
El hijo de Juan Carlos I nació en pleno tardofranquismo, 1968.
Su nacimiento causó gran alegría en su familia por ser el primer varón
tras dos hijas, que ya sabemos el valor que tiene el género en las
casas con acceso directo al trono. “¿Ha sido machote?”, preguntó el
dictador al afortunado padre. “Sí, mucho, mi general, como su padre”,
contestó el Borbón, según ha dejado escrito el cronista monárquico
Jaime Peñafiel.
El hijo de Juan Carlos I vivió su
infancia bajo la protección de Franco, como toda su familia. Abundan
las fotos del pequeño hijo de Juan Carlos I junto al dictador, desde su
bautizo hasta todo tipo de actos públicos en que acompañaba a sus
padres. La deuda de su familia con la dictadura tal vez explique que
hayamos tenido que esperar hasta 2017 para que el hijo de Juan Carlos I
pronuncie por primera vez la palabra “dictadura” referida al régimen
anterior. Fue durante la celebración en el Congreso de los 40 años de
las primeras elecciones: “La Guerra Civil y la dictadura fueron una
inmensa tragedia”, dijo el hijo de Juan Carlos I con palabras muy
medidas, como medidas han sido siempre sus palabras de reconocimiento a
las víctimas del franquismo: cero, ninguna palabra.
Tal vez
esa misma deuda explique también que el hijo de Juan Carlos I decidiese
recientemente firmar la renovación del ducado de Franco para la
familia del dictador, cuando en su mano estaba revocarlo.
Pero
no corramos tanto, regresemos un momento al final del franquismo: ahí
tenemos al hijo de Juan Carlos I, que crece en una burbuja, educado en
un colegio elitista, sobreprotegido por su madre y ya mimado por la
prensa que gustaba de su fotogenia de niño rubio y mono. Con siete años
asistió desde el estrado de las Cortes a la proclamación de Juan
Carlos I, y un par de años después, ya en la Transición, él mismo fue
proclamado Príncipe de Asturias y heredero de la corona.
Con 13
años el hijo de Juan Carlos I estuvo una noche entera sin dormir, la
misma noche que pasamos en vela todos los españoles: el 23F de 1981. Su
padre quiso que estuviese en el despacho junto a él mientras hablaba
por teléfono o grababa su mensaje televisivo en la noche más intensa de
la Transición. “¡Felipe, no te duermas!”, le gritaba cuando daba
cabezazos. El hijo de Juan Carlos I no entendía bien lo que estaba
sucediendo, pero los cronistas aseguran que su padre le dijo: “Ya lo
entenderás cuando seas mayor. Mira lo que hay que hacer cuando seas
rey”.
El primer paso era hacer públicas las cuentas de palacio y someterlas a auditoría. Seis años después el presupuesto de la Casa Real sigue publicándose con el desglose en grandes bloques, sin detalle alguno, sin conocerse los salarios de sus altos cargos, ni los bienes y patrimonio de nadie
Ya en democracia, el adolescente hijo de Juan Carlos I
se convirtió en un rostro popular en los hogares españoles. Inauguraba
colegios que llevaban su nombre, rodeado de niños que miraban con
asombro a aquel príncipe alto y rubio. Completó el bachillerato y
estudió un año en Canadá, donde aseguran que era uno más, sin
privilegios, como pudimos comprobar los españoles en los
publirreportajes que nos mostraron su vida de estudiante común lejos de
casa. De regreso a España completó sus estudios superiores con una
licenciatura de Derecho que le acabaría convirtiendo en “el primer rey
de la historia de España con estudios universitarios”, lo que da la
medida del nivel de sus predecesores. Súmenle un posgrado, unos cuantos
cursos y varios idiomas, suficiente para ganarle el título popular de
‘El Preparao’. Con ese currículum no superaría muchas entrevistas de
trabajo, pero para rey le llega de sobra.
En su juventud, el
hijo de Juan Carlos I contó con una fundación dedicada por entero a la
promoción de su figura: la Fundación Príncipe de Asturias, de conocida
opacidad y cuyo presupuesto se nutre de aportaciones de grandes
empresarios. Además de entregar los premios homónimos, funcionó durante
años como una máquina para fabricar la imagen del heredero, con la
entusiasta colaboración de los grandes medios. No había telediario en
que no saliese el hijo de Juan Carlos I inaugurando algo, reuniéndose
con gente importante, acompañando víctimas y causas sociales, pilotando
un helicóptero militar, practicando con éxito todo tipo de deportes,
portando la bandera de la delegación olímpica, asistiendo a conciertos y
cines como cualquier joven español...
