El día de Clara, Clara Campoamor

El día de Clara, Clara Campoamor
Pepe Gutiérrez-Álvarez

Clara Campoamor merece un lugar en la historia de la II República y del feminismo aunque solamente fuese por su papel absolutamente crucial en el hecho de que las Cortes Constituyentes republicanas aprobaran el sufragio femenino en un tiempo en el que las mujeres de este país (de países) parecía absolutamente sometida al marido y a la Iglesia.

Clara expresó entonces toda la claridad de su punto de vista lo que hizo que este criterio se impusiera en contra de su propio partido – el radical -, y el de la socialista Victoria Kent, los primeros porque habían adoptado la norma del «mañana, mañana» en todas las grandes reformas, y la segunda porque estaba convencida de que el sufragio femenino – que estaba por ver en la República Francesa – acabaría beneficiando a la derecha, evidenciando una concepción democrática «instrumental» además de errónea ya que si la izquierda parlamentaria tuvo problemas no fue por el voto femenino sino por sus propias contradicciones. Clara Campoamor estaba tan convencida de su acierto que Concha Fagoaga y Paloma Saavedra, en su reedición de El voto femenino y yo, citan una carta suya de 1959 a Martín Telo en la que afirma con rotundidad: «Creo que lo único que ha quedado de la República fue lo que hice yo: el voto femenino».

Cierto. Y con sólo el voto masculino nunca habríamos alcanzado aquel sufragio femenino que tanto costó y que, en 1931, el ímpetu de Clara hizo posible, aquel año 1931, en el que escribió su obra más representativa, El derecho de la mujer, donde proclama con evidente optimismo: «El siglo XX será, no lo dudéis, el de la emancipación femenina… Es imposible imaginar una mujer de los tiempos modernos que, como principio básico de individualidad, nos aspire a la libertad».

Esta mujer de tan bello nombre no tuvo nada que ver con aquel popular Ramón de Campoamor, el autor de “Las Doloras” y el único Campoamor del Larousse, del Monitor y otras Enciclopedias al uso, incluido un Diccionario de la Guerra Civil de reciente aparición. Clara era de procedencia humilde, nació en Madrid en 1888, en el popular barrio de Maravillas, llamado hoy Malasaña, en una familia formada por un contable y una modista, ambos de pensamiento liberal, cercano al progresismo, es decir republicanos de buena cepa. Las cosas iban más o menos bien, gracias al trabajo de su padre en un periódico madrileño, hasta que la prematura muerte de éste la obligó a suspender sus estudios para entrar a los trece años en la vida laboral, ayudando a su madre como modista. Más tarde pasó a ser dependienta de comercio hasta 1909, año en el que se presenta a unas oposiciones administrativas y consigue una plaza en el cuerpo auxiliar de Telégrafos, uno de los contados trabajos a los que podía aspirar por su condición femenina.

Convertida en funcionaria del cuerpo de Correos y Telégrafos, ejerciendo en Zaragoza y San Sebastián, en 1914 obtiene una plaza en unas oposiciones para profesora en las Escuelas de Adultos que ejercerá en su Madrid. A su trabajo como educadora añade el de secretaria del diario La Tribuna, pero esto no es suficiente, y en 1924, con treinta y seis años, logra una licenciatura en Derecho en la Universidad de Madrid, habiendo pasado por Oviedo y Murcia. Un año más tarde, Clara fue nombrada miembro del colegio de Abogados, fecha en la que inició sus actividades políticas. En 1928, fundó con compañeras de otros países, la Federación Internacional de Mujeres de Carreras Jurídicas. En 1929 fue una de las animadoras de la Agrupación Liberal Socialista, que se integró en Acción Republicana para acabar finalmente en Partido Radical, por ser «republicano, liberal, laico y democrático». Su propio ideario político. Recordemos que esta corriente republicana (encarnada por Lerroux) había mostrado su interés por el sufragismo, y que en los años veinte auspició organizaciones femeninas como «La mujer del Porvenir» y «La Progresiva Femenina», y a principios de los años treinta «La Liga Española para el Progreso de la Mujer», la sociedad «Concepción Arenal» y la «Asociación Nacional de mujeres Españolas», a la que perteneció María de Maeztu, que fue directora de la Residencia de Estudiantes Femeninas.

