El ocaso que nunca termina
 

El ocaso que nunca termina
Antonio Barral

En un 14 de abril de hace ya 89 años se proclamaba en España la Segunda República: El rey Alfonso XIII abandonaba el país afirmando haber perdido el cariño de su pueblo y, ese mismo día, Miguel Maura se convertía en el ministro de la gobernación de la naciente República. El motivo, lejos de ser una oleada de motines, o peor aún, años de dura guerra de guerrillas, fue mucho más alegre: Simplemente la gente salió a la calle, no en protesta, sino a celebrar lo que para ellos ya era un hecho evidente: España sería, en lo sucesivo, una república.

No existía, sobre el papel, ningún motivo para que esto pasase: Lo único relevante que había sucedido era que los republicanos habían ganado las elecciones en la inmensa mayoría de las ciudades importantes del país. Estas elecciones no eran un referéndum, el rey no se había comprometido a abandonar su trono si el resultado era favorable a las fuerzas republicanas, ni tampoco ninguna ley le obligaba a hacerlo. Nada de esto importó: La gente consideró aquellas elecciones municipales un plebiscito, y entendiendo que había ganado la república, salió a la calle a celebrar. Una vez pasó esto, simplemente era más difícil tratar de dispersar a la multitud que satisfacer sus demandas y, sabiendo esto, el rey Alfonso abandona el país para evitarse problemas mayores.

La profunda lección histórica que podemos sacar de aquí es que, contra lo que muchos suelen pensar, no siempre es necesario vivir estallidos de violencia para que un régimen político cambie. De hecho, a Alfonso XIII, lo echó del trono una fiesta.

No se le habrá escapado al lector que mi intención con este artículo no es hacer un repaso de la historia de España, sino hablar de un tema de rabiosa actualidad: La salida del país del rey emérito, debido a las últimas novedades del llamado “caso Corinna”. Podría pensar, sin embargo, que vengo a, en base a una vaga y superficial analogía histórica, pregonar a los cuatro vientos el advenimiento de la Tercera República.

Nada más lejos de la realidad: Resulta para mi evidente, como para la mayoría de ciudadanos de este país, que en ningún caso estos sucesos suponen la carta de defunción de la monarquía en España. Lo interesante es preguntarse el por qué. Por qué, pese a la que está cayendo, la monarquía se mantiene tan firme en su posición, aun cuando, como hemos visto antes, en el pasado ha bastado su sólo descrédito para que, llegado el momento, esta se derrumbase.

En concreto, hay tres factores que, a mi juicio, fueron clave en el advenimiento de la Segunda República en España: El desprestigio del monarca reinante, la existencia de una alternativa respaldada desde posiciones muy dispares del tablero político, y un “detonante”, una situación que, por alguna razón, la población interpretó como una “luz verde” a un cambio de régimen político. ¿Está presente alguno de los tres factores en la España de hoy? Mi respuesta es un tajante y rotundo no, que a continuación procederé a justificar.

Con respecto al tercero de los factores, creo que resulta evidente que no se da. Este sería algo como, por ejemplo, un referéndum monarquía-república. No tendría por qué ser tampoco un referéndum: La Segunda República, por ejemplo, se proclamó tras unas elecciones municipales. Lo importante fue que dichas elecciones fueron interpretadas por la población como un plebiscito entre monarquía o república, lo que tras la victoria de los republicanos hizo que ante la opinión pública se hiciese inevitable la proclamación de la Segunda. Pero nada de esto se da, y parece complicado que llegue a darse en breves.

Continuando en orden inverso, el segundo de los factores tampoco se aprecia en la España de hoy. Si bien es cierto que estos últimos años la idea de que deberíamos poder elegir a nuestro jefe del Estado está ganando popularidad, no menos cierto es que, pese a todo, la idea de una Tercera República aún se ve, mayormente, como algo “de izquierdas. Y aunque esto no tenga, de por sí, nada ni de bueno ni de malo, si es cierto que no es viable en democracia sostener el régimen político sobre una sola mitad de la población. No en vano la monarquía se procuró no sólo el apoyo de la derecha, sino también el del principal partido de centro-izquierda, durante estas últimas décadas. No por casualidad tampoco es que en el Pacto de San Sebastián no estuviesen sólo destacados izquierdistas, sino también conservadores como Niceto Alcalá-Zamora o Miguel Maura.

Además, no existe motivo para apoyar la república solo en la izquierda: Estados Unidos, un país referente en muchos aspectos para la derecha liberal, es y ha sido desde su nacimiento una república. El principio en el que se basó esta república fue uno muy acorde a la derecha liberal actual: No taxation without representation, o en otras palabras, poder controlar a quién te cobra los impuestos. No entra pues en contradicción república con derecha, como no entra en contradicción con izquierda, y ambas pueden convivir en el marco de una república democrática. Pero para esto es necesario que, además de un Manuel Azaña, tengamos también en España un Niceto Alcalá-Zamora o un Miguel Maura.

