Federica Montseny presumía de haber sido educada “integralmente” siguiendo las premisas del ideario pedagógico libertario. Ideario que trató de aplicar vehementemente durante su larga vida, tratando de ser coherente con sus grandes exigencias prácticas y morales como propagandista y escritora, como militante y como mujer. Sus recuerdos son los de una infancia, una adolescencia y una juventud feliz y apasionante. Alejada de las escuelas oficiales hasta los 18 años, su educación transcurrió en casa, siendo inducida al amor por la Botánica y la Geología, y seducida por la gran biblioteca familiar en la que conviven los divulgadores científicos con los grandes reformadores e inconformistas de la literatura, sin olvidar los diversos clásicos del anarquismo, muchos de los cuales fueron traducidos por los padres y no pocos mantienen relaciones de amistad con la casa. A los 18 años, la Montseny (así se calificaba a muchas mujeres insumisas de los sesenta-setenta) asiste a unos cursos en la Facultad de Letras de la Universidad de Barcelona, ciudad en la que vive la familia desde que ella cumplió los 13 años. Ya por entonces, Federica era una “niña prodigio” capaz de confundir a los doctores sociales. Así, a los 17 años se mostraba capaz de escribir una novela al estilo de las de su padre. Sobre estos inicios escribe ella misma: “… Empecé a escribir desde muy joven, colaborando en Nueva Senda de Madrid, Tierra de La Coruña, y Redención de Madrid. Mis padres hicieron aparecer La Revista Blanca y les ayudé en su empresa editorial y de propaganda, alternando este trabajo con la lucha sindical y mi participación en la vida de la organización y en la propaganda. Pronto llegué a ser una figura muy conocida en la CNT a causa de la gira de conferencias y de mítines realizados, sobre todo después de la proclamación de la República. Esto explica el relieve adquirido en el período de 1936-39”.
Se puede decir que en la adquisición de este relieve, el hecho cultural y literario precede al organizativo y será en este ámbito donde más nítidamente se manifestará la continuidad familiar. Durante la segunda etapa con la citada revista pasará a ser su más activa componente. Su firma será la más prolija, como autora del espacio “Efemérides” que había hecho popular su padre, bien en el amplio espacio dedicado a las mujeres, en las que, igualmente, retoma la senda familiar, en este caso de su madre, aportando igualmente numerosos escritos en los que comenta la situación política. Se percibe su creciente interés por el curso que va tomando la República y por los debates entre las corrientes faístas y trentistas (firmantes del llamado “Manifiesto de los Treinta”, con Ángel Pestaña y Joan Peiró al frente) en la Confederación en un debate en el que los primeros no se distinguieron por su tolerancia.
No han faltado plumas que han exaltado con entusiasmo esta peculiar dimensión suya, tan extraña por lo demás en el ambiente de la militancia política. Éste es el caso, por ejemplo, de la escritora feminista Carmen Alcalde que afirma: “Federica, que tuvo a su alcance todos los libros de la extraordinaria biblioteca de su padre, se enfrentaba a un doble destino: el de la lucha revolucionaria llevada con todas sus consecuencias, con la lucha armada si fuera preciso, y el de realizarse como escritora profunda y magistral que culmina en su obra escrita, más allá de su engagement político. Es la palabra escrita en una literatura honda y apasionada lo que en el fondo, desde su juventud, late en su corazón. De no haber vivido aquellos años claves para nuestra historia, hoy sería una de las mejores escritoras que ha producido nuestro país, tan huérfano en mentes preclaras”. Sin embargo, no parece que, a la luz del tiempo, este entusiasmo se justifique, y resulta de por sí significativo que el olvido en que ha caído esta literatura sea prácticamente total, incluso en los rangos libertarios.
¿Se trata, como se pretendía, de una literatura que desciende al terreno del trabajo, a las profundidades de la vida social? La respuesta es negativa. No hay en toda su literatura ningún acercamiento riguroso a la realidad, que resulta más bien contemplada a la luz de un esquema teórico muy simplista, en el que la burguesía y el industrialismo tienen su reverso en el colectivismo y en la vida agraria. No se trata, desde luego, de una prolongación de aquellos títulos clásicos que enfocaron con vigor la situación de la clase trabajadora bajo el capitalismo. No hay un esfuerzo por acercarse a grandes modelos como el Germinal, de Emile Zola, tan influyente en los medios libertarios, como La jungla, de Upton Sinclair, por no hablar de otros ejemplos próximos como los del Blasco Ibáñez de La bodega o el Pío Baroja obrerista de la trilogía de La lucha por la vida. La literatura de “mensaje libertario” de la familia Montseny-Mañé y de tantos otros escritores afines, entronca más bien con los folletines socializantes del siglo XIX, tan atractivos para obreros autodidactas, valiosos seguramente para incidir en sus inquietudes primarias, pero sin duda carente de cualquier valor que no sea el sociológico.
