Noticia de libros
Edgar Straehle
Autor de «Claude Lefort. La inquietud de la política» (2017)
y de «Memoria de la revolución» (2020)
Introducción
Hay que evidenciar la conexión del sentimiento del nuevo comienzo con la tradición.
Walter Benjamin. Fragmento Ms 449.
Sería vano apartarse del pasado y no pensar más que en el futuro. Es una ilusión peligrosa incluso creer que hay en ello una posibilidad. La oposición entre pasado y futuro es absurda (…). El amor por el pasado nada tiene que ver con una orientación política reaccionaria. La revolución, como cualquier actividad humana, toma todo su vigor de una tradición.
Simone Weil. Echar raíces.
Que los residuos de una revolución fracasada se tiren a la basura, no quiere decir sin embargo que esta haya sido olvidada. Algo de nosotros queda ahí, algo que no podernos eliminar tan fácilmente. El acontecimiento resulta indisociable de opciones a las cuales ha dado lugar.
Michel de Certeau. La toma de la palabra.
La revolución no tiene tiempo que perder, la revolución sigue avanzando hacia sus grandes metas aún por encima de las tumbas abiertas, por encima de las “victorias” y de las “derrotas”. La primera tarea de los combatientes por el socialismo internacional es seguir con lucidez sus líneas de fuerza, sus caminos (…). La revolución, mañana ya “se elevará de nuevo con estruendo hacia lo alto” y proclamará, para terror vuestro, entre sonido de trompetas: ¡Fui, soy y seré!
Rosa Luxemburg. El orden reina en Berlín.
Pasado, presente y futuro
A veces se olvida que toda revolución tiene y cultiva una memoria. Más aún, que se suele integrar dentro de una tradición y se la invoca de diferentes maneras. Las revoluciones irrumpen, sacuden y transforman el presente, apuntan hacia el advenimiento de un nuevo futuro, pero también se vinculan y ligan de algún modo con un pasado que en no pocas ocasiones pasa a ser redefinido o cuya relación es repensada tanto a nivel teórico como práctico. Las revoluciones, en suma, se dan asimismo en, desde y con el pasado.
Por un lado, las revoluciones se cimientan sobre la memoria de las injusticias pasadas y no tan pasadas, sobre el recuerdo de los agravios y los crímenes padecidos, sobre la revancha y el castigo de las opresiones anteriores. La lucha en favor de la justicia y por un mundo mejor se nutre sin cesar del triste y ominoso recuerdo de su rostro contrario. De una memoria negada por la hegemónica. En opinión de Walter Benjamin, por eso, se podría hablar de una suerte de acuerdo tácito entre las generaciones de los oprimidos, uno que reservaría a la del presente el papel de redimir a las anteriores. Además, las revoluciones se apoyan asimismo en la tradición y en la memoria de la insurgencia, en las luchas previas que ha habido para desafiar esa situación de injusticia y con las cuales tejen lazos de continuidad, filiación o afinidad. Luchar en el presente es, desde esta perspectiva, prolongar la tradición de las luchas pasadas.
Más aún, las revoluciones han apelado al pasado de otro modo, inspirándose en tradiciones anteriores, tradiciones que además no siempre tenían su origen en el mismo entorno geográfico que las reivindicaba. De ahí que la Revolución Rusa, pese a que también recordara como héroes nacionales anteriores a Stenka Razin o Pugachov o sublevaciones como la decembrista de 1825, quisiera dejarse iluminar por el fulgor que irradiaba de la Comuna de París e incluso, si bien con menos fuerza, de la Revolución Francesa. Esta misma, y asimismo la Americana, también reivindicaron a su manera, y pese a los casi dos mil años de distancia, el actualizado recuerdo de la antigua Roma como una guía para el presente y para el porvenir. Por supuesto, la rememoración de la antigua Grecia, fuese el antecedente ateniense o el espartano, no dejó de estar presente en ellas. Y no se debe olvidar que en la Revolución Inglesa, como sucedió entre los Levellers, hallamos un gran número de referentes romanos. Las revoluciones, en conclusión, no han dejado de generar nuevas líneas de continuidad desde la discontinuidad, una compuesta por acontecimientos posiblemente remotos tanto en el tiempo como el espacio. De ahí que el pasado haya podido ser visto en no pocas ocasiones como una suerte de patrimonio tanto para el presente como para el futuro.[1]
A su vez, las experiencias del pasado han servido como campos de pruebas o espacios de aprendizaje privilegiados a la hora de orientar la política y de pensar la revolución. La historia, como veremos, ha sido un fértil terreno de debate y de reflexión política. Trotsky lo explicó en sus Lecciones de octubre (1924) con estas palabras:
Sabemos con certeza que cualquier pueblo, cualquier clase y hasta cualquier partido aprende principalmente a través de su propia experiencia, pero esto no significa en modo alguno que la experiencia de los demás países, clases y partidos sea de poca monta. Sin el estudio de la gran Revolución Francesa, de la revolución de 1848 y de la Comuna de París, jamás hubiéramos llevado a cabo la Revolución de Octubre, aun mediando la experiencia de 1905. En efecto, acometimos 1905 apoyándonos en las enseñanzas de las revoluciones anteriores y continuando su línea histórica, y todo el período de reacción que le siguió se invirtió en el estudio de sus lecciones.[2]
Este es solo un ejemplo entre muchos de cómo la experiencia de la que se nutre el aprendizaje político puede ser directa o vicaria, una sostenida asimismo sobre hechos no vividos y conocidos indirectamente, sobre la base de testimonios orales o escritos. A decir verdad, la tradición revolucionaria no solo se alimenta del recuerdo de acontecimientos, movimientos o modelos políticos anteriores. Como se sabe, también se construye y reconstruye desde la obra teórica de diferentes autores, tales como Karl Marx, Mijaíl Bakunin, Piotr Kropotkin, Emma Goldman, Antonio Gramsci, Rosa Luxemburg, Frantz Fanon. Angela Davis o Simone de Beauvoir, por citar solo algunos ejemplos. Si nos remontamos más atrás en el tiempo, deberíamos nombrar a muchos otros: desde Rousseau, Montesquieu y Locke hasta la lejana figura de Licurgo, cuyo mitificado recuerdo estuvo muy presente en la Revolución Francesa.
Lo que se revela con todo ello es que a menudo el acto de pensar, también cuando no se explicita, no es un pensar en solitario y de forma inmediata una cuestión en concreto sino un pensar-con y un pensar-desde; un pensar con y desde unos interlocutores, referentes o experiencias cuya mediación puede resultar de inestimable provecho para estimular, enriquecer y afinar las propias reflexiones; que sirve para pensar determinados temas desde unas referencias reales y asimismo para protegerse del exceso de abstracción y de desconexión con el mundo del que adolecen determinados acercamientos teóricos.[3] Y esa referencia, por supuesto, puede ser tanto de carácter positivo como negativo, pues los contraejemplos son asimismo de una gran utilidad. De ahí, por ejemplo, que Friedrich Engels señalara que había compuesto su escrito Los bakuninistas en acción, el cual trataba sobre el levantamiento de 1873 en España, con la nada ambigua meta de retratar “un ejemplo insuperable de cómo no debe hacerse una revolución”.[4] No se trata de nada extraño. El ideal ciceroniano de la historia magistra vitae ha estado muy presente en la historia de las revoluciones. Y también en la historia de los pensadores que a su vez han influido en ellas.[5]
Para este contexto quisiera recuperar el sentido original de la palabra auctor, la cual estaba emparentada con el verbo augere, que significaba “hacer crecer”, “expandir”, “promover” o “mejorar”. Un auctor podía ser entendido como una figura de referencia en donde apoyarse para escuchar sus enseñanzas y comprender mejor una cuestión determinada. Lejos de ser necesariamente vista como una voz de autoridad con la connotación negativa que suele rodear hoy en día a esta palabra, el auctor puede ser reconsiderado como un intermediario cuya voz, debido al reconocimiento que se le brindaba, merecía ser escuchada, pero no forzosamente tenía que ser obedecida ni sumisamente acatada. Esta voz podría ser mejor descrita como una fuente de inspiración e interpelación.[6]
Eso explica que el ya mencionado Trotsky criticara el exceso de doctrinarismo y apuntara que era “menester no dirigir la política del proletariado según los esquemas escolásticos, sino siguiendo la corriente real de la lucha de clases”.[7] Desde un principio, uno de los grandes peligros de la tradición revolucionaria ha sido el de caer en lo que podemos llamar el tradicionalismo revolucionario. En opinión del revolucionario ruso, por eso, la política del presente debía estudiar las construcciones teóricas y los acontecimientos anteriores, pero sin olvidar la singularidad de un presente que no cesa de generar sus propios problemas y desafíos. Bajo esta perspectiva, y no importa ahora si Trotsky y sus seguidores fueron coherentes con este ideal, se provee de una dimensión prospectiva al pasado y convierte a este en un objeto histórico complejo. A menudo, procede apuntarlo, en uno en exceso politizado y donde las interpretaciones históricas de las diferentes revoluciones incurren en un interesado presentismo. En tales casos, el recuerdo deviene más un mito que un reflejo auténtico de lo que aconteció. Como veremos, esta cuestión atraviesa de lleno la tradición revolucionaria y continuamente nos devuelve a la disputa entre la historia y la memoria así como a la del uso y la del abuso del pasado.