Aunque sus ideas sobre la igualdad de la mujer la aproximan al PSOE y hasta prologa el libro de María Cambrils, “Feminismo Socialista”, dedicado a Pablo Iglesias, lo cierto es que Clara es una liberal que además ve con malos ojos la colaboración del PSOE con la Dictadura. Ella no aceptó la propuesta oficial de entrar en la Junta del Ateneo, ni tampoco la Cruz de Alfonso XII, que le otorgó la Academia de Jurisprudencia. A lo largo de su vida se mantuvo fiel a su origen humilde y a pesar de su rápida ascensión social, nunca abandonó la austeridad en su vida privada ni la fidelidad a sus principios, que vio representados por la República de la primera época, y que defendió en situaciones tan difíciles como cuando asumió la defensa de los implicados, Fermín Galán y García Hernández, en la sublevación de Jaca, y fue una de las voces que más sonaron contra su fusilamiento exigido por los mandos de un ejército que se había cubierto de ignominia en Marruecos. La súbita descomposición de la monarquía llevó al poder de la noche a la mañana a parte de sus clientes, convertidos en Gobierno Provisional. En 1931, las mujeres pudieron ser elegidas, pero no participar como electoras. Clara Campoamor salió diputada en las listas del Partido Radical, y formó parte de la Comisión Constitucional, de 21 diputados. Allí fue donde peleó eficazmente por imponer la no discriminación por razón de sexo, la igualdad legal de los hijos habidos dentro y fuera del matrimonio, el divorcio y el sufragio universal, generalmente llamado voto femenino. Todo lo consiguió pero no el voto femenino, derecho por el que tuvo que batirse en el Parlamento. Fue un debate para la historia, y la Campoamor arrolló. En un principio como minoría, luego como mayoría gracias al apoyo de la minoría derechista, la mayoría del PSOE y algunos republicanos. Victoria Kent y los radicales trataron de ganar lo perdido mediante una enmienda constitucional, pero Clara la desbarató.

Después, cuando la derecha abandonó el Parlamento por la Ley de Congregaciones, tuvo lugar una última tentativa para impedir el voto femenino, pero la Campoamor no sólo se impuso en el debate sino que, contra pronóstico y por sólo cuatro votos, lo ganó. Apoyándose en el PSOE y en algunos republicanos de derecha, derrotó a los socialistas de Prieto y a los republicanos de su propio partido, el Radical, el Radical Socialista y el de Azaña. Prieto salió del hemiciclo diciendo que aquello era «una puñalada trapera a la República». Hubo un gran escándalo. Y cuando en 1933 la CEDA ganó las elecciones y Lerroux formó gobierno, sin ellos y con ellos, toda la izquierda le echó la culpa de su derrota a Clara Campoamor. Pero su partido ya no era el de Lerroux, no consiguió renovar su escaño y en 1934 abandonó el Partido Radical por su subordinación a la CEDA y los excesos en la represión del golpe revolucionario de Asturias que denunció con vehemencia: «Se torturaba a los acusados en las prisiones; se fusilaba a los presos sin formación de causa en los patios de los cuarteles y se cerraban los ojos a las persecuciones y atrocidades perpetradas por la policía durante aquellos dieciséis meses. Hubo sólo tres ejecuciones oficiales: ¡Cuánta clemencia! Pero hubo millares de presos y centenares de muertos, torturados y mutilados. ¡Execrable crueldad! He aquí el trágico balance de una represión, que, de haber sido severa, pero legal, limpia y justa en sus métodos, hubiera causado mucho menos daño al país.»

Pero su hora ya había pasado aunque en 1935 escribió Mi pecado mortal.

El voto femenino y yo, testimonio de sus luchas parlamentarias que vale por sí mismo, pero que pasó más bien desapercibido. Cuando en 1934, había tratado de ingresar en Izquierda Republicana – fusión de radicalsocialistas, azañistas y galleguistas -, sus dirigentes la sometieron a la humillación de abrirle un expediente y votar en público su admisión, que fue denegada. Tampoco entró en las listas del Frente Popular, que ganó por una mayoría más amplia que la derecha en 1933 con la ayuda inapreciable del voto femenino. La guerra la cogió desprevenida, aquella ya no era su República. Su actitud fue próxima a la de Martínez del Barrio. Creyó que aquello era una locura que se podía evitar, y se opuso a que se le entregaran las armas a los obreros al tiempo que apoyó las posiciones más moderadas. Acabó huyendo de Madrid temiendo la represión de unas izquierdas que identificaba – invariablemente – con dictaduras del proletariado en ciernes. En 1937 se instaló en Lausana (Suiza) donde escribió y publicó en francés “La révolution espagnole vue par une républicane”, que ahora edita Luis Español Bouché con una elaborada introducción y un anexo de 50 páginas para la Espuela de Plata, en concreto, para la colección España en Armas, la misma que ha dado a conocer otras obras de Clara y de de otras republicanas con conciencia feminista.

Las psiciones de clara ropias de cierta intelligentzia entusiasta de «la entrada» de la República, pero que luego se sintió desbordada por los acontecimientos, por unas luchas sociales que confiaban solucionar gradualmente… Sus ataques a lo que entiende como mala gestión del Frente Popular, se hacen en nombre de: «Los principios liberales y democráticos no son sino una vergonzante y culpable mixtificación cuando unos hombres o unos partidos los invocan para encubrir todos los horrores, crueldades y expoliaciones que en Madrid he visto perpetrar durante las seis semanas en que me fue imposible abandonarlo. Contra esa abominable facción criminal levantaré siempre mi voz, mi protesta, mi espíritu. Yo no estoy al Iado de las fuerzas que han hundido en lodo y sangre la República de 1931…Los que hace cinco años saludamos a la República como el triunfo de nuestros ideales y de nuestras esperanzas, hemos podido aprender anchamente en este estadio, que importan menos las palabras que su contenido virtual, y que el símbolo en que pusimos nuestra fe, puede devenir, si sus rectores se transforman en explotadores, continente de cuanto hiere nuestro anhelo liberal y justiciero».

