. Para algunos (anarquistas, trotskistas) él era solo el mascarón de proa de una “república burguesa” que daba la espalda a la revolución obrera; para otros, (monárquicos, cedistas, fascistas) una especie de Kerensky que, por acción u omisión, estaba dando paso al comunismo y a la ruptura de España. Pero Azaña tuvo fe en una España democrática, moderna y tolerante y no debió de sospechar en ningún momento que las discrepancias, agitaciones y enfrentamientos pudieran llegar a donde llegaron.
Azaña hizo frente a la sublevación militar desde su talante humano y su compromiso como hombre de Estado. Eso fue lo que le llevó a intentar, a través de Martínez Barrio, un acuerdo con los golpistas para frenar el pronunciamiento y, más adelante, rotas ya las hostilidades, a busca alguna solución negociada que pusiera fin al derramamiento de sangre y a la destrucción de la Patria.
“¿Qué lecciones –se pregunta el colectivo Treva i Pau– podemos sacar de la figura, el pensamiento y la amarga experiencia de Azaña para la hora presente?”. Dejan la respuesta en el aire, pero queda diáfano que el talante abierto y la mentalidad de Estado de Azaña hoy serían de gran utilidad para enfocar algunos problemas; el conflicto catalán, sin ir más lejos, para el que mostró una comprensión, empatía y un sentido de Estado que hoy brillan por su ausencia. Así, recordemos que, durante el debate sobre el proyecto de estatuto catalán de 1932, cuando el diputado ultra Royo Villanova se oponía a la enseñanza bilingüe invocando el “espíritu español” (lo que recuerda la pretensión del ministro Wert de “españolizar” la enseñanza catalana), Azaña, entonces presidente del gobierno, le responde sobre la marcha: “uno de los mayores errores que se pueden cometer en nuestro país es contraponer a las cosas y sentimientos de Cataluña el espíritu español”. En ese momento supera también moral y políticamente a Ortega y Gasset, quien sostenía que la cuestión catalana era “insoluble”. La constitución –dijo Azaña– daba satisfacción mayoritaria al pueblo catalán mediante el estatuto de autonomía, un régimen que podía generalizarse a otros territorios de España si así lo querían los ciudadanos. Anteriormente, en algún momento había incluso aceptado la posibilidad de una separación de Cataluña y una “unión de iguales con el mismo rango”, si bien luego, ya durante la Guerra civil, se volvió cada vez más crítico hacia las instituciones catalanas, en las que veía cierta “infidelidad” respecto del Gobierno republicano en el esfuerzo bélico común.
La tercera entrega consiste en el artículo de José Andrés Rojo “Azaña, forjador de la España de hoy” (El País, 17 de diciembre de 2020). En él se da cuenta del contenido de la exposición organizada por la Secretaría de Estado en la Biblioteca Nacional, que fue inaugurada por Felipe VI y varios miembros del gobierno el pasado 17 de diciembre. De paso, Rojo hace un bosquejo de la proyección de Azaña como intelectual y estadista, que alcanza sin duda a nuestra sociedad. Esta no debería tener problema alguno en asumir consciente y explícitamente el legado de la II República, pues ninguno de los valores del sistema democrático actual es incoherente con los de aquél régimen, que, en algunos aspectos (puridad del principio electivo, laicismo, sistema legislativo) puede decirse que supera al nuestro.
Por otro lado, si –como dice una ley de 2006– la II República “constituyó el antecedente más inmediato y la más importante experiencia democrática que podemos contemplar al mirar nuestro pasado”, cabe preguntarse si, a estas alturas, la hemos tomado como referente memorial con el vigor necesario. Aún hoy quedan pendientes de eliminar residuos de simbología franquista, pero no hay una presencia suficiente de elementos memoriales que evidencien esa vinculación de la democracia actual con la de los años treinta. La declaración parlamentaria de 2002 condenaba al franquismo, pero sin nombrarlo, y la llamada ley de memoria histórica de 2007 ni siquiera mencionaba a la II República (algo que va a corregir, se espera, la ley en proyecto). Y mientras exista ese déficit, así como todos los demás relativos a la memoria histórica , no podremos decir que el nuestro es un sistema democrático pleno y maduro. Cuando se hayan recobrado plenamente esos valores, lo mismo que vamos rescatando los cuerpos de las víctimas del franquismo, quizá se pueda plantear la repatriación de los restos de Manuel Azaña, como los de Juan Negrín y de cuantos exiliados sean solicitados por sus familiares, con el respeto y la cordialidad que merecen.
ACTIVIDADES CON ACCESO ON LINE
Jueves, 21 de enero de 2021 a las 19:00 h. Mesa redonda Azaña: intelectual y estadista. Participan en el acto Ángeles Egido León, Jesús Cañete, Marifé Santiago y José Antonio Gómez Municio.