El hijo de Juan Carlos I
vivió décadas bajo el mismo techo palaciego de su padre. Años en los
que, ahora sabemos, el entonces rey actuaba como comisionista
internacional, recibía regalos con olor a petróleo, manejaba maletines y
hasta tenía una máquina de contar dinero en Zarzuela, de creer a su
examante. El hijo de Juan Carlos I no supo nada de todos esos manejos,
ni por supuesto se benefició de las cuantiosas partidas de dinero negro
que cada mes manejaba su padre. Es lo que tiene vivir en un gran
palacio: no te enteras de lo que hace tu padre en el ala oeste. O su
hermana, de la que tuvo que distanciarse años después por ilegalidades
de las que tampoco sabía nada.
Precisamente su hermana y su
condenado cuñado, Urdangarin, le regalaron el anillo de compromiso
(dicen que pagado con una tarjeta de crédito del Instituto Noos) para
la que se convirtió en su esposa y futura reina de España. Los
españoles asistimos con emoción a un noviazgo narrado por la prensa
monárquica con clichés de comedia romántica (el viejo cuento del
príncipe y la plebeya), y una boda retransmitida como gran espectáculo
político-amoroso. La monarquía se modernizaba, nos decían, con la
decisión del hijo de Juan Carlos I de seguir los dictados de su corazón
y elegir a una periodista sin sangre real, despreciando a cuantas
princesas europeas aspiraron a su amor, y rebelándose románticamente
contra las preferencias de su familia y hasta contra las exigencias del
cargo.
“La Guerra Civil y la dictadura fueron una
inmensa tragedia”, dijo el hijo de Juan Carlos I con palabras muy
medidas, como medidas han sido siempre sus palabras de reconocimiento a
las víctimas del franquismo: cero, ninguna palabra
El hijo de Juan Carlos I y su ya esposa Letizia se
fueron de luna de miel. Optaron por un viaje discreto, aún reciente el
luto por los atentados de marzo de 2004. Una breve y austera luna de
miel por pueblos de Cuenca, Teruel o Navarra, sin grandes lujos. O eso
al menos nos contaron, ellos y la prensa. Ahora sabemos que al regreso
de la modesta luna de miel “oficial” cambiaron las maletas y se
largaron tres semanas a recorrer medio planeta, tres continentes:
Jordania, Camboya, Fiji, Samoa, California y México, alojándose con
nombres falsos en exclusivos resorts. Medio millón de dólares
costó un viaje que no sabemos quién lo pagó, si fue su padre (con esos
fondos turbios que ahora conocemos), o si se lo regaló a medias con un
empresario catalán bien querido en la corte.
Sirva la luna de
miel como ejemplo de una constante en la vida del hijo de Juan Carlos
I: la opacidad, y el desinterés de los grandes medios por conocer a qué
se dedica cuando no está bajo los focos, con quién se relaciona, dónde
está y quién paga sus gastos. La misma opacidad, el mismo blindaje
mediático y político, que hicieron posibles los desmanes de su padre
mucho más que la famosa inviolabilidad constitucional. Opacidad que no
ha cambiado pese a las promesas de transparencia del hijo de Juan
Carlos I. Apenas sabemos nada de sus relaciones con empresarios, sus
viajes, su patrimonio o sus amistades peligrosas, cuyo nombre solo
conocemos cuando tienen problemas con la justicia, como el famoso
‘compiyogui’ López Madrid.
Tras años de exhibición pública de lo
muy preparado que estaba para el cargo (actos oficiales, agenda
internacional, dominio de idiomas, asunción de tareas de su padre…), el
hijo de Juan Carlos I subió al trono en junio de 2014, cuando la
corona atravesaba su peor momento en cuatro décadas. Ningún problema:
la misma operación de imagen para fabricar al príncipe heredero se
convirtió desde ese instante en operación de imagen para fabricar al
nuevo rey. Su dudosa legitimidad de origen (es rey únicamente por ser
hijo del anterior monarca) obligó a construirle a toda prisa una
legitimidad de ejercicio sin necesidad de ejercer un solo minuto: ya en
su proclamación era saludado como un rey moderno, austero,
profesional, que traía nuevos aires a la institución. Multiplicó todo
tipo de gestos públicos para marcar ese perfil, aunque a menudo eran
solo eso: gestos.
Sirva la luna de miel como ejemplo de
una constante en la vida del hijo de Juan Carlos I: la opacidad, y el
desinterés de los grandes medios por conocer a qué se dedica cuando no
está bajo los focos, con quién se relaciona, dónde está y quién paga sus
gastos
Miremos, por ejemplo, la Casa Real. Con la
llegada del hijo de Juan Carlos I nos prometieron una ruptura total con
un pasado de descontrol que había permitido los desmanes del rey Juan
Carlos o la infanta y su marido. El primer paso, aseguraban, era hacer
públicas las cuentas de palacio y someterlas a auditoría. Seis años
después, el presupuesto de la Casa Real sigue publicándose con el
desglose en grandes bloques, sin detalle alguno, sin conocerse los
salarios de sus altos cargos, ni los bienes y patrimonio de nadie. La
española sigue siendo una de las familias reales más opacas de Europa,
ajena a la Ley de Transparencia y Buen Gobierno, que no por casualidad
dejó fuera de su aplicación a la jefatura del Estado.
