Alrededor de 1.100.000 personas murieron en Auschwitz-Birkenau, el mayor campo de exterminio de la historia de la humanidad. Las cámaras de gas y los hornos crematorios llegaron a matar hasta 5.000 personas por día. El horror causado por la masacre jugó un papel fundamental en la adopción, en 1948, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Pasada la medianoche del sábado 27 de enero de 1945, los soldados rusos de la División de Infantería 322 del frente ucranio reciben la orden de avanzar. Llevan días intentando proseguir su camino hacia Alemania, pero una dura resistencia les retiene a las afuera de Auschwitz, una pequeña localidad al oeste de Cracovia.
Aunque tiene tan solo 19 años, Yakov Vincenko es ya todo un veterano de la Segunda Guerra Mundial, pues se incorporó a las filas del Ejército Rojo en 1941. Ha visto mucho en cuatro años de duros combates en territorio ucraniano y polaco, pero lo que contempla ese amanecer le sobrecoge especialmente.
“Atravesé la primera alambrada a las cinco de la mañana. Estaba oscuro. En la sombra advertí una presencia. Se arrastraba en el barro, ante mí. Se dio la vuelta y apareció el blanco de unos ojos enormes, dilatados. Estaba ante un muerto viviente. Detrás de él intuí decenas de otros fantasmas. Huesos móviles unidos por una piel seca y envejecida. El aire era irrespirable. Había un olor mezcla de carne quemada y excrementos. Avanzamos sin decir una palabra”.
Vincenko acababa de traspasar lo que muchos calificarían después como las puertas del infierno. Por el enorme campo de Auschwitz-Birkenau deambulaban 2.819 supervivientes, moribundos que no habían podido ser arrastrados por las SS a una enloquecida huida para eliminar las pruebas del horror. Esta marcha de la muerte se cobraría la vida de un cuarto de los 60.000 prisioneros evacuados.
Días después, fotógrafos y cámaras soviéticos toman las primeras imágenes de los supervivientes. Rostros demacrados, casi cadavéricos, miran alucinados a la cámara. Decenas de niños se levantan las mangas de sus ajados uniformes de rayas para mostrar los números tatuados que eran su única seña de identidad.
Son imágenes espectrales, a pesar de que el paso de los días y la ayuda recibida ha permitido a los internos recuperar algo de humanidad. El día de la liberación muchos prisioneros no han sido capaces ni de comer. El comandante Anatoly Shapiro explicará años después: “Montamos algunas cocinas de campaña y preparamos alimentos ligeros. Algunos de ellos murieron al comer. Sus estómagos no funcionaban”.
Cinco años de exterminio: hasta 5.000 asesinatos diarios
Desde su apertura como campo de concentración en 1940 hasta su liberación a principios de 1945, alrededor de 1.300.000 personas fueron deportadas a Auschwitz. De ellas, 1.100.000 murieron. La mayoría eran personas judías, pero había también prostitutas, homosexuales, prisioneros de guerra rusos, gitanos…
Auschwitz se convirtió en el mayor campo de exterminio nazi debido a su privilegiada posición como nudo ferroviario. Vagones para el trasporte de ganado en los que viajaban hacinadas hasta 80 personas trasladaban a los prisioneros y prisioneras desde Italia, Francia, Hungría, el Báltico, Alemania y, por supuesto, Polonia.
Muchas eran asesinadas en apenas horas. Al bajar, aturdidas y agotadas, eran separadas en dos filas. La de la izquierda, formada por las más débiles (bebés, embarazadas, ancianos, discapacitados y enfermos), eran encaminadas directamente hacia las cámaras de gas. Allí estas personas eran despojadas de sus pertenencias y rapadas antes de ser asesinadas con Zyklon-B, un poderoso insecticida que causaba la muerte por asfixia.
Holocausto: Ninguna pesadilla podría ser peor
Para muchos, ese fin rápido era mejor que la muerte a fuego lento que vivían los prisioneros que se consideraban aptos para trabajar en distintas tareas, desde el mantenimiento del campo hasta los trabajos relacionados con la ejecución de miles de personas, que eran llevados a cabo por prisioneros miembros de los sonderkomandos.
