Clara Campoamor entre trincheras: liberalismo, ciudadanía de las mujeres y memoria democrática

 Se opuso tanto a la revolución en el bando republicano, como a la represión del octubre asturiano. Su legado sigue en disputa.

Clara Campoamor entre trincheras: liberalismo, ciudadanía de las mujeres y memoria democrática / Alba González Sanz:

La de Clara Campoamor es una figura incómoda para la izquierda. Dos motivos fundamentales lo explican: el sambenito de que el voto de las mujeres fue la causa del gobierno de la CEDA en 1933 y, sobre todo, su rechazo radical a la forma en que se gestionó la respuesta madrileña al golpe de Estado de julio de 1936 en las semanas inmediatamente posteriores. Reformista, que no revolucionaria, Campoamor no compartió la decisión de dar armas al pueblo, como no estaba de acuerdo en vías revolucionarias de transformación social de ninguna índole.

El libro en el que plasma su visión —limitada por el momento de escritura y su propia herida al haber sido apartada de la primera línea política por la minoría republicana— es un clásico de la autollamada “tercera España”. En La revolución española vista por una republicana, que le costó amistades y amarguras, Campoamor despelleja las decisiones tomadas por “los suyos” desde las elecciones en las que resultó victorioso el Frente Popular hasta esas primeras semanas caóticas de un Madrid que resiste el golpe y trata de organizarse sin que el gobierno de la República se entere de por dónde le van a venir los aviones alemanes.

Ese texto, que escribió sin pleno acceso a la información de lo que estaba sucediendo en la España que ya Franco controlaba, tiene dos vicios fundamentales y una consecuencia trágica para la figura de la primera diputada española. El primer vicio es que parte de la herida: es un cabreo señalador que no deja títere con cabeza, a veces con razón, otras como cabestra, motivado en gran parte por el acoso y derribo que sufrió en aquellos años y por las maniobras que la apartaron de conseguir puesto de salida en lista electoral para volver a un escaño, que era lo que realmente deseaba para seguir haciendo políticas que cambiaran la faz de España y, en concreto, la situación de sus mujeres ante la ley. El segundo vicio es que le falta esa información global para mensurar el conflicto, en parte por su rechazo a la actitud de los partidos republicanos y en parte porque ese acceso resultaba difícil.

Los vicios del volumen no empañan las virtudes: el análisis de la debilidad de esos padres de la patria republicana que no fueron capaces de consolidarla es agrio, pero certero. Sus protestas jurídicas contra algunas decisiones acaecidas en el Congreso, procedimentales y de forma, durante el gobierno del Frente Popular, son impecables. El caos en la ciudad y el riesgo por su vida fueron ciertos y así los constata. Pero cómo ese libro ha sido empleado contra la República, contra el gobierno legítimo, tomando como elemento de azote al pasado colectivo a una republicana de pro, tan significada y entrelazada con lo que supuso aquel tiempo histórico, es la evidente consecuencia trágica.

Imagen del Madrid de la Guerra Civil.

El resultado práctico de ese libro herido y demoledor, que ella misma retira cuando se da cuenta del uso que va a dársele y cuando conoce la realidad de lo que está aconteciendo contra la República y en forma de represión, es que para muchos se convierte en la clave de bóveda de su figura, para otros en la razón de despreciarla y, en ambos casos, la potencia de su vida, de su acción política y de su militancia feminista desde lo jurídico y desde la educación desparece de un plumazo del relato que construye su figura. Y esa pérdida lo es para la memoria democrática del país y, específicamente, para la de las mujeres en su larga lucha por la plena ciudadanía.