Por otro lado, no se debe olvidar que muchos otros de los referentes invocados en la tradición revolucionaria no lo fueron sola o fundamentalmente en tanto que pensadores o teóricos. En muchas ocasiones, su reputación y su ascendencia se debieron más a una inspiradora ejemplaridad donde lo que se ponía en el centro era más bien su actitud y las respuestas que dieron en vida y materializaron en sus acciones personales. Lo discursivo y lo teórico persiste aquí de algún modo pero deviene más sutil, en especial si este ethos no se acompaña de unas reflexiones que lo respalden, y se alimenta un espíritu de admiración o emulación. Pensemos en personajes históricos tan diferentes entre sí como Louise Michel, Buenaventura Durruti, Mahatma Gandhi, Rosa Parks, Martin Luther King o el Che Guevara. De otros, como Lenin, Mao o incluso Simón Bolívar, se podría decir que han sido en algún momento referentes tanto por sus acciones como por sus escritos. Y, por qué no decirlo, no se deben olvidar figuras más propias de la religión, pero no por ello ajenas a la tradición revolucionaria, como el mismo Jesús. En la Revolución Francesa, incluso, se llegó apelar de forma genérica al ejemplo de “los romanos”.
La importancia práctica y/o revolucionaria de estos referentes conecta con el ethos de la ejemplaridad. Aun poco estudiado filosóficamente y apenas iniciado por pensadores como Javier Gomá, sobre todo en su libro Imitación y experiencia, no por ello ha dejado de irradiar este ethos una influencia efectiva en la vida cotidiana de las personas. En el siglo XVIII Edmund Burke todavía señaló que el ejemplo era el único argumento efectivo en la vida civil,[8] mientras que Lord Bolingbroke, en sus Letters on the Study and Use of History (1742), sostuvo que la historia es la filosofía enseñada desde el ejemplo.[9] La crítica a lo que se llamaría falacia naturalista, desarrollada en esa misma centuria por David Hume, condujo al progresivo desprecio de esta perspectiva ética en el campo de la filosofía, pero no por ello desapareció su importancia en la vida real e incluso, y no siempre de manera explícita, en la filosofía (recordemos casos como Max Scheler o José Ortega y Gasset). Una muestra reciente la suministra la obra Insumisos (2015) de Tzvetan Todorov, donde este pensador reúne a varios personajes históricos cuyo denominador común fue su resistencia a la coacción y a la violencia. En su libro sostiene la convicción, en sintonía con el sentido que le doy al auctor, de que “no podemos aplicar automáticamente una lección del pasado a las luchas presentes, pero la confrontación con el pasado fortalece la reflexión sobre el presente”.[10]
El problema radica en que, desdeñada como más propia del campo conservador, esta perspectiva ética ha sido con frecuencia desatendida en el pensamiento de izquierdas, y eso pese a que también ha estado plenamente presente entre los revolucionarios, en especial entre los anarquistas. Algunos como Piotr Kropotkin, Errico Malatesta, Carlo Caffiero o Ricardo Mella subrayaron explícitamente su importancia para el triunfo de la revolución. En opinión del anarquista español, “el ejemplo es más poderoso que la preceptiva. Siempre los hechos son más contundentes que las predicaciones, más eficaces que las palabras”.[11] Para los anarquistas italianos citados, además, se trataba de una forma de actuación más honesta, que a ojos de la gente no se quedaba en el terreno de las meras palabras. La revolución no solo se debía defender con discursos y parlamentos sino que debía ser integrada y encarnada en la vida de uno mismo. Por decirlo en los términos que emplea Michel Foucault en El coraje de la verdad a la hora de analizar a los cínicos, lo que se ponía en juego se aproximaría más a una tradicionalidad de la existencia que a una de la doctrina.
La cuestión de la ejemplaridad entroncaba con la idea inicial de la llamada “propaganda por los hechos”, luego desacreditada al ser asociada al terrorismo, por la que se defendía que las acciones tenían un mayor impacto en las personas que las meras ideas. Por tanto, con ello se declaraba no solo la inescindibilidad de la teoría y la praxis sino asimismo la prioridad de la segunda sobre la primera. En un sentido semejante, en su Carta a un francés sobre la situación actual, Bakunin ya había apuntado que
ahora debemos embarcarnos todos juntos en el océano revolucionario y desde aquí en adelante debemos propagar nuestros principios, no ya con palabras, sino con hechos, porque esa es la más popular, la más potente y la más irresistible de las propagandas. Callemos algunas veces nuestros principios cuando la política, es decir, nuestra impotencia momentánea ante una gran potencia contraria, lo exija; pero seamos siempre despiadadamente consecuentes en los hechos. La salvación de la revolución está en eso.[12]
A nivel práctico, de hecho, las mismas revoluciones también se presentaron de algún modo como modelos a seguir desde los que impulsar su contagio por otras ciudades, regiones e incluso países, razón por la que ha habido no pocos historiadores que han sostenido que no deben ser estudiadas en una clave nacional sino transnacional. Además, lo que también proporcionaban estos ejemplos frente a las formulaciones abstractas era lo que podríamos llamar una sensación o aura de realidad, la de que lo reivindicado es y ha sido posible, ha sido y sigue siendo admirable, por no hablar de los diversos y muy importantes vínculos afectivos que se generan con los correspondientes referentes concretos.
