
En 1958 la Comisión Episcopal de Ortodoxia y Moralidad del Episcopado Español, editó las Normas de decencia cristiana,
un librito de 85 páginas cuyo precio de venta al público era de 5
pesetas. La vida religiosa, el hogar, los esposos, el noviazgo,
educación de la castidad, vestido y ornato del cuerpo, diversiones, el
veraneo, la mujer en la vida pública y profesional, son algunos de los
capítulos que conforman este texto.
Quiero detenerme en el capítulo XIII dedicado a el veraneo.
La Iglesia debía velar por la moral -especialmente la de las mujeres- y
poner coto a la invasión paganizante y desnudista de extranjeros que
vilipendiaban el honor de España y el sentimiento católico de la patria.
«Se ha dicho que el veraneo es el invierno de las almas. Es
tiempo, ciertamente en que el mundo, el demonio y la carne hacen mayor
estrago en las almas. (…) El veraneo, fuera de los lugares habituales de
residencia, no será peligroso si pensamos que Dios está en todas
partes, que nos ve, y que sus mandamientos obligan siempre y en todo
lugar.»
Para el Episcopado «especial peligro ofrecen para la moralidad los baños públicos en playas, piscinas y orillas de río», por
lo que no paró de instar a las autoridades gubernativas para que
dictaran instrucciones que debían ser cumplidas con sumisión y animaba a
los ciudadanos a denunciar todos los actos públicos ofensivos de la
moral. Debían evitarse los baños mixtos «que entrañan casi siempre
ocasión próxima de pecado y de escándalo, por muchas precauciones que se
tomen, y más, si cabe, en las piscinas, donde lo reducido del espacio y
la aglomeración de personas hacen más próximo el peligro. Ni se atenúa
porque las piscinas sean propiedad particular y aun familiares.» Solo estaban permitidas las piscinas mixtas infantiles «siempre que sean sólo para niños que no han llegado al uso de razón.» Los baños de sol no debían ser pretexto «para abusar del desnudo» y había que tener especial cuidado con las excursiones campestres en estanques o ríos «pues
a los inconvenientes del baño público en general hay que añadir los que
provienen de la frivolidad, ligereza y excesiva libertad de un día de
excursión.»
Desde el inicio de la Guerra en las zonas ocupadas por los
franquistas, así como en la posguerra, la moral imperante fue la dictada
por la Iglesia. Una moral impuesta por los obispos, a través de las
pastorales que defendían desde el púlpito. No había ciudad costera sin
un bando del Gobernador civil supervisado por el obispo de turno cuando
se aproximaba la estación estival.
En el verano de 1937 el Gobierno Civil de A Coruña se puso manos a la obra con el diseño de los bañadores: «El traje de baño debe de ser de tela de buena calidad, no transparente, que cubra el cuerpo sin ceñirlo».
Las mujeres debían usar trajes hasta las rodillas, bien enteros o
compuestos de blusa y falda. En cuanto a los escotes, su diseño parecía
obra de la alta costura parisina más que de la censura franquista: «El
escote del traje estará limitado por el pecho como máximo por una línea
de 20 cms. de anchura y que correrá paralela a 10 cms. de la clavícula.
Por la espalda podrá tener la misma anchura de 20 cms. y estará
limitada por otra línea que será paralela a la de los hombros, a 24 cms.
de ella. El escote estará confeccionado de modo que nunca puedan
separarse del cuerpo sus bordes, por muy virulentas y forzadas que sean
las actitudes de quiénes lo usen». Las mangas también eran asunto de riguroso estudio: «Las
mangas distarán, cuando menos, 15 cms. del codo por la parte inferior e
irán ceñidas de tal forma que en ninguna ocasión un movimiento brusco
descubra la axila».
Ellos no se quedaban atrás: «Las mismas condiciones respecto a
escotes y mangas tendrán los trajes de baño de los hombres, quiénes
usarán pantalones cuyos perniles sean de 40 cms. de ancho y acabarán
cuando menos a 10 de las rodillas».
Y a pesar de ir tan tapaditos, tenían prohibido tumbarse en la arena
de la playa, aún cubiertos con albornoz, aunque si estaba permitido
permanecer sentado siempre y cuando se guardara la debida discreción. En
1940 el Gobernador civil de Valencia dictó un bando informando que
procedería a acotar todas las playas de su competencia para «establecer tres zonas correspondientes a mujeres, hombres y familias». Prohibió
el uso de casetas para personas de distinto sexo aunque pertenecieran a
la misma familia y exigió que los trajes de baño fueran «completos de cuerpo, con escote limitado en pecho y espalda», y las mujeres «falda sobre el maillot hasta la rodilla».