Podría parecer que el primero de los factores que cité al menos si se da, que es el descrédito del rey. Es necesario recalcar que, cuando me referí a descrédito del rey, me referí a descrédito del monarca reinante, y esta no es una cuestión baladí: Por más desprestigiado que esté Juan Carlos, Felipe sigue manteniendo una imagen buena, o cuanto menos aceptable, a ojos del público. Y aunque esto no debiera ser suficiente para concederle el derecho a ejercer de forma vitalicia la jefatura del Estado, bien cierto es que para muchos resulta más fácil simplemente mirar para otro lado que buscar una alternativa, especialmente para los votantes de la derecha que no acaban de sintonizar con la Tercera República, pero también para muchos votantes de izquierda o centro-izquierda que, muchas veces con buenas razones, están pensando en otras cosas que no son el modelo de Estado.

Soy perfectamente consciente de que algunas de las afirmaciones que he realizado a lo largo del artículo no le resultarán convincentes a muchos de los lectores. En concreto, dos de ellas sospecho que en la mente del lector pueden estar siendo puestas en duda en estos momentos: La de que en España pueda existir una derecha que apoye o acepte la República, y la de que al votante de izquierdas no siempre le preocupa todo lo que debería la permanencia de la monarquía aún en la bochornosa situación actual.

Con respecto a lo primero, es evidente que la derecha más hooligan y cavernaria no va a querer oír ni hablar de un régimen republicano. Su fanatismo se lo impide. Sin embargo, y aunque el bajo nivel de los dos principales representantes de la derecha actual no sea comparable en absoluto con el de prohombres como Niceto Alcalá-Zamora, esto no quiere decir que Casado y Abascal, representantes de la derecha más radical del país, sean una representación fiel de la totalidad del voto conservador. Y como esto no es así, no hay motivo para pensar que no puede haber votantes del espectro de centro-derecha que puedan verse atraídos por perfiles de líderes políticos o de opinión más moderados y abiertos, que puedan, llegado el momento, plantearse prescindir de la monarquía. Para esto es necesario que existan estos líderes, y para que existan es necesario que la propuesta de una república, aún si viene de la izquierda, no esté pensada sólo para el votante de izquierda, sino planteada de una forma que tenga potencial de ser transversal, dando pié a que puedan surgir líderes de derecha que, como Alcalá-Zamora y Miguel Maura en su día, también la defiendan.

Con respecto a la segunda, no quisiera que el lector piense que no soy consciente de que existe una parte importante del electorado que sí considera que deberíamos poder al fin poder elegir democráticamente a nuestro jefe del Estado, o que simplemente quiere poner fin al bochorno que supone mantener la monarquía después de todos los escándalos que ha protagonizado en estos años. Soy consciente de que esto es cierto.

Sin embargo, quisiera que el lector ahora se preguntase cuantas veces oyó hablar de Cataluña en una campaña electoral, cuantas veces oyó hablar de Venezuela, y cuantas oyó hablar del problema de la monarquía. Es curioso que hasta lo que pasa en un país extranjero al otro lado del Atlántico ocupe más tiempo en nuestro debate público que uno de nuestros problemas nacionales más vergonzosos ¿verdad? Sin embargo, es la triste realidad: Así como la derecha condiciona enormemente su voto en función de la tan manida unidad de España o del miedo a los “chavistas bolivarianos”, y por eso sus líderes hablan tanto de ello; la izquierda no condiciona hoy en día su voto en función de la República, y por eso sus líderes hablan muy poco o nada de ello. No en vano las y los ministros de Unidas Podemos evitaron dar un desplante al rey durante su intervención en el Congreso al principio de la legislatura. No en vano, yendo más allá, el PSOE bloquea las investigaciones a la Casa Real. Es evidente que si Podemos ganase votos por mostrarse beligerante al rey lo haría, y es evidente que si el PSOE los perdiese en masa por defenderla no lo haría. Sin embargo, esto no sucede. En resumen, los partidos de izquierda reciben muchas más presiones desde los centros de poder para disimular sus tendencias republicanas que las que reciben de sus votantes para acentuarlas.

Dicho todo esto, sólo quedaría que preguntarse qué podría hacerse al respecto. De todos modos, no es ese el propósito de este ensayo, y es probable que una pregunta así difícilmente pueda abordarse en un ensayo de estas características. Lo único que se puede apuntar al respecto, es que sería necesario un esfuerzo consciente para, por un lado, introducir este tema como un tema realmente relevante en la agenda política española; y por el otro, conseguir hacer de la república una idea transversal, basada en un mínimo común denominador que nos permita preocuparnos más superar el bochorno que supone para todos los españoles el actuar de esta institución que en dar un signo político determinado a la solución.

En este sentido, sólo cabe añadir que, hasta ahora, el movimiento republicano no aparenta tener muy claro que hacer para lograr su ansiado objetivo. En cualquier caso, puede que tampoco haga falta. La llegada de la Segunda no fue fruto de un esmerado plan de los republicanos por llevarla a cabo, sino la consecuencia natural de tanto descrédito que la monarquía se había ganado ella sola. Del mismo modo, puede que sea la misma monarquía la que se ponga fin a sí misma si sigue actuando del mismo modo, poniendo fin a este ocaso suyo que parece que nunca termina, y trayendo en su lugar el amanecer de la Tercera República.




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