Lo
que en tiempos tomábamos por la ‘Verdad’, revelada o científica, en la
actualidad lo tratamos como cuento más o menos convincente, verosímil…
En este momento vemos que los escribidores del cuento de Juan Carlos I
(él mismo, principalmente, pero acompañado de un sinnúmero de
colaboradores necesarios) han fracasado ostensiblemente
Más allá de la razón política y jurídica, o de la historia
como elemento de justificación, ¿podríamos decir que estamos
esperando el relato del monarca convertido en autor por
inspiración divina?
Existe una línea de poder (único, absoluto y omnímodo) que
relaciona las figuras de Dios, del rey y del autor sobre la que durante
siglos se ha fundado la mayor parte de la vida en el occidente
cristiano; desde luego se trata de figuras patriarcales y
unipersonales que han configurado la historia de las relaciones
políticas e interpersonales desde el principio de los tiempos. En otros
lugares del planeta se han forjado sociedades de manera similar aunque
con características distintas; divinidades de uno u otro carácter,
emperadores o caciques y cuentacuentos o cronistas se han producido por
todos los rincones del planeta.
Aquí, en este lado del globo terráqueo, Dios escribió su relato
en los textos sagrados de manera más o menos personal o utilizando
autores delegados (profetas, evangelistas, etc.). Su propio hablar ya
era un acto de creación mediante el que las palabras se convertían
en acto; tenía el poder, por ejemplo, de convertir la palabra ‘luz’
en luz física, fenómeno que ilumina el mundo. Y de su mano han
surgido leyes o mandamientos para que los humanos se
atuviesen a unos comportamientos que no pondrían jamás en duda su
legitimidad. Dios es Dios, y durante muchísimo tiempo, no hace falta
explicarlo, todo se ha sustentado en su figura, principio y fin de
todas las cosas.
Otro tipo de delegación de Dios que no tiene que ver con la autoría de sus libros sino con sus actos es la delegación de su poder en el monarca, su representante o su encarnación en la Tierra, rey o papa.
Durante mucho tiempo el poder absoluto ha dictado leyes cuyo primer
deber consistía en legitimar un mandato terrenal cuyo origen
incontestable estaba en el Dios de los cielos. El primer deber del rey,
incluso hoy en día y a pesar del anacronismo, es que su dinastía siga
reinando sobre tierras y hombres que les han sido confiados por designio
divino. El linaje es lo primero, todo lo demás resulta secundario e
instrumental. Cualquier pugna contra este mandato supremo antiguamente
suponía el exilio o la muerte; por fortuna hoy no es así.
El genio del autor es también de origen divino, y habitualmente
sancionado por el monarca en función de que las creaciones
estuviesen producidas o no a mayor gloria de Dios y del rey. El
monarca o los guardianes de su poder han solido decidir sobre la
bondad artística de las creaciones humanas. Una suerte de
inspiración divina ha nutrido al autor genial para que en sus
palabras, en sus pinceladas o en sus notas musicales se apreciase la
mano del Creador y las virtudes de su rey. Con todas las salvedades
necesarias, son muchos los ejemplos que la historia nos ha servido:
poetas, artistas y músicos que han sustanciado el orden divino en
armonías celestiales para el buen uso de las criaturas de Dios y de
los pobladores del reino.
Pues bien, esta especie de triángulo creador del Orden -con todas las
excepciones que sea necesario tomar en cuenta-, fue puesto en cuestión
por los propios humanos hace unas centurias; algo debió parecerles que
estaba fallando. Sin entrar demasiado en detalles históricos sabemos que
Dios fue muerto por mano de filósofos, el rey fue decapitado por
súbditos enojados y el autor genial mandado a desaparecer probablemente
por otros autores menos geniales. Si bien estas muertes fueron
explicitadas y certificadas en diversas instancias de la política, la
economía, el pensamiento, las ciencias y las artes, también podemos
comprobar que no fueron conclusivas. Es decir, una suerte de innovador
estado de zombificación, de muerto viviente, se ha cernido sobre Dios,
el rey y el autor. Probablemente no solo no han muerto sino que se han
multiplicado en diversos formatos. Así vemos que los cultos a dioses de
distinta condición siguen existiendo de diversas maneras, que rigen monarcas a quienes se sigue rindiendo honores allá donde sus pueblos los entronizan y que probablemente hay más autores que nunca, sean estos geniales o del montón.
