Reyes emprendedores o la monarquía como negocio

En estos dos últimos siglos, en los que pocos reyes ejercen poder político efectivo, no han faltado los que han combatido el aburrimiento de ser solo un símbolo nacional convirtiéndose en prósperos emprendedores

Reyes emprendedores o la monarquía como negocio
Miguel Izu

En otros tiempos los reyes fueron, sobre todo, guerreros; solía ceñirse la corona el más fuerte, o el más bruto, quien lograba derrotar a sus enemigos. Recordemos, por ejemplo, que Enrique de Trastámara se convirtió en 1369 en rey de Castilla tras vencer y matar en Montiel, cuerpo a cuerpo y a cuchillo, a su hermanastro Pedro el Cruel. Luego los monarcas dejaron la peligrosa costumbre de ponerse al frente de las tropas y se convirtieron en gobernantes (se suele decir que Ricardo III de Inglaterra fue el último rey en morir en el campo de batalla, en 1485, y que la batalla de Solferino, en 1859, fue la última presenciada en persona por tres monarcas, dos emperadores, los de Austria y Francia, y un rey, el de Cerdeña). Más adelante, obligados por las circunstancias, dejaron que gobernaran otros y se dedicaron solo a reinar. Fue el político francés Adolphe Thiers el que en 1830 acuñó lo de que “el rey reina, pero no gobierna” para oponerse a la monarquía absoluta de los Borbones restaurados. Pero en estos dos últimos siglos, en los que pocos reyes siguen ejerciendo poder político efectivo, no han faltado los que han combatido el aburrimiento de ser tan solo un símbolo nacional convirtiéndose en prósperos hombres de negocios. A la mente del lector bien informado seguro que acudirá la imagen de un rey emérito de España, felizmente retirado en los Emiratos Árabes Unidos, que aprovechó su reinado para acumular una apreciable fortuna ejerciendo de comisionista o de hábil conseguidor, pero no es más que el último episodio de una larga historia de inspirados emprendedores regios que advirtieron que la monarquía puede ser un buen negocio. Sobre todo si tienes la habilidad de que brote petróleo de debajo de tus pies, como han conseguido los anfitriones del emérito.

Sin alejarnos de la historia de España, podemos recordar a María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, viuda de Fernando VII y regente durante la minoría de edad de su hija Isabel II. En unión de su segundo esposo, Agustín Fernando Muñoz, antiguo sargento de la Guardia Real luego ennoblecido como duque de Riánsares, amasó un buen patrimonio en el naciente sector del ferrocarril y en el declinante del tráfico de esclavos, y se decía que no había proyecto industrial en España en el que la reina madre no tuviera intereses. Las envidias que generaron su iniciativa y su prosperidad le obligaron en 1854, tras la Vicalvarada, a convertirse en exiliada en Francia, ni su hija Isabel II ni su nieto Alfonso XII le permitieron regresar a vivir en España. Los vástagos de los reyes, desde Edipo y pasando por las hijas del rey Lear, a veces son muy ingratos con sus padres.

Contemporáneo de María Cristina fue Leopoldo II de Bélgica, que además de reinar sobre ese país se convirtió, entre 1885 y 1908, en soberano del Estado Libre del Congo, creado por la Asociación Internacional del Congo, en realidad una empresa privada con la cual amasó una considerable fortuna explotando el caucho, los diamantes, el marfil y otros recursos. Se le acusa de reducir a la esclavitud a los indígenas y de genocidio, de haber causado la muerte de varios millones de ellos, pero toda gran empresa tiene sus costes. La mala prensa que recibió su exitosa gestión, como en la clásica novela El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, le forzó a ceder la soberanía del territorio al parlamento belga, brillante operación en la que consiguió una indemnización de varios millones de francos, a costa de los contribuyentes belgas, que reinvirtió en propiedades en la Riviera francesa.