Jueves, 25 de febrero de 2021 a las 19:00 h. Azaña, una travesía digital por la Biblioteca Nacional de España. Conferencia a cargo de Jesús Cañete.
Miércoles, 24 de marzo de 2021 a las 19:00 h. La España de los años treinta en el cine. Proyección y coloquio sobre películas de época. Actividad organizada con motivo de la exposición Azaña: intelectual y estadista, a los 80 años de su fallecimiento en el exilio. Participan en el acto: Ángeles Egido, Jesús Cañete, Marifé Santiago y José Antonio Gómez Municio.
1. Apuntes biográficos sobre Azaña
Hijo de padres labradores acomodados (Alcalá de Henares), dilapidó su fortuna. Estudió con los Agustinos en El Escorial. Por los años de 1920 (en) el Ateneo de Madrid (era) un personaje solitario, algo extravagante y ambiguo. Hablaba poco y, cuando lo hacía en la famosa charla-tertulia de maldicientes analfabetos, era con tono agrio y desabrido. Llamaba la atención por su suciedad, llevaba la barba descuidada, la chaqueta llena de caspa y la camisa mugrienta. No tenía amigos más que a Cipriano Rivas Cherif, casado con una hermana de este. Daba sablazos de 2 duros que no sabía devolver. Al periodista (?) le debe 2 duros.
Fue expulsado de la Academia en Segovia, juzgándole como indeseable. Fue durante su juventud el tipo característico (del) camorrista, el señorito vago e inútil que malgasta sus rentas. Nunca hizo nada ni sirvió para nada. Escribió unos librotes que merecieron el justo desdén del público, Su antiguo Gefe (sic) político, Melquiades Álvarez, que ahora ha permitido fuese asesinado, compadecido de su miseria, lo empleó en el Ministerio de Justicia y hasta hizo que el Partido reformado (sic) le presentara a diputado por la provincia de Toledo, donde fue estrepitosamente derrotado, fracaso que le entenebreció aún más el alma, así como el desaire que le hará la redacción del Sol (sic) al no admitir su colaboración literaria (…) por entender que como escritor era un formidable pelmazo. Llegó a los 50 años de una vida gris, vulgar y adocenada de un modesto oficial.
Azaña, triturador del ejército, Azaña, principal inductor del asesinato de Calvo Sotelo, en colaboración con Indalecio Prieto, Casares Quiroga, Galarza y Alonso Mallol.
Azaña, forjador de la España de hoy
La Biblioteca Nacional reconstruye la compleja vida del escritor y político republicano
José Andrés Rojo
La enorme figura de Manuel Azaña ha quedado reducida a unos cuantos tópicos y fue secuestrada durante años por la dictadura franquista. La exposición que el jueves 17 de diciembre inaugura Felipe VI en la Biblioteca Nacional procura rescatar la imponente y compleja personalidad de un hombre que resume los afanes de esa España que quiso abrirse durante la primera mitad del siglo XX al mundo y convertirse en un país moderno. Fotografías, papeles, libros, revistas, algunas filmaciones, objetos: cada rincón de la muestra está lleno de resonancias y permite descubrir las múltiples aristas de una época cargada de acontecimientos, de conquistas y de fracasos, de explosiones de júbilo y de heridas que todavía están por cerrar. Azaña está ahí cuando la Restauración da sus últimos coletazos, asiste apesadumbrado a la llegada de la dictadura de Primo de Rivera, es ya un político que empuja para que llegue la República —de la que es su figura esencial: ministro, jefe de Gobierno, presidente—, le estalla la Guerra Civil, sale al exilio, muere tras escapar de los nazis en Montauban. Ocurrió hace ochenta años, el 3 de noviembre de 1940.
Oscuro funcionario, escritor sin lectores, político al que pintaban con colmillos por la dureza con la que argumentaba contra sus adversarios, la más perfecta encarnación del demonio: los estereotipos más variados han ido devorando a Azaña de la mano de sus enemigos y, al final, ha quedado reducido a una nota al margen de la historia cuando en realidad es la figura central que encarna los desafíos de un país que peleaba por salir de su retraso secular. “Intelectual y estadista” son las notas que han elegido los artífices de la exposición —Ángeles Egido León, comisaria, y Jesús Cañete Ochoa, comisario adjunto— para caracterizar la andadura del responsable de poner en marcha las reformas más audaces en las que se embarcó en los años treinta del siglo pasado la recién llegada República. “Fue un intelectual comprometido que fue arrastrado a la política por ese mismo compromiso”, comenta Cañete. “No es fácil resumir una personalidad tan rica y compleja, pero acaso sirva decir que quiso traer la civilización a esa España que era todavía un páramo en aquellos tiempos”.