Al mismo tiempo, con ello se evidenciaba que la tradición revolucionaria no debe ser imaginada como un continuum que va transitando una por una a través de las diferentes etapas del pasado, sino sobre todo como un compuesto lleno de saltos y formado por una serie de memorables episodios distintos, posiblemente muy alejados entre sí tanto en el tiempo como en el espacio, cuya filiación es reivindicada y construida desde el presente. De hecho, según Walter Benjamin, y frente a la imagen clásica con la que se le identifica, el discontinuum sería precisamente el basamento de la genuina tradición.[13] Una buena muestra de ello, una en la que se anudan pasado, presente y futuro, fue la famosa sentencia de Saint Just de que “el mundo está vacío desde los romanos, pero su recuerdo todavía lo llena y profetiza su libertad”.[14]
Regresemos al principio. Decíamos que ha habido tanta fijación por el presente y futuro de la revolución que a menudo se han olvidado los diferentes rostros así como la importancia de este componente retrospectivo. A decir verdad, se trata de una reacción lógica. Habitualmente se ha relacionado la tradición con los movimientos nacionalistas, con los conservadores y también con los fascistas, como si fuera un patrimonio exclusivamente suyo. Sin ir más lejos, son plenamente conocidos los usos del pasado que se hicieron en la Alemania de Hitler o también en la Italia de Mussolini.
Por ello, la revolución ha preferido ser reivindicada (y condenada y vituperada por sus enemigos) por su carácter transformador o rupturista: por ser un acontecimiento que quiebra radicalmente con lo anterior, donde la atención prestada a la novedad y la discontinuidad ha ensombrecido los menos atractivos y menos llamativos momentos de continuidad. En cambio, cuando se habla en términos de «revolución conservadora», este costado se remarca con el fin de presentarla como una pseudorrevolución o contrarrevolución. La continuidad aparece entonces como un rasgo que hace palidecer el fenómeno revolucionario e incluso como un baldón o una mancha. Una revolución auténtica, se afirma o desliza sotto voce, se definiría por lo contrario. De ahí que se haya tendido a considerar que la tradición y lo tradicional fueran ajenos a ella y, de paso, que este fenómeno, la tradición revolucionaria, no fuera más que una contradictio in adjecto.
Este ensayo tiene la intención de paliar esta carencia y de reintroducir esta cuestión, una cuestión que, aunque poco tematizada a nivel explícito, no deja de estar vivamente presente tanto en las distintas revoluciones como en no pocos de los autores que la han pensado. Entre esos pensadores, cabe destacar ante todo las reflexiones aportadas por Walter Benjamin y Hannah Arendt, pero también las de Ernst Bloch, Françoise Collin, Henri Lefebvre o, más recientemente, Enzo Traverso. Ellos y ellas serán los principales interlocutores de esta obra, tanto a nivel explícito como también implícito, pues como sucede con esos autores, también en este texto se reflexionará desde la historia o, más en concreto, desde la memoria de esta.
Por otro lado, y con la salvedad de libros como Hacia la estación de Finlandia de Edmund Wilson, Rebelión y melancolía de Michael Löwy, Melancolía de izquierda de Enzo Traverso o parte de El historiador y el movimiento social de Georges Haupt, tampoco entre los historiadores hallamos numerosos y profundos estudios que estén dedicados a diseccionar la tradición revolucionaria. De ahí que esta obra, de un carácter más bien introductorio y panorámico, sea prácticamente una primera aproximación que se construye sobre retazos dispersos a lo largo del tiempo. Por el momento, además, todavía falta una monografía de referencia que aborde este tema desde una perspectiva general. A una escala más específica, ciertamente podemos hallar más ejemplos, como los estudios de Michèle Riot-Sarcey para el siglo XIX francés, de Patrick Hutton para los blanquistas, de Casey Harison para la herencia de la Comuna, de Dmitry Shlapentokh para la recepción de la Revolución Francesa en la Rusa e incluso de J. G. A. Pocock para la historia de la tradición republicana o de Toni Domènech para la tradición socialista desde la perspectiva de la fraternidad, pero a día de hoy sigue siendo un tema insuficientemente tratado.