Y ya que estamos en la Riviera, hablemos del príncipe Carlos III de Mónaco. Además de negociar con Francia la independencia del principado, que hasta 1861 había dependido de Francia o de Cerdeña, tuvo la genial idea de crear el Casino de Montecarlo, en el barrio que fundó y que lleva su nombre. Convirtió lo que era apenas una aldea, un mísero resto de las grandes posesiones que había tenido la familia Grimaldi en Francia e Italia, en una muy próspera ciudad. El juego tiró del turismo, el turismo del negocio inmobiliario, los inmuebles de las empresas financieras, y así sucesivamente hasta llegar al moderno Mónaco, un país sin impuesto sobre la renta y casi sin ningún impuesto donde están domiciliadas muchas firmas triunfadoras. Los príncipes de Mónaco siguen controlando la Société des Bains de Mer, propietaria de los casinos monegascos y de muchas otras empresas. Gracias a todo ello, el actual príncipe Alberto II es uno de los diez hombres más ricos del mundo.

Precisamente, fue el ejemplo de Mónaco el que inspiró al apócrifo rey de Andorra, Boris Skossyreff, un personaje muy singular, emprendedor con grandes virtudes pero cuyas ambiciones quedaron malogradas. Nacido en Vilna, entonces parte del Imperio ruso, de madre de la pequeña nobleza rusa y padre militar, empezó su carrera como cadete de una academia naval de la que fue expulsado. Su facilidad para los idiomas le permitió trabajar como intérprete de las tropas británicas desplegadas, tras la Revolución bolchevique, para apoyar a las tropas zaristas; fingió ser cuatro años mayor para hacerse pasar por capitán y ser evacuado con los británicos en 1918. Se estableció en Londres, hasta que fue expulsado de Inglaterra por un pequeño problema con unos cheques sin fondos. 

 Los príncipes de Mónaco siguen controlando la Société des Bains de Mer, propietaria de los casinos monegascos y de muchas otras empresas

En Polonia dio un sablazo a su madre y se fue a Alemania a disfrutar de su dinero entre casinos y balnearios; cuando se le acabó volvió a tener problemas con unos cheques y pasó tres años en prisión (él explicó que le acusaron de espía a favor de los ingleses). Le expulsan a Holanda, donde obtuvo un pasaporte Nansen, el que se expedía a los apátridas (aunque él contaba que era pariente de la reina Guillermina, que le otorgó el título de conde de Orange); tuvo que salir por piernas por otro pequeño problema, de nuevo, con unos cheques. Viajó por Suiza, Francia, Andorra, Italia y España; sus negocios no fueron bien comprendidos, le acusaron de estafa y visitó las cárceles de varios países, fue expulsado de casi todos ellos. Se casa en 1931 con una marsellesa de buena familia, con la cual no convive mucho tiempo, sus problemas con las autoridades francesas le traen a España y, tras una temporada en Sitges, Vilanova i la Geltrú y Mallorca, se instala en Andorra con sus dos amantes, una inglesa y otra norteamericana.

En mayo de 1934 hace una propuesta al Consejo General: si le reconoce como príncipe soberano, en lugar de los dos copríncipes, el presidente francés y el obispo de Seu d’Urgell, él convertiría a Andorra en un país moderno, atraería inversiones extranjeras y fomentaría el turismo. Tampoco fue comprendido en Andorra, fue expulsado. Aún así, se instaló en Seu d’Urgell y en el mes de julio se proclamó soberano de Andorra con el nombre de Boris I y dictó una constitución. Duró pocos días como monarca; sin darle oportunidad de entrar a tomar posesión del trono, la policía española lo detuvo y, tras una breve estancia en la cárcel, fue expulsado a Portugal. Sin duda, fue un visionario, ya que algunos de sus planes se hicieron realidad con el tiempo: convertir Andorra en destino turístico y paraíso fiscal.

Él murió pobre, pero no sin haber alumbrado antes una leyenda que ha prosperado: que fue elegido rey por el Consejo General de los Valles de Andorra y que contaba con el apoyo de sus súbditos, pero que por imperativo del obispo de Seu d’Urgell la Guardia Civil invadió el Principado para derrocarle y llevárselo preso.

A quienes no ven con buenos ojos que la monarquía se convierta en negocio y los reyes en empresarios, habrá que recordarles la frase que escribió otro monarca, el rey Salomón: “Nada nuevo bajo el sol”.


Fuente → ctxt.es 

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