En su testimonio, Madrid aparece como una capital de los horrores, sembrada de checas y paseos, un lugar donde la vida de un hombre valía muy poco si no tenía amigos influyentes entre las autoridades o el carné de un partido de izquierdas, una visión apocalíptica que no ayuda en absoluta a explicar tanta resistencia. Su prologuista, Español Bouché en la introducción del libro, no se cuestiona el enfoque de la autora, y escribe: «Durante julio y agosto, Clara Campoamor permanece en el Madrid milicianado. Observa el terror, las checas, los fusilamientos. Lo escribirá todo meses más tarde. Deja Madrid, dicen algunos que el 6 de agosto, pero ella afirma que en septiembre, rumbo a Alicante. No sabemos si en septiembre o ya en octubre, Clara Campoamor consigue embarcarse en un barco de bandera alemana rumbo a Italia, con la intención de pasar a Suiza. Varios falangistas planean asesinarla durante el viaje. La denuncian a las autoridades fascistas y Clara es retenida unas horas en Génova. Luego puede proseguir su viaje».

La suya es pues una visión desengañada por la situación, resulta patente cuando escribe: «Si el futuro tiene que depararnos el triunfo de los ejércitos gubernamentales, este triunfo no traerá consigo un régimen democrático, pues los republicanos ya no cuentan en el grupo gubernamental. El triunfo de los gubernamentales sería el de las masas proletarias, y, como éstas están divididas, serán otras nuevas luchas las que decidan si se quedarán con la hegemonía de los socialistas, los comunistas o los anarcosindicalistas. Pero el resultado sólo puede ser una dictadura del proletariado, más o menos temporal, en detrimento de la República democrática… Si, tal y como hemos indicado, las causas de la debilidad de los gubernamentales traen consigo el triunfo de los nacionalistas, éstos también deberán empezar por instaurar un régimen que detenga las disputas internas y establezca el orden. Este régimen, lo suficientemente fuerte como para imponerse a todos, sólo puede ser una dictadura militar».

Apartada de las actividades políticas, Clara vivió una década en Buenos Aires y se ganó la vida traduciendo, dando conferencias y escribiendo biografías entre las que se incluye harto significativamente las de Concepción Arenal, Sor Juana Inés de la Cruz, Quevedo y otros grandes personajes de la cultura española. Trató de volver a finales de los 40 y a comienzos de los 50, pero se topó con que tenía que ser depurada por haber pertenecido a la logia masónica “Reivindicación”. A diferencia de otros exiliados, ella se negó a declarar por lo que consideraba un delito legalísimo cuando se cometió y del que además, no se arrepentía. Así, por principios, se quedó en el exilio para siempre. En 1955 se instaló en Lausana, trabajando en un bufete hasta que perdió la vista. Murió de cáncer y de nostalgia en abril de 1972 y mandó que sus restos fueran incinerados en San Sebastián, donde se hallaba al instaurarse la II República, cuya historia no se puede escribir sin citar su nombre. Un nombre que mancillan aquellos y aquellas cuyo “feminismo2 no comporta ningún problema para el “capitalismo”, y se somete a la monarquía más desprestigiada de Europa.

Aunque todavía queda por hacer una buena película sobre ella, podemos citar los siguientes trabajos: Clara Campoamor. “La mujer olvidada” (2011) 2/, aplicado telefilme coproducido por varias cadenas. Estuvo dirigido por Laura Maña, que lo planteó como un rendido homenaje fundamentado en el libro biográfico de Isaías Lafuente, tarea que cumple al pie de la letra subrayando la complicidad de algunos ilustres varones como Niceto Alcalá Zamora. El principal soporte es la interpretación de la siempre convincente Elvira Minguez, prácticamente omnipresente en todo el metraje. Clara Campoamor se empeña en lograr lo que ya han conseguido en otros países y se plantean firmemente luchar por los derechos de la mujer como un objetivo en el que pone todo su empeño por encima de lo personal. Su lucha no es nada fácil. Muy pronto encuentra su primer obstáculo: sus propios compañeros de partido, republicanos, de izquierdas, temen que las mujeres voten influenciadas por la iglesia y, por ello, a la derecha, así que le dan la espalda. Ese argumento se generaliza y hace que Clara se quedara sola en el parlamento en su defensa del sufragio universal. Después de una lucha constante, y de múltiples traiciones, el 1 de diciembre de 1931, consigue su objetivo: nada menos que el voto para las mujeres.


Fuente → kaosenlared.net 

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