En buena medida, y como se oye por todos lados, la cuestión hoy
estriba en el relato; como si antes no hubiese sido así. Y es que lo
que en tiempos tomábamos por la ‘Verdad’, revelada o científica,
en la actualidad lo tratamos como cuento más o menos convincente,
verosímil. Y claro, estos nuevos relatos necesitan autores muy bien
entrenados en la ficción. En este momento vemos que los
escribidores del cuento de Juan Carlos I (él mismo,
principalmente, pero acompañado de un sinnúmero de colaboradores
necesarios) han fracasado ostensiblemente. Imposible
conservar vivo, creíble y ejemplarizante un personaje que se
inició torcido con la designación franquista, que mejoró
notablemente con la Transición y el 23 F pero que luego ha caído
estrepitosamente en el abismo con el elefante de Bostwana, el AVE a
la Meca, sus amantes y socias despechadas y todas las corrupciones de
las que vamos teniendo noticia. Podríamos decir que pese a la
inviolabilidad legal durante su reinado efectivo, él mismo se ha
presentado, más allá de las consecuencias judiciales, como
absolutamente violable desde el punto de vista de la escena
pública y mediática. Se ha expuesto hasta el punto de que hoy día
cualquiera se encuentra en disposición de ignorar la presunción de
inocencia respecto al emérito y atacar sin conmiseración a quien
tanta ejemplaridad solicitaba en sus discursos. Y desde luego no solo
se ha expuesto personalmente, sino que ha propiciado que la
institución que representa/ba fuese arrastrada por el lodo.
A eso le podemos sumar lo que sabemos del comportamiento de algunos
miembros de su familia y lo que ellos nos ofrecen como elementos de
sospecha más allá de los hechos comprobados. El árbol caído,
desgraciadamente, reclama el hacha… Sin embargo, y a pesar del
continuo clamor, no es esta historia del pasado reciente lo que más
interesa ahora. La justicia sustanciará lo que haya de ser y aquí
presumimos su inocencia, desde luego. Pero si no tenemos resortes
judiciales suficientes para que todo esto se aclare de manera
completa y se juzgue convenientemente, entonces deberemos revisar por
enésima vez de qué clase de democracia y de estado de derecho nos
hemos dotado y habremos de actuar en consecuencia.
Más allá del pasado reciente y del rol jugado por su progenitor,
el papel de personaje designado por la historia divina y
humana que juega Felipe VI es probablemente el de más difícil
interpretación para un monarca. En ese triángulo descrito
al principio de este texto, leyendas y teatros aparte, Felipe VI ha
de encarnar el rol de autor divino para que su real figura pueda en
adelante resultar mínimamente asumible, soportable. Soportable para
un país lleno de republicanos (y juancarlistas) que han
tolerado la monarquía como mal menor durante todos estos años
y que ahora ven mal pagados, humillados, los esfuerzos de paciencia y
contención llevados a cabo para no hacer estallar las costuras del
Estado. Me preguntaba al principio: ¿podríamos decir que estamos
esperando el relato del monarca convertido en autor por inspiración
divina? Y pregunto ahora: ¿Qué puede contarnos Felipe VI para que
una importante mayoría de ciudadanos asuma que el papel del monarca
y el de su descendencia sean importantes, imprescindibles, deseables?
