«We are a country of law; we are not a monarchy with a king» ("Somos un Estado de derecho, no una monarquía con un rey")
Con estas palabras, Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de América (una república federal constitucional con 232 años de trayectoria), expresaba la opinión subyacente que deben compartir todas las personas que viven en un país en el que quien dirige el Estado es elegido democráticamente.
No soy el principal defensor de los Estados Unidos. Creo que ni su sistema socioeconómico ni su política exterior son un modelo a seguir para lograr igualdad entre sus habitantes, ni concordia con sus vecinos en el planeta, pero mientras esta gente estaba eligiendo presidentes de manera democrática, en España estábamos padeciendo a lo peor de los Borbones absolutistas, como el nefasto Fernando VII.
Es evidente que la monarquía parlamentaria en la que vivimos hoy en día no tiene mucho que ver con el absolutismo de los siglos XVIII y XIX, pero el mensaje de la señora Pelosi tiene más que ver con la incongruencia de vivir en una democracia avanzada, en la que todas las personas son iguales ante la Ley, y a la vez tener una familia concreta a la que la constitución le concede privilegios de todo tipo, también ante la Ley.
Muchos de los defensores del sistema actual en España elaboran argumentos de todo tipo para justificar su legitimidad y su idoneidad. Uno de los que me resultan más tristes es el de que en algunos de los países más avanzados del mundo el sistema de gobierno es el de la monarquía parlamentaria, cosa que es verdad. En Noruega, en Dinamarca, en los Países Bajos, en Bélgica o en el Reino Unido existen actualmente monarquías con siglos de tradición, y que son compatibles con un alto nivel de desarrollo humano. Y es un argumento que me parece triste porque si se analiza, pone de relieve la miseria moral de nuestra reinstaurada monarquía borbónica.
En 1939, un régimen totalitario ultraderechista controlaba Alemania, en alianza con otro régimen totalitario ultraderechista que gobernaba en Italia. El nazismo y el fascismo, entre 1939 y 1940 invadieron Polonia, los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Francia, Albania, Grecia, ocuparon Dinamarca, Noruega, Libia. En este contexto catastrófico para las democracias occidentales, las monarquías europeas reaccionaron de diferentes modos. El rey Cristian X de Dinamarca permaneció en Copenhague toda la guerra, convirtiéndose en un símbolo moral para su pueblo. El emblema real se usó como símbolo antinazi. El rey Haakon VII de Noruega luchó contra la ocupación, exiliándose luego a Londres, donde dirigió un gobierno paralelo y se convirtió en un símbolo de resistencia contra Hitler. La reina Guillermina de los Países Bajos trató de resistir la invasión nazi, pero tuvo que exiliarse a Inglaterra y dirigir desde allí la resistencia, enviando continuos mensajes de radio a su pueblo. El rey Leopoldo III de Bélgica dirigió la resistencia con su ejército hasta la capitulación, quedando después en su país y evitando tomar medidas colaboracionistas. Fue rehén de los nazis tras el desembarco de Normandía, siendo liberado por el ejército estadounidense en 1945. El rey Jorge VI del Reino Unido fue un firme enemigo de los totalitarismos y su país se convirtió en la única oposición bélica a Hitler hasta la invasión de la URSS y la entrada de EEUU en la guerra. Su propio hermano murió en combate.
Si estas monarquías sobreviven actualmente en democracias avanzadas es, en gran parte, porque frente al más grave reto al que se enfrentaron sus países en el s.XX tuvieron un papel digno, de resistencia frente al nazismo y al fascismo, son símbolos anacrónicos pero tolerados por su prestigio. Otras monarquías que flirtearon con los totalitarismos, o se aliaron abiertamente con ellos, como las de Italia, Bulgaria o Rumania, no sobrevivieron a la derrota del Eje. En España, en cambio, Juan de Borbón se ofreció a la sublevación fascista (apoyada por Alemania e Italia) en 1936, volviendo del exilio vestido de falangista, y siendo despachado en varias ocasiones. Franco no le aceptó a él, pero sí a su hijo Juan Carlos de Borbón, al que educó y convirtió en su sucesor al frente de la dictadura.
La monarquía en España no fue ni es antifascista, como sí lo fueron (y lo son) las otras monarquías constitucionales europeas. Al contrario, su supuesta legitimidad emana de una dictadura militar que fue aliada de Hitler, y quienes la jalean son, en gran medida, los mismos que lucen yugos y flechas, añoran el franquismo y fantasean con fusilar a millones de personas que no piensan como ellos. Los Borbones, con su trayectoria, sus filias y sus acciones, demuestran ser un símbolo anacrónico de oscuro pasado y presente tenebroso, una institución que dilapida su protagonismo en el regreso de la democracia a base de conductas impropias y presunta evasión fiscal, que no aporta concordia, ni ejemplaridad, a pesar de lo cual sigue recibiendo apoyo y defensa por parte de un partido pretendidamente progresista y republicano como el PSOE, tal y como hemos podido comprobar recientemente en el Congreso. Si no podemos tener una monarquía antifascista ¿Para qué la queremos?
Fuente → blogs.publico.es
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