Las aportaciones de Federica sobre los derechos de las mujeres no difieren una pulgada de las escritas, unas décadas antes, por sus padres. Son novelas sencillas y baratas, asequibles para trabajadores que hacen sus primeras letras, de venta militante, espejo idealista en el que se quiere mirar la gente “consciente”, con situaciones en las que el bien y el mal se distinguen tan claramente como la noche y el día, idóneas sin duda en el ambiente en el que surgieron, pero irrecuperables desde cualquier posición crítica. Inmersa en este mundo de la “contracultura” ácrata, se sintió como una “trabajadora intelectual”, una productora de novelas “ejemplares”, un quehacer sobre el que se contempló un tanto autocríticamente en 1938, cuando en plena guerra civil en el prólogo para La indomable –evidentemente, ella misma sublimada como heroína proletaria–, habló de su obra de “juventud, de egolatría por tanto, empapada en mí misma, con fidelidad angustiosa a mis problemas, mis inquietudes, al pasado vivo de mi infancia, de mi adolescencia, de una plenitud que comenzaba solamente”.
Durante el período que va entre 1923 y 1929 se ocupará con cierta predilección de la cuestión femenina, tanto en sus artículos –que luego convertirá en folletos– como son La mujer, problema del hombre y El Problema de los sexos, como en algunas de sus novelas más elaboradas, este es el caso de La Victoria, que se presenta como una obra “en la que se narran los problemas de orden moral que se presentan a una mujer de ideas modernas”, y que tendrá una segunda parte en El hijo de Clara. También se puede encontrar una amplia ilustración de sus concepciones sobre este tema en otras novelas suyas de tintes biográficos (francamente idealizados) como La indomable.
También aquí funciona el hilo de la continuidad. Al igual que en sus novelas no revela interés por ningún análisis concreto, por los datos objetivos, ni tan siquiera en cómo se plantea el problema en los propios rangos militantes entre los que es reconocida como una excepción (“los tiene como un hombre”, decían los militantes). Sus planteamientos se desarrollan en un terreno primordialmente especulativo y no es difícil encontrarles aspectos marcadamente contradictorios. Así por ejemplo, mientras que en algunos momentos parece tener una opinión muy desfavorable de la mujer, a la que le atribuye un espíritu gregario que se opone al activismo social de los hombres y manifiesta claramente que le corresponde a éste el papel central en la lucha emancipatoria que, por sí misma, solventará sus problemas (ya que, no lo duda, el anarquismo liberará al individuo tanto hombre como mujer), en otros casos afirma que “el hombre ha de mantenerse al margen de nuestras discusiones, cuando estas solo atañen al problema exclusivamente femenino. Es decir, cuando se trata de determinar las inquietudes, las nuevas modalidades, las nuevas formas de existencia moral y social femeninas”.
Tildada fácilmente de “feminista”, podemos decir que este adjetivo le cabría, si acaso, malgré elle. No aceptaba ninguna premisa del feminismo activo; así por ejemplo lo de conseguir el voto femenino le parece abominable: “¡Gobernar, he aquí toda la idealidad, toda la ética, todo el valor, porque las pobres nunca han sido ni serán feministas, ni las dejarían serlo!”. En el caso hispano es mucho peor, ya que “en realidad no existe feminismo de ninguna clase, y si alguno existiera, habríamos de llamarlo fascista, pues sería tan reaccionario e intolerante, que su arribo al Poder significaría una gran desgracia para los españoles”. Empero, dentro de este rechazo se desarrollan ciertas matizaciones. Federica había ya mostrado una gran admiración por feministas “independientes”, como lo fueron las populistas rusas que ofrecían su vida para atentar contra el zarismo o por Isadora Duncan, sin olvidar el respeto que tenía por Margarita Nelken, y en algún momento aboga por un feminismo “racional y humanista” en una disyuntiva que plantea en los siguientes términos: “Igualdad absoluta en todos los aspectos para los dos: independencia para los dos; capacitación para los dos; camino libre, amplio y universal para la especie toda. Lo demás es reformismo relativista, condicional y traidor en unos; reaccionario, cerril, intransigente y dañino en otro… ¿Feminismo? ¡Jamás! ¡Humanismo siempre! Propagar un masculinismo es crear una lucha inmoral y absurda entre los dos sexos, que ninguna ley natural toleraría”.
