Bombas y memoria

Bombas y memoria
Rolando d’Alessandro

El anteproyecto de ley de Memoria Democrática del gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos pretende, al parecer, zanjar el debate sobre la continuidad entre dictadura franquista y la actual estructura de poder institucional, económico e ideológico que recibe el nombre de régimen del 78. Sin embargo, aunque en su preámbulo se haga mención expresa de las tres condiciones canónicas de todo proceso de democratización de una sociedad que haya sufrido la barbarie fascista (reconocimiento, reparación y garantía de no repetición), en el redactado el reconocimiento del estatus de víctimas a los perseguidos por los “órganos de represión” franquistas se acompaña solo de tímidas referencias a la necesaria rendición de cuentas a cargo de los represores.

La norma contempla, en efecto, la creación de una Fiscalía cuyo cometido se centra en la investigación de hechos y víctimas, pero no de responsables, perpetuando implícitamente la impunidad total de la que han gozado en estos 40 años de democracia los responsables de crímenes de lesa humanidad: individuos, instituciones, empresas. Tanto es así que, en el artículo sobre trabajos forzosos, se apunta que las empresas que se beneficiaron de este crimen de lesa humanidad serán invitadas simplemente a “impulsar iniciativas de… señalización de los lugares directamente relacionados con los trabajos forzados”.

Hay avances, por supuesto, respecto a las anteriores leyes de memoria histórica. Entre las novedades –además de la atribución al Estado del deber de rescatar y dignificar los muertos todavía enterrados en anónimas cunetas– destaca tal vez el monstruosamente tardío reconocimiento de los maquis. Pero únicamente como víctimas, no como combatientes legítimos, ni mucho menos –como ocurre en otros países europeos– héroes antifascistas. Reconocimiento insuficiente y que, además, deja sin resolver situaciones impensables en un Estado europeo.

Por ejemplo, la inclusión en el elenco de “víctimas del terrorismo” –legalmente merecedoras, ellas, de venganzas judiciales, pensiones y honores– del teniente de la Guardia Civil Francisco de Fuentes-Fuentes y Castilla-Portugal, cabecilla de la emboscada en que fueron asesinados los cuatro compañeros de Quico Sabater, el año 1960. Su muerte fue atribuida a Quico, quien, herido, inició su última fuga antes de ser rematado en Sant Celoni: y hoy un Estado democrático le confiere estatus de víctima, al tiempo que califica de terrorista a un luchador antifranquista. No parece que esta nueva ley pueda (o quiera) deshacer este y muchísimos más entuertos (como las condenas a muerte de todos los opositores acusados de crímenes comunes o de terrorismo: Txiki Paredes o Puig Antich).

En realidad, muy lejos de constituir una negación del régimen surgido del golpe del 36, implícitamente la nueva ley del gobierno Sánchez le ofrece legitimación, al no hacer más que fugaces alusiones –y todas de talante histórico– a la preexistente legalidad republicana. Prueba de ello es el Capítulo IV del anteproyecto, relativo a la “garantía de no repetición”. En las democracias europeas, esta garantía se plasma en formas legales solemnes: prohibición de reconstruir partidos fascistas, de sus símbolos, repudio de la guerra como manera de resolver los conflictos, recogidas en sus cartas magnas y en códigos penales. Aquí, en cambio, se ha considerado suficiente garantía el “deber de memoria democrática”. Es decir: para que no resurja la barbarie franquista es suficiente educar a las nuevas generaciones “en los valores constitucionales” y depurar el espacio público de la simbología fascista. Se acepta así y se refuerza el relato –tan falso como conveniente para todos los defensores del orden establecido– de una guerra entre bandos, entre hermanos que se enfrentaron, víctimas de intolerancia y fanatismo, y no de conflicto social y episodio de guerra imperialista.