En muchos de los análisis de las revoluciones, de hecho, el pasado se asoma ante todo bajo la forma de causas. Es decir, es invocado más bien desde aquello que ha generado y aparece, por tanto, como algo en cierto sentido muerto y no presente. Lo que se quiere destacar en este escrito es una dimensión distinta. No tanto lo que podríamos llamar un “pasado pasado” sino un “pasado presente”. Esto es, la pervivencia y presencia del pasado en el presente de las revoluciones; cómo la (disputada) memoria de ese pasado ha tenido una gran relevancia para los actores de la revolución; cómo la tradición aparece como una especie de prolongada causa viva, un vehículo de inspiración, movilización y legitimación, o también de debate y controversia. Para ello, lo que importa es cómo ese pasado fue recordado de forma diferente, en ocasiones por los mismos actores según variaba el contexto, y por ello cómo fue usado de manera alternativa en respuesta a los requerimientos de cada presente. De ahí que el objeto de este escrito sea un estudio introductorio de lo que podríamos denominar la pragmática de la tradición revolucionaria. Y para ello, además, conviene no olvidar que esta tradición no solo debe ser entendida, y quizá tampoco principalmente, desde una perspectiva discursiva o ideológica, pues se cultiva y pervive en una multitud de campos distintos (entre otros, composiciones musicales, relatos, imágenes, insignias, prendas de vestir, banderas, eslóganes, monumentos, lugares de la memoria o conmemoraciones) que aportan un imaginario o universo simbólico alternativo.
Ahora bien, no por ello se quiere incurrir en este libro en un error contrario al denunciado: algo así como sobredimensionar el elemento conservador ni inferir que toda revolución, en el fondo, es algo así como conservadora o continuista. Para empezar, porque continuidad y continuismo no son lo mismo. Para seguir, porque las rupturas también se dan en el campo de la tradición, la cual no es siempre tan estable y permanente como pretende hacer ver. En fin, porque la revolución es el acontecimiento anómalo por antonomasia, uno que en cada caso se manifiesta de una manera sensiblemente diferente. Por eso, aquí haremos hincapié en la singularidad de cada uno de los ejemplos que serán citados y en que no se debe perseguir vanamente la pretensión de establecer unos patrones comunes a todos ellos. Entre otras cosas, porque lo que se ha entendido por tradición o la relación de cada época con esta ha ido variando sin cesar.
La hipótesis planteada en estas páginas es que toda revolución está atravesada de múltiples maneras por una dimensión de pasado. Más aún, que de algún modo el presente revolucionario se manifiesta como un tiempo incompleto y en cierto sentido indigente, uno no del todo autosuficiente ni autosubsistente que requiere la presencia de otros momentos y referencias anteriores (y desde luego también ulteriores, aunque en estos la huella del pasado no desaparece). Si bien es indudable que la revolución suele desafiar a la tradición y presentarse como lo contrario o enemigo de lo tradicional, eso no implica que lo revolucionario se dé de una manera simultánea en todos los aspectos de la vida y de la sociedad. Quizá el problema consista en que no sea posible lograr una transformación tan vasta. O, por supuesto, en que en no pocos casos no se quiera.
Además, que la revolución se caracterice por su rupturismo no es incompatible con que pueda encuadrarse en una tradición alternativa, en ese fenómeno en buena medida paradójico que es la tradición revolucionaria.[15] Quizá por eso a menudo se ha preferido recurrir a otros términos, tales como «descendencia», «herencia» o «filiación». La cuestión reside en que con frecuencia, por no decir siempre, la repulsa o condena a la tradición enarbolada desde la revolución ha sido más contra una tradición específica, o algunos de sus rasgos, que contra la misma idea de tradición en sí, de modo que la hasta ese momento hegemónica pasa a ser reemplazada por otra diferente que legitima el nuevo orden. En estos casos se observa que en paralelo a las luchas por el poder se desarrollan otras en el campo de la memoria y la tradición. En otros casos, como veremos, la situación devino más compleja e interesante, pues la relación con la tradición pervivió a cambio de replantearse, transformarse o reinventarse en términos prácticos.
¿Qué ocurre con la tradición en el seno de las revoluciones o los movimientos revolucionarios? ¿Cómo se engarzan ambos sin que los segundos vean laminados su componente novedoso o disruptivo? ¿Y ciertamente se pueden combinar ambos de tal modo? ¿O más bien se produce un conflicto, a menudo no en el mejor sentido de la palabra, entre la revolución y la tradición, o tradiciones, en que se inscribe?
Eso son preguntas que recorreremos en este texto. Lo que quiero resaltar en primer lugar es que la tradición revolucionaria es desde un principio una cuestión problemática. En rigor, no tanto una contradicción como un oxímoron, una expresión paradójica en la que una palabra parece negar la otra. Ahora bien, que sea problemática no significa que sea menos real ni menos viva. Al revés, eso debería haber motivado una mayor atención que a su vez ayudaría a comprender el siempre extraño fenómeno revolucionario.