Desde la irrupción de Ciudadanos en la esfera política nos encontramos un uso más de su figura en una clave que solo puede definirse como cutre

Y si siempre han estado quienes la han reivindicado como suya por no ser de los otros —el “Libre te quiero” de Amancio Prada no pasó por sus oídos—, desde la irrupción de Ciudadanos en la esfera política nos encontramos un uso más de su figura en una clave que solo puede definirse como cutre. Les sonará la frase “Estoy tan alejada del fascismo como del comunismo. Soy liberal”, que efectivamente Campoamor pronunció y que el partido naranja arroja en fiestas de guardar relacionadas con el voto femenino. Es interesante saber cómo, cuándo y dónde se pronunció esa frase.

Campoamor no encuentra barco republicano que la saque de España en ese caos madrileño del verano de 1936 que tan bien describe su contrarrevolucionario libro. Consigue tomar, con su madre anciana y su sobrina pequeña, un barco italiano que la puede acercar al que es su primer destino de exilio: Lausana, en Suiza, donde vive su compañera, la también abogada feminista, Antoinette Quinche. El viaje en barco, que ella narra con el magisterio de una prosa criada a las faldas de Cervantes y Galdós, es una pesadilla: unos carlistas la reconocen —¡cómo no reconocer a la “intransigencia feminista” que consiguió el voto y el divorcio para las mujeres, pecados capitales!— y amenazan con tirarla por la borda.

Artículo de 1931 en ‘Nuevo Mundo’

El capitán del barco impide la violencia no tanto por sensatez como por evitarse problemas a la llegada a puerto y la travesía pasa entre amenaza, miedo y miseria, en estrecha continuidad con lo que ella vivió en el primer Madrid sitiado. A la llegada a puerto italiano, la espera la policía, que se interesa por las simpatías ideológicas de la señora que viene, claro, de esa España en la que Franco lucha contra el comunismo. Es en ese contexto, en ese episodio, donde acontece la frase que Ciudadanos cacarea y arroja en cada fecha que tiene algo que ver con la figura de Campoamor. Frase que Clara lanza porque, desde su punto de vista y como ella misma explica, para llegar hasta Suiza no tiene que ser ninguna cosa en la lógica de trincheras establecida en Europa, ni en ese momento le importa más que llegar a su maldito destino.

Varios libros publicados, artículos, intervenciones parlamentarias. Una trayectoria de superación personal y tenacidad feminista que se refleja en los espacios en los que participa y en las luchas que emprende reducida a ese “soy liberal” que se lanza, precisamente, cuando desde la izquierda se reivindica y recuerda la figura de Campoamor. En virtud de la lógica aplastante de algunos dirigentes naranjas, una persona que se defina comunista no tiene derecho a reivindicar a Clara Campoamor y, en traslación anacrónica que demuestra lo poco bien que se imparte la Historia en este país, ese “soy liberal” contextualizado, preciso y con historia se puede acomodar al supuesto liberalismo del que presume Ciudadanos y servir para decir que hoy “las feministas” echarían a Clara de las manifestaciones del 8 de marzo; muy a pesar de que de no ser por las feministas seguiríamos sin saber quién fue la abogada madrileña.

Criada políticamente por un padre del Partido Republicano Federal, Clara Campoamor no tenía simpatías comunistas, pero tampoco fascistas.

Lamento comunicar, a quien haya llegado hasta aquí, que esta mirada al pasado tan limitada, tan interesada y tan poco útil al presente solo cabe en un país sin transición y sin memoria, además de poco acostumbrado al pensamiento complejo. Clara Campoamor no tenía simpatías comunistas, pero tampoco fascistas. Defendió el principio de la individualidad, ese “labrarse una personalidad” en sus palabras, al tiempo que concibió la política como un servicio hacia lo colectivo. Fue profesora. Sabía bien cuánto emancipaba la educación y lo necesario de reivindicar su pleno acceso público. Era liberal, claro, criada políticamente por un padre del Partido Republicano Federal, y alejada de cualquier visión de lo político que tenga que ver con especulación o trile. Republicana, feminista y pacifista —esta cita nunca la toman los neoliberales de hoy—, si trasladamos su pensamiento al presente con esta soberbia impune de red social y títulos en Harvard-Aravaca, cometeremos un error de bulto en la forma en que la historiografía nos es útil como disciplina y como herramienta democrática.