Los hombres tenían prohibido utilizar slip. Siempre que se salía del
agua era obligatorio el uso de albornoz. Cuentan que este Gobernador de
nombre Francisco Planas de Tovar, llegó a multar a su propio hijo por no
ponerse el albornoz al salir de darse un baño en el mar.
En el año 1941 se celebró en El Ferrol un Congreso de Eucaristía. Uno de los acuerdos adoptados en el mismo fue «intensificar
las campañas de austeridad y modestia contra la moda descocada en el
vestir, en los modales, relaciones, playas, deportes, etc. impuestas por
la masonería».
La maquinaria represiva del Estado se puso manos a la obra y ese
mismo año la Dirección General de Seguridad al acercarse la estación
estival, siguiendo las instrucciones dictadas por la Iglesia, elaboró
una circular sobre moralidad en las playas que fue remitida a todos los
gobernadores civiles con la exigencia de imponer sanciones a los
infractores cuyos nombres se harían públicos para que sirviera de
ejemplo y escarmiento. Fue el inicio de las faltas contra la moral y el escándalo público.
Quedaba prohibido el uso de prendas de baño indecorosas, la permanencia en playa, clubs, bares, etc., bailes y excursiones y, en general, fuera del agua, en traje de baño, que hombres y mujeres se desnudaran o se vistieran en la playa, fuera de la caseta cerrada, y los baños de sol sin albornoz.
Hasta los desnudos desaparecieron de los textos de Historia del Arte y
tanta era la obsesión por el acuciante problema de la moralidad en el
baño y la higiene de los bañistas que en mayo de 1951 se celebró en
Valencia el Primer Congreso Nacional de Moralidad en Playas, Piscinas y
Márgenes de Ríos, bajo los auspicios de la Comisión Episcopal de
Moralidad y Ortodoxia de España y al que acudieron representantes
civiles y prelados de todas las provincias. Según sus asistentes se
adoptaron grandes decisiones moralizadoras encaminadas a evitar las
tentaciones, instando a los poderes públicos a frenar la invasión
nudista extranjera y a mantener la prohibición de que personas de
distinto sexo pudieran tomar el sol juntos. El hecho de pertenecer a una
misma familia no exoneraba del cumplimiento de estas reglas.
Además de las pastorales, los libros, las circulares y los bandos,
siempre había un guardia dispuesto a sancionar la infracción a la moral.
Y siempre había vigías que prevenían a los bañistas con aquello de «¡Qué viene la moral!».
Pero con lo que no contaban los obispos era con la llegada del
turismo en la España católica de los años cincuenta y la revolución que
supuso la aparición del bikini. Cientos de mujeres europeas tomaban el
sol indecorosamente con el ombligo al aire.
Aunque unos años después los obispos seguían alertando sobre los peligros del verano: «Hemos
entrado hace unos días en el calor estival, y los peligros morales que
por ello suelen agudizarse… Al llegar los meses de verano, el
desbordamiento del impudor envuelve aún a los hombres, y llega a tan
intolerables excesos, que las Autoridades civiles, velando por la
decencia pública, se ven precisadas cada año a dictar disposiciones y
tomar medidas especiales para refrenar tanto abuso».Corría el año
de 1952 y en Benidorm una turista fue multada con cuarenta mil pesetas
por estar sentada en un chiringuito de playa vestida solo con el dos
piezas, lo que provocó un escándalo mayúsculo. Pedro Zaragoza, el
entonces alcalde y jefe local del Movimiento, que quería convertir
Benidorm en el destino turístico de Europa, legalizó con una ordenanza
el uso de esta prenda de baño en todo el término municipal, convirtiendo
a Benidorm en el primer pueblo español en el que el uso del bikini
estaba permitido y donde se sancionaba a cualquiera que osase
enfrentarse con las mujeres que lo utilizaban. Pero el asunto no terminó
ahí. La guerra del bikini acababa de comenzar. Vecinos intransigentes
denunciaron al alcalde ante el Arzobispado de Valencia, que inició un
proceso para excomulgarle con el beneplácito de Luis Jiménez y Arias
Salgado. Ante la falta de apoyos el alcalde de Benidorm tomó una
solución drástica: viajó hasta Madrid en su Vespa para hablar
personalmente con Franco. Cuando salió de El Pardo, llevaba consigo el
consentimiento tácito del dictador. Desde ese momento el bikini se lució
en las playas y calles de Benidorm y poco después en las del resto del
Estado español.
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