Manuel Azaña nació en Alcalá de Henares en 1880, la exposición muestra algunos utensilios vinculados al cargo de alcalde de esa ciudad que ejerció su padre, así que el interés por lo público le vino de la infancia. Félix Díaz Gallo, su tío materno, un hombre que escribía el latín y leía el griego y que hablaba un montón de idiomas, le contagió su interés por los libros y lo abrió al mundo. Se formó con los agustinos en El Escorial, donde perdió la fe católica en la que lo había educado su familia, y terminó estudiando Derecho. Sus años de juventud fueron años de lectura, empezó a escribir, se llenó de las inquietudes de una sociedad en la que convivían literatos, artistas y pensadores de una importancia capital —los del 98, la generación del 14, en la que fue encuadrado, la del 27—, así que formó parte de esa atmósfera que dio lugar a la Edad de Plata de la cultura española. Estuvo becado en París, recorrió como corresponsal algunos escenarios de la I Guerra Mundial. En Madrid se comportó como un torbellino dándole un enérgico impulso al Ateneo. Desde muy pronto colaboró en las publicaciones de su pueblo, luego tuvo un papel esencial en revistas como La Pluma. Los nombres que aparecen en la portada de uno de los ejemplares que se exhiben en la exposición marea: están muchos de los más grandes.
Esa España vibrante, aún en sus limitaciones, y prácticamente desconocida por las nuevas generaciones es la que, a través de 200 piezas, levanta esta exposición que han organizado Acción Cultural Española (AC/E), la Secretaría de Estado de Memoria Democrática y la propia Biblioteca Nacional. “No queremos ni podemos perder la esperanza en el porvenir”, dijo en una conferencia —El problema español— en 1911. “De ahí nuestro propósito […] de persuadir a nuestros conciudadanos de que hay una patria que redimir y rehacer por la cultura, por la justicia y por la libertad”. Ese fue su proyecto y a él se aplicó con una entrega inaudita. Lo interrumpió la dictadura, se recuperó con la llegada de la democracia. No compartía el lamento de la generación del 98 por la suerte de España, ni ningún maximalismo, sabía que tocaba picar piedra, y la picó. Eso significaba entrar de lleno en la política. Se acercó al Partido Reformista de Melquíades Álvarez, se presentó a las elecciones, más adelante fundó Acción Republicana en 1926 y después Izquierda Republicana, en 1934. No paraba.
En 1926 ganó el Premio Nacional de Literatura con una obra sobre Juan Valera. Se casó en 1929 con María Dolores de Rivas Cherif, a la que sacaba 24 años. Se hizo íntimo de su hermano, Cipriano. Paso a paso, la exposición revela la riqueza de su vida y sus hitos más grandiosos y los más amargos: República, guerra, exilio. La terrible derrota de un enorme programa de modernización que se fue a pique con el golpe de los militares franquistas. Para entender lo que Azaña significó en su tiempo, ahí están en una vitrina los tiques para acceder a dos de sus mítines. Pagabas y entrabas, las fotografías muestran las multitudes que acudían a escucharlo: como en un concierto de rock de los de ahora. Pero no sonaban las guitarras eléctricas. Solo la palabra. “En su identificación de palabra y acción radicaba su fuerza pero también su debilidad, pues la palabra que ilumina como un fogonazo una intrincada situación nunca modifica por sí sola la situación misma”, escribió Santos Juliá en su biografía de Azaña. Esta exposición ilustra ese matiz trágico que marcó la vida Azaña y que marcó, también, la historia de España.
Fuente: El País 17 de diciembre de 2020
Azaña, aquí y ahora
Colectivo Treva i Pau *
El pasado 8 de octubre se cumplieron los ochenta años de la muerte de Manuel Azaña Díaz-Gallo Muguruza Catarineu, quien tenía, por sus abuelas, raíces vascas y catalanas. Concepción Catarineu Pujals, nacida ya en Alcalá de Henares, descendía de una familia originaria de Arenys de Mar. Huérfano desde muy joven, Azaña vivió parte de su infancia en el viejo caserón familiar alcalaíno bajo la tutela de la abuela Catarineu.