Uno de los capítulos menos conocidos de la crisis española de los años treinta es sin duda el que se refiere a movimientos femeninos, poco estudiados por los especialistas hasta que autoras como Mary Nash, entre otras, comienzan a ofrecer una nueva dimensión del movimiento. Entre ellos, ninguno tuvo tanta importancia como el que con el nombre de “Mujeres Libres” protagonizaron algunas intelectuales y obreras anarcosindicalistas muy poco conocidas como Mª Luisa Sánchez Saornil, Amparo Poch y Gastón, Mercedes Camaposada y la obrera Lola Iturbe. La historia de las “Mujeres Libres” comienza en vísperas de la guerra civil y acaba con la derrota de 1939. Olvidadas un poco por todos, el resurgimiento del movimiento feminista ha hecho que se haya vuelto a hablar de ellas, para reconocer en su experiencia un esforzado intento por imponer una dimensión feminista al movimiento libertario. Su fracaso apunta directamente a la ceguera de un movimiento como el de los trabajadores, que negó con sus prejuicios unos derechos que hubieran ampliado muy notablemente sus efectivos militantes y habría enriquecido el brillo emancipador de sus alternativas.
La organización de las “Mujeres Libres” no surgió como la consecuencia de una toma de conciencia teórica, aunque el factor ideológico facilitó en cierta medida su gestación. Su punto de partida fue más bien empírico. A principios de 1936 tienen lugar unos cursos para mujeres organizados por la Federación Local madrileña de la CNT, y esta experiencia hace que las participantes, en particular la sindicalista y poetisa Sánchez Saornil, extraigan la conclusión de que exceptuando “a media docena de compañeros bien orientados”, el resto se encuentra contaminado “por las aberraciones burguesas más características”. Entre éstos, los había que pensaban que sus mujeres no debían de ningún modo abandonar las faenas domésticas para entrar en un terreno que era “cosa de hombres”; algunos llegaban al extremo de considerar la militancia femenina como una “indecencia”. La Montseny era la consabida excepción que confirma la regla, que para algunos se justificaba, precisamente, por la “virilidad” de la que fue llamada como la Kollontái “la egeria” (célebre viajera y escritora hispanorromana del siglo IV), en su caso anarquista.
Una vez constituido en abril el núcleo madrileño, su primera actividad fue la de gestionar una escuela propia, con lo que se hacía ostensible la voluntad pedagógica del grupo. El paso siguiente fue entrar en relación militante con el grupo que animaba la casa de la Cultura Femenina, en Barcelona, con las que ya a finales de septiembre se estructuraban los primeros pilares de una organización nacional que trabajaba para la guerra, pero también en las diversas ramas de la CNT donde tenían presencia. Su objetivo primordial era el sensibilizar a las trabajadoras por sus derechos, el hacerlas “conscientes” de éstos en todos los ámbitos, y para ello no dudaban en cuestionar la prepotencia de los hombres que las miraban con prejuicios y en tratar de “extirpar de su cerebro toda idea de superioridad”.
Apenas dos años más tarde las “Mujeres Libres” era una organización llena de vitalidad, con un número de afiliadas que oscilaba alrededor de las 30.000, y con una red de cerca de 150 grupos que funcionaban, sobre todo, en Cataluña, Madrid y la región centro y en Valencia. Su revista, del mismo nombre, se publicó normalmente y mantuvo un sólido equilibrio entre el rigor, la seriedad de su mensaje y sus propósitos divulgativos teniendo en cuenta que se dirigía a una masa de mujeres en su mayor parte analfabetas, con muy pocos casos de formación cultural y de preparación profesional. Desarrollaron contactos con otras mujeres del mismo ideario de los EEUU, Sudamérica y Europa para formar un Confederación Internacional de Mujeres Libres pero la idea no prosperó. Hay que destacar sus relaciones con Emma Goldman, posiblemente el personaje anarquista que más influencia ejerció sobre ellas y de la que tradujeron algunos de sus trabajo feministas más significativos. Su capacidad y vitalidad quedaría demostrada cuando celebraron su primer Congreso el 20 de agosto de 1937, precisamente en un período en el que el movimiento anarquista entraba en franco reflujo y crecía la influencia del PCE como “motor” de la derecha de la zona republicana. En este Congreso se decide adoptar unas bases organizativas basadas en el tradicional federalismo libertario, tratando de garantizar la capacidad de autogestión de los grupos locales, provinciales y regionales, aunque todos ellos serían coordinados por un comité nacional que se apoyaba a su vez en diversos secretariados. Se proponen los siguientes objetivos: a) Crear una fuerza femenina consciente y responsable que actúe como vanguardia del progreso. b) Establecer a tal efecto escuelas, institutos, ciclos de conferencias, cursillos especiales, etc., tendentes a capacitar a la mujer y a emanciparla de la triple esclavitud a que ha estado y sigue estando sometida, esclavitud de ignorancia, esclavitud de mujer y esclavitud de productora”.
Fragmento del capítulo dedicado a Federica Montseny del libro de Pepe Gutiérrez-Álvarez
Fuente → elviejotopo.com
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