Parece evidente que una vez más el legislador ha vuelto a chocar con el insoluble problema de la cuadratura del círculo. ¿Cómo definir plenamente democráticas las instituciones de un país sin restituir la legalidad preexistente al golpe de estado del 36, sin depurar los numerosos elementos de continuidad con el régimen franquista, sin atacar ninguno –fuera de algunos gestos simbólicos– de los privilegios de todos los estamentos (empresariales, sociales, militares, policiales, judiciales, eclesiásticos) que se beneficiaron de y apoyaron activamente los 40 años de dictadura?

Es una misión ardua, en lógica imposible, declarar finiquitado el franquismo cuando la jefatura del Estado y de las fuerzas armadas recae en una monarquía elegida e impuesta por la voluntad exclusiva del dictador, cuando se acepta la existencia de un Tribunal de Orden Público, renombrado Audiencia Nacional, que se encarga –junto con otro tribunal especial, el Supremo– de perseguir a opositores políticos–, cuando en la redacción del texto constitucional –cimiento de la democracia española citado unas 40 veces en este anteproyecto– participaron exponentes del parlamento y gobierno franquistas (algo inconcebible en todos los procesos de defascistización del resto del mundo), cuando cuerpos e instituciones que participaron activamente en la represión y golpe de estado –como la Guardia Civil, el ejército, la policía, la judicatura– nunca han sido depurados y nunca han realizado ningún acto de desagravio institucional (más bien la crónica de actualidad se empeña en recordarnos lo contrario) por las fechorías perpetradas bajo la dictadura, cuando existe una ley –la de amnistía de 1977– que es un verdadero punto final, garantía de impunidad para todos los autores fascistas de crímenes contra la humanidad.

La solución al dilema intenta hallarla, el gobierno español, a base de silencios, ambigüedades y olvidos. Brilla por su ausencia, en esta ley, un elemento que revela hasta qué punto ha sido y es anormal e incompleto el tránsito del Estado español del franquismo a una democracia: la referencia a responsabilidades, y por tanto a procesos internacionales de reconocimiento, reparación y garantía de no repetición. Omisión tanto más grave, en un intento de homologación como este, en cuanto el Estado español es el único cuyos pueblos no han recibido compensaciones por la agresión sufrida a manos de las potencias nazi-fascistas. Omisión inadmisible, la del papel de las potencias –la Alemania hitleriana y la Italia mussoliniana–, clave en el triunfo de los militares sublevados en el 36, y una prueba más de la sumisión al relato de la guerra entre bandos hermanos, ignorando la complejidad de un conflicto marcado por una revolución social y respuesta a la ofensiva internacional del fascismo, y que legitima una vez más el franquismo como la forma de Estado precursora del actual.

En la práctica, la inhibición de la diplomacia española en la reclamación de los daños de guerra ha venido ya naturalizando, en esta inacabable transición, el reconocimiento de la legalidad franquista. Y los gobiernos de los Estados que fueron dirigidos por las antiguas potencias del Eje se han acomodado, con escaso escrúpulo democrático, a tal actitud: la República italiana, “democrática y antifascista”, cobró hasta los años 60 a España las letras de la deuda contraída por Franco con Mussolini. No obstante, cabría esperar algo más de una norma que incluye afirmaciones de esta clase “… La consolidación de nuestro ordenamiento constitucional nos permite hoy afrontar la verdad y la justicia sobre nuestro pasado”. Sobre todo después de que la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa adoptara en París, en 2006, una resolución que recordaba que durante la Guerra Civil se cometieron gravísimos crímenes y que el golpe de Estado en julio de 1936 contó con el apoyo de unidades regulares de las Fuerzas Armadas de Alemania e Italia y sus respectivos gobiernos, que intervinieron en territorio español como prólogo de las agresiones a otros Estados que fueron juzgadas y condenadas por el Tribunal de Núremberg en 1946.