Fue uno de los mejores prosistas españoles del siglo, dotado de una gran sensibilidad artística: “Gredos, el valle del Manzanares, el pinar de Balsaín… apropiándome por la emoción de tales lugares he sido más rico que todos los potentados del mundo”. En ocasiones parecía un esteta extraviado en el mundo de la política: “La Morcuera (el paisaje del Guadarrama) me interesa más que la mayoría parlamentaria y los árboles del jardín más que mi partido”. Se definía como “liberal, intelectual y burgués”. Su hábitat natural habría sido la Francia de la III República o el parlamentarismo británico, más que el pasional ruedo ibérico en el que le tocó lidiar, esa “República sin republicanos”, con una clase media endeble y dividida, acosada por unas izquierdas proclives a la revolución y unas derechas con tendencias fascistas, unas y otras dispuestas a recurrir a la violencia. Azaña necesitaba a los militares para frenar a los obreros y a estos para parar a los militares, y tuvo que ver, impotente, cómo ambos se enzarzaban “desde 1934 en una carrera ciega hacia la catástrofe”. Su fracaso y el de la República que personificaba fueron los de una España que no supo encontrar un marco de convivencia.
Entre los desastres de la guerra, a medida que la desventurada República reculaba hacia la derrota, que Azaña presagió desde el primer momento, su concepto de España y de los españoles se iba haciendo cada vez más sombrío. En La velada en Benicarló , escrita en 1937, decía: “La intolerancia española desciende de los inquisidores; unificar creencias mediante el exterminio o la expulsión del que no piensa igual… La guerra presente es una peripecia grandiosa de la historia de nuestro siglo XIX; no será la última… El drama subsistirá si el carácter español conserva su trágica capacidad de violencia apasionada, su plenitud de furia fratricida”. Para acabar con esta lapidaria caracterización de la naturaleza humana: “El hombre es una bestia más inteligente que el perro o el mono, pero una bestia”.
En el exilio francés, una vez acabada la contienda, escribió el libro Causas de la guerra de España en el que remachaba sus conclusiones: “El carácter español convirtió en tempestad de pasiones violentísimas lo que era un problema político… La guerra civil, dolencia crónica del cuerpo nacional español, no reconoce fronteras… Lo que el carácter español, su energía explosiva, pone de violencia peculiar en todos los negocios de la vida… Esta disposición trágica del alma española, inmolada en su propio fuego”.
Nuestro país es hoy, reconciliadas en la transición las “dos Españas”, muy distinto del que Azaña conoció: es incomparablemente más rico y educado, las clases medias predominan, estamos inmersos en una Europa en la que son tan impensables como en España las luchas fratricidas del pasado.
¿Qué lecciones podemos sacar de la figura, el pensamiento y la amarga experiencia de Azaña para la hora presente?
La convivencia democrática solo es posible con tolerancia, respeto de las opiniones ajenas y huyendo de todo tipo de extremismos. Para Azaña, “falta medida y sobra orgullo… La civilización consiste en domesticar los impulsos feroces”. El adversario político no puede convertirse nunca en enemigo mortal.
Azaña señaló que la crisis económica mundial, iniciada en 1929 con el derrumbe de la Bolsa de Wall Street, tuvo una grave repercusión en España: paralización de los negocios, hundimiento de la exportación a causa de los aranceles y contingentes generalizados, cierre de minas y empresas, paralización casi total de la industria de la construcción, etcétera. Concluyó Azaña: “Estas fueron, y no los complots monárquicos ni los motines anarquistas, las formidables dificultades que salieron al paso de la República naciente y comprometieron su éxito”. El profundo conflicto de clases, exacerbado por la crisis económica, fue, en efecto, la causa fundamental de la Guerra Civil. Habrá que luchar denodadamente, como se está haciendo ya a nivel nacional y europeo, para que los efectos económicos del coronavirus, sobrevenido cuando aún nos estábamos recuperando de la gran recesión iniciada en el 2008, no aumenten las desigualdades hasta un nivel capaz de alterar la estabilidad social.
Ante todo es esencial apuntalar las clases medias, sostén de la democracia. Ellas ya pagaron en gran medida la factura de la crisis económica anterior, y van a verse severamente castigadas por las consecuencias económicas de la pandemia. La polarización de la vida política no debería impedir la cooperación de las fuerzas políticas indispensable para superar la crisis sanitaria y su impacto económico y social.
Finalmente, sobre la opinión tan pesimista de Azaña sobre el carácter español, que cada cual haga examen de conciencia, mire a su alrededor y saque sus propias conclusiones sobre si ha perdido o no su relevancia.
*Grupo formado por Jordi Alberich, Eugeni Bregolat, Josep Maria Bricall, Eugeni Gay, Jaume Lanaspa, Juan-José, López Burniol, Carlos Losada, Margarita Mauri, Josep Lluís Oller, Alfredo Pastor y Xavier Pomés.
Fuente: La Vanguardia, 18 de diciembre de 2020
Portada: Manuel Azaña pronuncia un discurso en el Campo de Comillas (Madrid) en 1935, agencia EFE
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
Fuente → conversacionsobrehistoria.info
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