Por otro lado, que esta expresión sea problemática significa que los dos términos que la componen, la tradición y la revolución, se relacionan pero que no lo hacen de una manera sencilla, tampoco de una pacífica y armoniosa, sino una tensa, conflictiva y seguramente nunca resoluble del todo. Además, no se trata de un problema meramente teórico o filosófico sino uno de carácter práctico que a la hora de la verdad ha afectado al desarrollo mismo de las revoluciones. Recordemos para empezar la controvertida recuperación del Comité de Salud Pública, como una herencia envenenada de la Revolución Francesa del siglo anterior, en el transcurso de la Comuna de París. El pintor y activista revolucionario Gustave Courbet ya fue consciente de ello en su momento y advirtió que con esta decisión se retrocedía del año 1871 a 1793.[16] Por su parte, el historiador coetáneo Edgar Quinet ya había denunciado el Terror jacobino y lo consideraba un remanente del despotismo pasado contra el cual decía luchar. “Por medio del Terror, escribió en el siglo XIX, los hombres nuevos vuelven a ser súbitamente, sin saberlo, hombres antiguos”.[17] El caso es que esto no solo no evitó el fracaso de ambas revoluciones, también condujo a su desprestigio y desautorización a ojos de mucha gente; y con ello no solo se comprometió el presente sino también la memoria para un futuro mejor. No por casualidad, y pese a que la menos conocida represión británica contra el alzamiento irlandés de 1798 probablemente no fue mucho menos cruenta, la cuestión del Terror ha estado siempre en el centro del debate de cómo valorar y recibir el legado de la Revolución Francesa.
Ahora bien, además de que el presente revolucionario se apoya con frecuencia en el pasado para buscar una fuente de legitimidad o movilización, también, si bien ambos elementos van de la mano, este puede servir como un espacio de deslegitimación o desacreditación del enemigo. Del mismo modo que el poder vigente se apoya en una narración del pasado que autoriza sus medidas y lo legitima, desde el otro lado se promueve un relato alternativo de la historia que sirva para desprestigiarlo y justificar así su oposición y derrocamiento. Se cultiva de esta manera lo que llamamos una «tradición negativa», una narración que impugna y desautoriza el relato y la memoria de la tradición dominante, una que presenta esta como una ficción o engaño que oculta un reverso plagado de decepciones, crímenes e injusticias. Aquí no importa tanto la tradición que se defiende y en la que uno se adscribe como aquella que se desafía y cuestiona, una versión de la historia que además puede ser compartida por movimientos políticos muy diferentes y con los que sobre todo tiene en común el enemigo al cual se enfrentan. No se debe olvidar, y de ahí la importancia fáctica de esta tradición negativa, que con frecuencia el mayor elemento de cohesión y consenso ha venido dado desde fuera y no desde dentro.
De todo ello concluyo que el presente no es un tiempo completamente huérfano de pasado. También el revolucionario se apoya de múltiples maneras en el pasado con el fin de labrar un nuevo futuro, evidenciando así el entrelazamiento que de facto se anuda y reanuda sin cesar entre los tres tiempos. Y eso es posible porque las revoluciones también tienen y cultivan una memoria, una memoria que entronca con lo ya sucedido pero también con el porvenir. Otra cosa es qué pasado, o mejor qué pasados, aparecen en escena y desde dónde y cómo se los reivindica. O también qué rol ejerce la tradición a nivel práctico. El problema, por supuesto, es que este rol no siempre es positivo. Por un lado, los contenidos de la propia tradición revolucionaria, si se toman literalmente o desde una actitud pasadista, pueden entorpecer nuestra relación con los desafíos del presente: de ahí que una de las misiones de las revoluciones sea replantearse qué relación tener con la tradición y, no menos importante, con qué tradiciones quiere tener relación. Por el otro lado, no pocas revoluciones temen ser demasiado “revolucionarias” y acaban por asumir parte de la tradición contraria.