Imagen de Cs para el 8M.

No soy ingenua. El pasado es materia de la construcción nacional y ese camino pocas veces se anda con honestidad o cuidado. Todas y todos heredamos o escogemos símbolos y emociones que nos interpelan ante otros posibles; todas y todos estamos inmersos en el relato de la identidad nacional —esa ficción que interpretamos con la Historia— y todas y todos deberíamos, sin embargo, ponernos en cuarentena en nuestras adscripciones e idealizaciones. Todas y todos deberíamos abstenernos, un poquito al menos, de traer el pasado por los pelos para emperejilar mejor nuestras pretensiones. Quien esto escribe lo intenta todos, todos los días.

Esto no impide afirmar que Clara Campoamor es más de las feministas que de ninguna otra adscripción política en la España de hoy y esto es así porque solo las mujeres se han preocupado de aquello que las dignifica y concierne en su lucha por ser ciudadanas. Pero en un país con una memoria democrática real, basada en la justicia y en la ley como señalaba en un artículo reciente Guillem Martínez, no sería problema que fuera también de los conservadores, de los neoliberales o de los socialistas. Y no lo sería no por falta de definición de su figura —mucho escribió y dijo, aunque poco se la lea, para hacerle un buen retrato— sino porque en la comunidad imaginada que somos como país habría entrado por su propio derecho el camino importantísimo que tantas mujeres anduvieron para lograr su emancipación, que no era otra cosa que formar parte de la vida común, tener derechos, arrimar el hombro al progreso en esa lógica de época que hoy también podemos revisar. Campoamor habría entrado como símbolo de esa reivindicación que hunde la raíz, como poco, en el siglo XIX y todo el mundo, desde la escuela hasta las estatuas, la reconocería como un patrimonio imprescindible de nuestra democracia y de la historia del país. Lo que pasa en Reino Unido con las sufragistas.

Busto a Clara Campoamor en Madrid. Foto: Wilkipedia.

Así, todas y todos le podríamos reconocer el valor del sufragio universal, el republicanismo radicalmente democrático, su empeño como abogada por defender a las mujeres más vulnerables ante la violencia sexual y de clase, su condición de pionera en la Academia de Jurisprudencia, en el Congreso o ante el Tribunal Supremo, su buenísima prosa y su lectura inteligentísima de Concepción Arenal o Teresa de Jesús. Y hablaríamos después de cómo interpretamos, desde nuestra lógica del hoy, los hechos más concretos de su contexto político: su dimisión como Directora General de Beneficencia y del Partido Radical de Lerroux por la violencia de Estado que se desató en Asturies tras la Revolución de Octubre de 1934; su negativa a armar al pueblo de Madrid y a que imperase un marco ruso alejado de su mirada de jurista de cómo debía ser el Estado u otras decenas de hitos mayores y menores que evitaríamos arrojarnos de lado a lado, porque comprenderíamos, en su riqueza, su figura.

Las feministas sabemos relacionarnos con Campoamor como lo hacemos con Margarita Nelken o con Victoria Kent: es fácil juzgar hoy su error estratégico en el rechazo al voto de las mujeres, incluso analizar los componentes de clase o antidemocráticos en su elitismo, sin por ello negarles su condición de pioneras, su trabajo intelectual o su importancia en la historia de las mujeres de España. El problema, que padecen ellas como especialmente sucede con Clara Campoamor, es que a España —a esa España de “casinillos radicales para hombres solos” que quiso cambiar la abogada madrileña— nunca le han interesado sus mujeres. Ni entonces, claro, ni hoy. Ojalá sea posible construir y compartir una memoria en la que, desde la diferencia, elevemos a símbolos conscientes aquellos ejemplos de vida y pensamiento que construyeron democracia en cada tiempo histórico, salvando la distancia con el pasado y aplicando vergüenza.


Fuente → nortes.me

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