Ser progre es un insulto. Es más, ser progre es un insulto transversal. Todos lo hemos utilizado alguna vez, los de derechas, los de izquierdas, anarquistas, jubilados y mediopensionistas. Decía Julio Anguita: “Insúlteme usted si quiere, pero no me llame progre”. Aunque a veces no seamos conscientes, porque de tanto mal usarlo lo hemos vaciado de contenido, se trata de un calificativo muy relacionado con la idea de la falta de voluntad política y coherencia; el progre es la “izquierdita cobarde” si nos proponemos imitar, como muchos disfrutan haciendo, el lenguaje políticamente incorrecto de formaciones ultraderechistas.
El progresismo es un espacio político sin entidad real, es a la vez el todo y la nada, Teseo y el Minotauro. Lo que subyace, es el reconocimiento de que el progresista es aquel que luchará por el cambio solo en salones, despachos y círculos intelectuales, para sacar algo a cambio y ocupar el poder, pero en la calle será un estorbo.
De insulto a obstáculo
Así, paradójicamente los progres se han convertido (si es que no lo fueron siempre) en un obstáculo para el verdadero progreso, en otra máscara que toman los privilegiados bienintencionados. Esta crítica no es solamente válida, sino que es acertada, y ahí está la historia para demostrarlo. Pero cosa distinta es afirmar la existencia de una dictadura progre.
Lo sorprendente es que sea precisamente esa parte de la mesa, de cuyo nombre y organización no quiero acordarme, quien se queje de que el debate político y mediático gira demasiado en torno al posmodernismo (término tremendamente mal explicado y aplicado) y otras cuestiones identitarias, cuando más de la mitad de sus vídeos de YouTube, tweets, discursos y libros tratan sobre el posmodernismo. Si hay alguien que tendría que estarle agradecido a las “nuevas políticas” son ellos, o se quedarían sin la poca repercusión de la que ahora disfrutan.
Dictadura progre, marxismo cultural y la conspiración judeo-masónica-comunista-internacional
Los marcos conceptuales dicen mucho de los debates ideológicos en los que nos movemos. Y a menudo, cuando sucumbimos a ellos, cuando tomamos como propio el lenguaje del enemigo, ya hemos perdido de antemano al ceder a sus parámetros.
La dictadura progre es la adaptación a nuestros tiempos de otras teorías reaccionarias que vienen de lejos, como el marxismo cultural americano y el contubernio judeo-masónico franquista. Todos estos conceptos se construyen con un pellizco de realidad, puesto que de lo contrario no se sustentarían, y mucha exageración, para manipular.
La constatación de que existe cierta pose progre en determinados espacios, y que, en gran parte, la norma social ha cambiado, no implica que exista necesariamente un régimen de censura, de la contracultura, en el que si no te sometes a los cánones marcados por el progresismo indefinido serás condenado a poco menos que el exilio. De primeras porque, aunque cueste creerlo, Twitter en concreto y los espacios digitales en general, no son representativos de la sociedad, ni siquiera en parte, menos todavía del conjunto del país.
Playz y el discurso de la hegemonía
Como mencionaba, la norma social ha cambiado. El feminismo, como se escuchaba en el debate de Gen Playz, ha conseguido en parte cambiar la norma, que no es lo mismo a que haya conseguido hacerse hegemónico; porque como vemos a diario, tampoco hay una hegemonía dentro del movimiento. Ya una encuesta de Ipsos en 2017 señalaba que la mayoria de la población española, el 63% de hombres y mujeres, se identifcaba como feminista. Fallan aquí tanto quienes se niegan a ver que el debate acerca de liberación de las mujeres está presente en la sociedad, y por supuesto en los barrios, como quienes se lanzan a afirmar que estos datos son por sí mismos positivos.
Porque lo único que podemos decir, sin correr el riesgo de pillarnos los dedos con la puerta, es que la deseabilidad social ha cambiado, y ahora lo inteligente, lo adecuado, para parte de la población y en determinados contextos, es autodefinirse como feminista. De ahí las declaraciones de personajes como Ana Rosa o Ana Botín, que también se mencionaron en el programa. Y es que, los feminismos, o el feminismo, es interclasista por naturaleza, porque su sujeto político es, principalmente y con matices (pues también depende de la corriente que se trate) la mujer, un grupo social heterogéneo y a menudo con intereses contrapuestos.
Por supuesto que estos movimientos sociales, ahora, en la medida en que van siendo aceptados por más y más gente, corren riesgo y se ven envueltos en la cara amable del sistema; porque ahí radica su función y su poder, en la capacidad ser al mismo tiempo un ente mecánico y una voz dulce y seductora. Y esa crítica argumentada, sosegada, al feminismo desde el comunismo nada tiene que ver con lo que se vio. Aquello fue reacción vestida de rojo.
Materialismo simplón
Uno de los muchos fallos argumentales por parte de los que en nombre de la clase obrera defendían la existencia de una dictadura, no del capital sino progresismo, era reducir el materialismo únicamente a la relación contractual de los trabajadores, al economicismo de la precariedad, plusvalía y explotación. El modo de producción condiciona nuestra forma de vida, pero ahí empieza, no termina, el materialismo.
El materialismo es mucho más. Mucho más que la mera idealización de clase obrera típica, de trabajadores de cuello azul, más propia de libros de Charles Dickens que de verdaderos análisis marxistas. No podemos, ni debemos, encerrarnos a soñar con nuestra alternativa, y despreciar circusntancias sociales que van aparejadas también de discriminación y sufrimiento de otros hijos de clase obrera, y también nos cosntituyen como sujetos. Eso no nos acerca más a una sociedad sin clases, nos empuja al abismo.
Distintos grupos, misma clase
Cosa distinta es pretender que cada característica identitaria forme una lucha política propia. Pero no reconocer la pluralidad de la clase obrera actual, que es distinta a la del siglo pasado, o la existencia de grupos dentro de la misma clase trabajadora es vendarse los ojos. El discurso debe ser diferente; reconocemos que hay grupos, pero no por ello divisiones entre los mismos, porque la nuestra debe ser una lucha de todos los que sufren.
Si existe algo parecido a una dictadura blanda en nuestra sociedad y en las redes, es la de la vergüenza ajena, y no se la combate con aspavientos y voces envalentonadas, precisamente los convencidos, tienen capacidad de hacerse entender con más argumentos que polémica.
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