Sin ir más lejos, recordemos al respecto cómo los derechos de las mujeres han sido sistemáticamente postergados, desdeñados o ninguneados en la mayoría de las revoluciones pasadas y en cómo la cuestión del género ha sido a menudo entendida más en términos de continuidad que de discontinuidad respecto al régimen contra el cual se combatía. En la Revolución Francesa, por ejemplo, fueron precisamente los jacobinos, y no una facción moderada, quienes tomaron la determinación de clausurar los clubes de mujeres y expulsarlas de la política. El texto que pronunció el diputado jacobino Jean-Pierre-André Amar en la defensa de ese cierre resulta muy ilustrativo:
¿Deben reunirse las mujeres en asociaciones políticas? (…) ¿Pueden las mujeres dedicarse a funciones tan útiles como áridas? Por supuesto, no, porque se verían en la obligación de descuidar quehaceres más importantes a los que la Naturaleza las ha destinado. Las funciones privadas a las cuales están abocadas las mujeres, por propia naturaleza, hacen parte del orden general de la sociedad; ese orden social es consecuencia de la diferencia existente entre el hombre y la mujer. Cada sexo está llamado a desempeñar una función que le es propia; su acción queda circunscrita en ese círculo cuyos límites no puede franquear, pues la Naturaleza, que ha impuesto esas limitaciones al hombre, manda de manera soberana y no acepta ley alguna.[18]
De nuevo, la naturaleza fue invocada como una supuesta fuente de autoridad desde la que justificar una desigualdad social y así confinar a las mujeres en el terreno de lo privado y del hogar. Que esta contradicción no pasó inadvertida en su momento entre las mujeres se evidencia por el hecho de que ya entre las peticiones que se enviaron a la Asamblea de 1789 se encontraban algunas, refiriéndose a los hombres, como la siguiente:
Habéis destruido todos los prejuicios del pasado, pero permitís que permanezca el más antiguo y omnipresente, aquel que excluye de los oficios, posiciones y honores, y, sobre todo, del derecho de sentarse entre vosotros a la mitad de los habitantes del reino.[19]
¿Cuán revolucionaria podía ser una revolución que excluía a la mitad o más de la población? ¿Y puede una revolución ser reivindicada por aquellas personas, en el caso de la Revolución Francesa no solo las mujeres sino también los esclavos de las colonias, a quienes ha excluido o despreciado? ¿Cuál es la relación que establecemos, o podemos establecer, con el pasado y con la tradición? ¿Y se debe o puede extraer algún tipo de prescripción al respecto?
Notas
[1] Un buen ejemplo de esto es el del anarquista Piotr Kropotkin, quien en la obra que dedicó a estudiar la Revolución Francesa escribió: “Lo positivo y cierto es que, sea cual fuere la nación que entre hoy en la vía de las revoluciones, heredará lo que nuestros abuelos hicieron en Francia. La sangre que derramaron, la derramaron por la humanidad. Las penalidades que sufrieron, las dedicaron a la humanidad entera. Sus luchas, sus ideas, sus controversias constituyen el patrimonio de la humanidad. Todo esto ha producido sus frutos y producirá otros aún más bellos, abriendo a la humanidad amplios horizontes con las palabras “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, brillando como un faro hacia el cual nos dirigimos”. Kropotkin, Piotr, La Gran Revolución Francesa (1789-1793), Buenos Aires, Libros de Anarres, 2015, p. 412.
[2] Trotsky, Lecciones de Octubre, Barcelona, Ediciones Rojas, 1977, p. 4. Más tarde, en plena crisis de imagen de la herencia de Octubre en la Unión Soviética con motivo de las conocidas purgas de Stalin, Victor Serge escribió que “el estudio de la historia de la Revolución Rusa, animada con espíritu crítico y voluntad de despejar con valentía para el socialismo las enseñanzas, cualesquiera que estas puedan ser, será en el próximo cuarto de siglo una de las condiciones esenciales de la recuperación del movimiento obrero” ( “Les écrits et les faits”, La révolution proletarienne, 258, 10 de noviembre de 1937, p. 16). En esta misma línea, en ocasión del centenario de la Revolución de 1917, un historiador como Neil Faulkner ha reivindicado todavía el legado de ese acontecimiento y ha escrito al final de la monografía que le ha dedicado que “la Revolución Rusa de 1917 nos ofrece un gran número de lecciones para enfrentarnos al mundo actual, abrumado por la crisis y generador de situaciones de explotación, opresión y violencia. Los bolcheviques tienen mucho que enseñarnos” (La Revolución Rusa: una historia del pueblo, Barcelona, Pasado y Presente, 2017, p. 247).
[3] Además, es preciso recordar que la relación del presente con los acontecimientos o épocas del pasado también puede estar a su vez mediada, como sucedió con la lectura que los revolucionarios franceses hicieron de Esparta vía autores como Mably o la de los comunistas rusos de la Comuna de París vía Marx.
[4] Engels, Friedrich, Los bakuninistas en acción, Moscú, Editorial Progreso, 1966, p. 22.
[5] Al respecto, por ejemplo, se pueden recordar las famosas frases que Rousseau escribió en sus Confesiones: “Ocupado constantemente con Roma y Atenas, viviendo por así decir con sus grandes hombres, habiendo nacido yo mismo ciudadano de una república e hijo de un padre cuya pasión dominante era el amor a la patria, me entusiasmaba con este amor a ejemplo suyo; me creía un griego o un romano; me convertía en el personaje cuya vida estaba leyendo, y el relato de los gestos de firmeza y de intrepidez que me habían impresionado daba fuerza a mi voz y centelleo a mi palabra”. Rousseau, Jean-Jacques, Las confesiones, Volumen 1, Barcelona, Orbis, 1991, p. 31. A lo largo de su obra hallamos otros textos semejantes. Para una introducción a este tema, véase Jean-Jacques Rousseau et le mythe de l’antiquité de Denise Leduc-Fayette.