En
octubre de 2017, el hijo de Juan Carlos I debió de recordar aquella
noche que pasó en vela el 23F. Decidió que había llegado su momento,
lograr un golpe de efecto similar. En plena convulsión política y
territorial en Catalunya, con las imágenes de fondo de policías
aporreando a votantes del referéndum del 1 de octubre, el hijo de Juan
Carlos I lanzó un mensaje a los españoles que dejaba claro su
alineamiento partidista, renunciando a su supuesto papel de árbitro: ni
una palabra para los cientos de heridos, y durísimas palabras contra
el independentismo que parecían reproducir los editoriales de cierta
prensa madrileña. Aquel día, el hijo de Juan Carlos I decidió
convertirse en el rey de solo una parte de los españoles, los de
bandera en el balcón (y hoy bandera en mascarilla).
El último
episodio del hijo de Juan Carlos I tiene que ver también con su padre.
Hace un año que el actual rey fue informado de la fortuna irregular del
rey emérito en fundaciones de Suiza y Panamá, en las que él mismo
aparecía como beneficiario. Decidió distanciarse renunciando a la
herencia (un gesto simbólico, sin valor jurídico). No consta que
acudiese a ningún juzgado para denunciar el delito del que tenía
conocimiento (actuando por tanto como hijo, y no como Jefe del Estado),
ni tampoco lo hizo público. Y solo lo reconoció más de un año después,
cuando apareció en la prensa extranjera, y en medio de una terrible
pandemia que podía hacer sordina a una noticia tan explosiva.
Aquel día de octubre de 2017 el hijo de Juan Carlos I decidió
convertirse en el rey de solo una parte de los españoles, los de bandera
en el balcón (y hoy bandera en mascarilla)
Hoy el hijo de Juan Carlos I y sus cortesanos (ahora
felipistas como antes juancarlistas) marcan distancia con el anterior
rey e intentan gestos de repudio con los que mantener en pie el
edificio monárquico, cuyos cimientos están en avanzado estado de
descomposición. El objetivo del actual rey y su corte es que los
ciudadanos olvidemos su parentesco familiar e institucional, y dejemos
de verlo como lo que es: “el hijo de Juan Carlos I”.
Pienso que
los hijos no tienen por qué cargar con las culpas, errores, delitos y
responsabilidades de sus padres, y no siempre de tal palo tiene que
salir tal astilla. Pero es imposible pasar por alto la condición de
heredero de quien encabeza una institución hereditaria. Difícil olvidar
al padre cuando la base de la monarquía es la filiación. Cómo
desvincular al actual rey de su progenitor, cuando es su condición de
“hijo de” la que lo ha convertido en jefe del Estado: ni sus estudios,
ni su experiencia, ni sus méritos o trabajos, ni por supuesto ninguna
elección democrática. El único motivo por el que ocupa el trono es por
ser hijo de Juan Carlos I. No hay más.
El actual rey de España
es el hijo de Juan Carlos I, no podemos llamarlo de otra manera.
Incluso podemos añadir que, además, es el nieto de Juan de Borbón, que
también dejó su fortuna en cuentas suizas; es sobrino y primo de varios
Borbones que aparecen en investigaciones sobre cuentas en Panamá o
Suiza; es el bisnieto de Alfonso XIII, aquel que, según Valle Inclán,
fue echado de España “no por rey sino por ladrón”; y es tataranieto de
sucesivos reyes Borbones que dejaron a su paso algunos de los
episodios políticos, patrimoniales y sentimentales más lamentables de
la historia de España.
Los reyes no pueden “matar al padre”,
porque son el padre, indisolubles sin disolver la monarquía. Un rey no
decide dejar de ser heredero salvo que abandone el trono. No puedes
renunciar a un dinero en Suiza y quedarte con el resto de la herencia
recibida. El hijo de Juan Carlos I es heredero de una fortuna de origen
dudoso, pero también es heredero de un título, un trono, un palacio,
una familia y una larga genealogía. Por las mismas, es heredero de un
modelo de monarquía con el que no ha roto más allá de gestos
simbólicos. Ha heredado una forma de ser rey, y con el mismo pack
hereda una corte, una clase política y mediática, unas inercias y
rutinas que lejos de desactivarse han renovado su vigor con el actual
rey para afianzarlo en medio de las turbulencias. En la herencia está
también incluida la inviolabilidad jurídica, la opacidad y el blindaje.
Ha heredado una democracia que carece de mecanismos democráticos y
legales para impedir que el hijo de Juan Carlos I acabe siguiendo los
pasos canallas de su padre, y que no nos enteremos hasta dentro de
veinte o treinta años, tras su abdicación. Cuando ya tal vez no sea el
hijo de Juan Carlos I, sino el padre de Leonor.
Fuente → elsaltodiario.com
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