Es probable que quien de momento parece no haber sacado los pies
del tiesto, ahora mismo se encuentre ante una página en blanco, y
cualquier autor, por mucha inspiración divina que suela tener, sabe
lo que eso significa: terror. Terror a la nada, al sinsentido, a la
insignificancia. Aunque se encuentre asesorado en esta tarea por
notables escritores, podemos imaginar que no hay equipo de guionistas
en el planeta que sepa escribir un futuro mínimamente plausible para
alguien que sustenta sus credenciales en un linaje que ha vuelto a
despreciar al pueblo y que ha de postular su futuro sobre una
ejecutoria que no existe. De su padre, a pesar de sus supuestas
corrupciones, se ha dicho que representaba los intereses de España
por donde iba, que hacía negocios útiles para el Estado y las
empresas patrias, que paseaba el nombre de su país dándole
relumbrón allá por donde andaba, que como Jefe Supremo de las
Fuerzas Armadas abortó un golpe militar contra la incipiente
democracia, que era muy campechano y que mandaba callar a
líderes bolivarianos. De su hijo, de Felipe, todos dicen que está
muy preparado, el que más lo ha estado en la historia de nuestras
dinastías reinantes, que se olvidó de hacer un gesto conciliador
con el pueblo catalán y que es muy esforzado, muy cabal,
concienciado, y luce muy bien en actos de todo tipo. Sí, la
hemeroteca es cruel y él no ha tenido aún mucho tiempo ni
habilidades para generar y expresar un mejor relato de su reinado.
Por eso no se le conocen más prestaciones que las de portarse bien,
que no es poco dadas las circunstancias, pero que a estas alturas
resulta bastante insuficiente. (Esto, si no se demuestra que había
algún tipo de connivencia en casos de corrupción con los ahora
investigados asuntos paternos). Creo que pocos autores quisieran
estar en su pellejo. Felipe VI tiene que innovar; la página
en blanco necesita un autor vigoroso, una suerte de superhéroe
que a pesar de las escasas probabilidades de éxito tenga la
capacidad, quizás la última, de encontrar lectores que lleguen a
creer que otra historia de la monarquía es posible.
Probablemente el papel que tiene que escribir Felipe VI
consiste en inventarse un personaje de leyenda o de ciencia ficción
que resulte absolutamente necesario, providencial para este
país, cosa muy improbable por no decir imposible y a lo que las
circunstancias, de momento, no acompañan. Tendría que demostrar que
puede hacerlo y convencernos. Muchos esperan atentos. Otra de las
opciones es abdicar, como sugieren algunos y algunas, pero no sería
suficiente; la corona quedaría en manos de su hija, lo que además
de un problema con la mayoría de edad supondría que en unas décadas
quizás tendríamos que enfrentar el mismo tipo de problema, con ella
o con su descendencia. Una lotería en cada cambio de reinado y, por
tanto un bucle, un cuento de nunca acabar. También cabe escribir el
papel de la renuncia, el del Jefe del Estado que sacrifica su destino
extinguiendo su mandato y el de su descendencia; hacer de la
necesidad virtud y confiar en que su papel heroico sea el de quien
acaba con los privilegios de sangre para que todo un pueblo recupere
sus opciones de futuro sin más rémoras que las que la política
convencional provee (o sea, a sabiendas de que las repúblicas y los
políticos también tienen sus problemas, enormes, pero que al menos
ofrecen la posibilidad de remover los cargos y acortar los
mandatos, que no es poco).
La página en blanco espera. No está en condiciones de garantizar
felicidad a nadie, pero Felipe quizás imagina que su única
felicidad provendría del reconocimiento de un pueblo que ve cómo el
rey desdice a todos sus ascendientes, inmola su reinado por el
porvenir de sus conciudadanos y bloquea para siempre el acceso a la
jefatura del estado de sus descendientes. El primer
republicano, el rey. La reforma constitucional vendrá de suyo por
otras razones en más o menos tiempo, así que parece deseable que
nos ahorre un referéndum apasionante y apasionado, cargado de
animadversión, exclusivamente por esta causa. Que la inspiración
divina ilumine al monarca para que como autor verdaderamente
innovador, zombi y genial, escriba las líneas definitivas por las
que sin duda podría pasar definitivamente a la Historia. Si
escribiese la opción de la renuncia radical y absoluta para él y
los suyos, quizás deba enfrentar dificultades laborales o
económicas. Supongo que no habría problema en resolverlo, igual
puede servir muy dignamente en las fuerzas armadas en el rango que le
corresponda o en la empresa privada donde siempre hay puestos
simbólicos que resultan menos gravosos para los ciudadanos que los
gastos económicos y, sobre todo, morales de un monarca al uso.
Fuente → attacmadrid.org
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