Sobre todo habida cuenta de las iniciativas que, en ámbito judicial, ha promovido la sociedad civil, y que todavía permanecen activas: por un lado, la querella contra la aviación italiana por los bombardeos de saturación contra Barcelona y, relacionada con la misma, una propuesta de reclamación, por la vía civil, a las actuales autoridades italianas de compensaciones por los daños humanos y materiales infligidos por los agresores fascistas. El legislador no puede ignorar que dichas deudas no prescriben, que contra crímenes de guerra y contra la humanidad no se puede invocar la inmunidad de los Estados (Sentencia 238 de 2014, del Tribunal Constitucional italiano), que los pueblos de España agredidos no fueron representados por ningún Estado y que por tanto no quedan afectados por decisiones tomadas por terceros, y que por tanto el asunto de las compensaciones internacionales es del todo vigente (como demuestra la finalización, hace apenas una decena de años, del contencioso entre Italia y Libia por la ocupación y colonización de principios del siglo XX.

Por otro lado, la llamada querella argentina, promovida por numerosas víctimas de la represión franquista y apoyada por la Coordinadora Estatal de Apoyo a la Querella Argentina (CEAQUA), que reúne a toda una serie de organizaciones de la sociedad civil, exigiendo que se enjuicie a los responsables de los crímenes contra la humanidad cometidos durante el franquismo. Ante la negativa rotunda del Estado español a dar curso a la iniciativa, escudándose en la supuesta prescripción de dichos crímenes gracias a la ley de Amnistía de 1977, a pesar de que el Comité de Derechos Humanos ha recordado expresamente que “los crímenes contra la humanidad son imprescriptibles”, los querellantes se dirigieron a la justicia argentina, amparándose en el principio de justicia universal, donde la demanda fue admitida a trámite, pero se ha visto continuamente obstaculizada por la negativa del Estado español a facilitar la investigación de la judicatura argentina.

Perdura así, a pesar de la retórica, el abandono, por parte del Estado y sus estructuras, de la parte agraviada de la sociedad, a la que se niega el derecho a compensación alguna, en este caso ni siquiera simbólica.

Sin duda, en este proyecto de ley se vislumbra también la voluntad de acabar con uno de los agravios más escandalosos legados por la dictadura (reiteradamente denunciado por las más altas instancias internacionales en materia de derechos humanos): la existencia de decenas de miles de desaparecidos. Sin embargo, el precio a pagar por este logro (tan deseado como de éxito incierto) parece demasiado alto: un (esto sí) eficaz blanqueo del actual sistema y entramado institucional vía la sacralización del texto constitucional, al que se atribuye el poder casi mágico de transformar un régimen dictatorial en democracia homologada (con reiteradas y altisonantes declaraciones como “el asentamiento de los principios y valores democráticos que consagra la Constitución de 1978 hace nuestra sociedad más fuerte y constituye la más clara apuesta de convivencia en el futuro” o “fortalecer nuestra sociedad en las virtudes cívicas y los valores constitucionales”), y del relato de unidad social y nacional que borra la existencia de conflictos de clase y nacionales, y exalta un patriotismo cerril y autoritario prestando un disfraz de Estado democrático a una incuestionable monarquía borbónica.

En definitiva: reconocimiento insuficiente, compensaciones inexistentes y ninguna garantía de no repetición. Con su aparato de justicia reaccionario y con tics inquisitoriales, un ejército del que se expulsan militares demócratas y en el que se permiten pronunciamientos paragolpistas, una monarquía entronizada por Franco, una clase dominante especulativa, extractivista y parasitaria de lo público, una telaraña mediática propiedad directa de los grandes poderes, una conferencia episcopal tan poderosa como reaccionaria, una extrema derecha xenófoba y agresiva, cuerpos de policía de cultura “a por ellos”, servicios secretos impenetrables a todo control democrático… el régimen del 78 sigue gozando de muy buena salud, pudiendo incluso permitirse dejar que los vencidos recuperen los huesos de sus muertos.


Fuente → vientosur.info

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