[6] Esta concepción del auctor la he desarrollado con mayor detalle en el artículo “La muerte del destinatario. Una reconsideración política del concepto de autor”, 14, 2018, Escritura e imagen, pp. 197-211.
[7] Trotsky, Lecciones de Octubre, Barcelona, Ediciones Rojas, 1977, p. 16.
[8] Citado por Gomá, Javier, Ejemplaridad pública, Madrid, Taurus, 2009, p. 341ss.
[9] Lord Bolingbroke, Letters on the Study and Use of History, Londres, T. Cadell, 1841, p. 191. Citado por Burke, Peter, «Exemplarity and Anti-exemplarity in early modern Europe», en Lianeri, Alexandra (ed.), The western Time of ancient History. Historiographical Encounters with the Greek and Roman Pasts, Cambridge, Cambridge University Press, 2011, p. 54.
[10] Todorov, Tzvetan, Insumisos, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016, p. 15.
[11] Mella, Ricardo, Ideario, Toulouse, CNT, 1975, pp. 179-180.
[12] Bakunin, Mijaíl, Obras Completas, volumen I, Madrid, Ediciones de la Piqueta, 1977, p. 121. Sobre la propaganda de los hechos el anarquista pacifista Gustav Landauer escribirá todavía en 1895: “Esto es la propaganda de los hechos tal y como yo la entiendo; todo lo otro es pasión, desesperación o una gran sinrazón. No se trata de matar seres humanos, sino, al contrario, del renacimiento del espíritu humano, de la regeneración del espíritu humano y de la energía productiva de las grandes comunidades”. Landauer, Gustav, “Der anarchismus in Deutschland”, Die Zukunft, 10, 5 de enero de 1895.
[13] Benjamin, Walter, La dialéctica en suspenso: fragmentos sobre historia, Santiago de Chile, LOM ediciones, 2009, p. 71.
[14] Saint Just, Discursos. Dialéctica de la Ilustración, Barcelona, Taber, 1970, p. 236.
[15] Véase por ejemplo lo que escribe Kropotkin en la obra que compuso para explicar la Revolución Francesa, y también para explorar la genealogía del anarquismo: “Ya hemos visto cómo la Idea comunista durante toda la Gran Revolución trabajó para salir a la luz, y también cómo, después de la caída de los girondinos, se hicieron muchos ensayos, algunos de ellos grandiosos, en esa dirección. El fourierismo desciende en línea recta de L’Ange, por una parte, y por otra de Chalier; Babeuf es hijo directo de las ideas que apasionaron a las masas populares en 1793. Babeuf, Buonarroti y Sylvain Maréchal no hicieron más que sintetizarlas algo o solamente exponerlas en forma literaria. Pero las sociedades secretas de Babeuf y de Buonarroti son el origen de las sociedades secretas de los “comunistas materialistas”, en las que Blanqui y Barbès conspiraron bajo la monarquía burguesa de Luis Felipe. Después surgió La Internacional por filiación directa”. Kropotkin, Piotr, La Gran Revolución Francesa (1789-1793), Buenos Aires, Libros de Anarres, 2015, p. 410-411. Más tarde escribiría en La ciencia moderna y la anarquía: “A través de toda la historia de nuestra civilización se han enfrentado dos tradiciones opuestas, dos tendencias: la romana y la popular; la tradición imperial y la federalista; la tradición autoritaria y la libertaria. Y estas dos tradiciones se encuentran de nuevo frente a frente en vísperas de la revolución social”. Citado por Buber, Martin, Caminos de utopía, México, FCE, 1978, p. 57. Se trata de un fragmento que se añadió a la edición francesa de 1913 y que no se encuentra en la traducción del libro al castellano.
[16] Rougerie, Jacques, La Commune de 1871, París, PUF, 1988, p. 75.
[17] Citado por López, Vladimir, La forma que arrastra el fondo. Historia, memoria y revolución en Francia, Tesis doctoral inédita, defendida en 2013, p. 177.
[18] Citado por Duhet, Paule-Marie. Las mujeres y la revolución: 1789-1794, Barcelona, Península, 1974, p. 152.
[19] Citado por Rowbotham, Sheila, Feminismo y revolución, Madrid, Debate, 1978, p. 54.
Portada: ilustración de la novela gráfica El grito del pueblo, de Jacques Tardi.
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
Fuente → conversacionsobrehistoria.info
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