El psiquiatra austríaco Viktor Frankl sobrevivió a Auschwitz y contó su experiencia en El hombre en busca de sentido. En él cuenta cómo muchas personas se arrojaban contra las alambradas electrificadas para acabar con su sufrimiento. O dejaban agotarse sus escasas fuerzas para ser conducidas a la cámara de gas.
Frankl cuenta cómo una noche le despertaron los horribles alaridos de un compañero de barracón que estaba teniendo una pesadilla. Cuando iba a despertarle, un pensamiento le detuvo: “Ningún sueño, por horrible que fuese, podría ser peor que la realidad del campo”.
Una realidad que él mismo describe así: “El organismo digería sus propias proteínas y los músculos desaparecían. Uno tras otro, los miembros de nuestra pequeña comunidad del barracón morían. Cada uno de nosotros podía calcular con toda precisión quién sería el próximo y cuándo le tocaría a él”.
Auschwitz es el símbolo de la solución final, el plan nazi para resolver la cuestión judía que fue el culmen de muchos años de políticas antisemitas cuyas raíces hay que buscarlas en los primeros escritos de Adolf Hitler.
La animadversión y la discriminación antisemita se transformarían en masacre a raíz de la invasión de la URSS en junio de 1941. Allí surgieron las unidades móviles de exterminio, los Einsatzgruppen, que fusilaron a decenas de miles de judíos. En julio, Hermann Göring autorizó los preparativos de la solución final. La Conferencia de Wannsee, celebrada en enero de 1942, acabó de definir los detalles del plan.
En total, se calcula que seis millones de judíos fueron exterminados en tres años de locura genocida que ha pasado a la historia con el nombre de Holocausto o, en hebreo, Shoá –la catástrofe–.
Mantener la memoria: causas y consecuencias del Holocausto
Al cumplirse 76 años de la liberación de Auschwitz, es importante mantener la memoria del Holocausto porque, como explicaba en El País Yakov Vincenko: “Ni siquiera nosotros, que lo habíamos visto, queríamos creerlo. Intenté olvidar durante años, pero después comprendí que eso sería convertirse en cómplice”.
El 27 de enero de 2019 el secretario general de Naciones Unidas Antonio Guterres alertaba contra la desmemoria con motivo del Día Internacional de Conmemoración Anual en Memoria de las Víctimas del Holocausto: “A medida que el número de supervivientes del Holocausto disminuye, nos corresponde extremar la vigilancia porque… ‘el odio que comienza con los judíos nunca termina con los judíos’”.
En palabras de la abogada y política francesa Simone Veil, superviviente de Auschwitz: “La Shoá fue única en la historia, pero el veneno del racismo, el antisemitismo, el rechazo del Otro y el odio han sido amenazas diarias siempre”.
Cuando después de la Segunda Guerra Mundial se conoció en detalle el sufrimiento vivido en los campos de concentración nazis, la gente se sintió horrorizada. El filósofo alemán Theodor Adorno llegó a decir que “no es posible escribir poesía después de Auschwitz”.
La necesidad de no caer en la tentación de la desesperanza llevó a la
creación de la Organización de las Naciones Unidas (…) el 10 de
diciembre de 1948, y a la adopción de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos
La necesidad de no caer en la tentación de la desesperanza llevó a la creación de la Organización de las Naciones Unidas antes incluso del final de la guerra y, poco después, el 10 de diciembre de 1948, a la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
El preámbulo de la misma refleja un sentido mea culpa por el horror vivido: “El desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”.
El artículo 1 era un claro alegato contra el antisemitismo y cualquier tipo de discriminación: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.
Esa promesa de igualdad y fraternidad sigue incumplida, pero esto no significa que debamos reconocer un fracaso. Significa que debemos seguir caminando, guiados por la aspiración a una sociedad más libre y justa, hacia ese horizonte llamado utopía. Es lo menos que podemos hacer por las víctimas del horror de Auschwitz.
*Juan Ignacio Cortés es colaborador de Amnistía Internacional
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