Crónica de Mario Neves sobre la matanza de Badajoz
 
Crónica de Mario Neves sobre la matanza de Badajoz

Diario de Lisboa, 16 de agosto de 1936

Desde ayer, cientos de personas han perdido la vida en Badajoz. En la plaza de toros, los mismos coches destrozados, los mismos cuerpos que tanto nos impresionaron ayer siguen en el mismo sitio y nadie los ha retirado…En el patio, cerca de las cuadras, hay muchos cuerpos, resultado de la inflexible justicia militar. Entre ellos, todavía envuelto en la sábana blanca con la que se envolvió para venir desde el hospital, puede verse el cuerpo del alférez Benito Mendes. Hemos pasado más tarde cerca del foso de la ciudad donde están amontonados los cadáveres. Son los que han fusilado esta mañana; en su mayoría, oficiales que lucharon hasta el último momento…Uno de ellos es el coronel Juan Cantero, con su pelo gris, tendido con otros -de apariencia humilde- sorprendidos por la muerte en mangas de camisa. En las calles principales, hoy ya no se ven-como podrían verse ayer por la mañana- cuerpos sin sepultura.

Las personas que nos han acompañado dicen que los legionarios del tercio y los “regulares” moros encargados de ejecutar las decisiones militares deseaban dejar los cuerpos expuestos solo algunas horas, en un lugar u otro, para que el ejemplo pudiese surtir efecto. También nos explican que la forma de elegir a los prisioneros para la última condena consiste en un examen del cuerpo; los que aún tienen en el hombro la marca del retroceso del fusil-lo que quiere decir que han disparado mucho-pueden considerarse definitivamente perdidos.

17 de agosto, crónica que no llegó a publicarse a causa de la censura portuguesa

Me pongo en marcha. Quiero abandonar Badajoz al precio que sea lo antes posible, y prometiéndome a mí mismo que jamás volveré. Incluso si tengo que vivir muchos años del periodismo, es seguro que nunca conoceré sucesos parecidos a los que he vivido en las quemadas tierras españolas, y tan impresionantes que mis nervios están completamente destrozados. No es una cuestión de sentimentalismo ridículo y excesivo. Basta con tener una formación moral media y estar sinceramente por encima de las pasiones de la guerra para ser incapaz de testimoniar a sangre fría las horribles escenas de esta guerra civil, que amenaza con devorar España, destruyendo para siempre el amor y sembrando odios profundos. Sin embargo, antes de abandonar esta ciudad donde tardará en volver la paz -digo paz y no tranquilidad- quiero abordar otro aspecto de este acontecimiento extraordinario. Entré ayer a las diez de la mañana. Los cuerpos que veía no eran los mismos que los que encuentro hoy en diferentes lugares. Las autoridades fueron las primeras en divulgar que las ejecuciones eran muy numerosas para que todos puedan constatar el rigor de la justicia militar. ¿Qué hacen con los cadáveres?, ¿Dónde pueden enterrarlos en tan poco tiempo? ¿Quién tenía tiempo para enterrarlos? Veo que el comandante militar que ha ocupado la ciudad no ha faltado de encontrar una solución. Las diferentes personas a quien me he dirigido para satisfacer mi curiosidad parece que tienen miedo de contestarme.

Por suerte, por pura suerte, he tenido contacto con un cura, que al saber que yo era portugués, me ha acogido y desvelado este misterio; Hay tantos muertos que no es posible darles sepultura inmediatamente. Únicamente la incineración masiva podía impedir la putrefacción de los cadáveres acumulados, que representan un gran peligro para la salud pública. Y consistía en una macabra operación que comenzaba hoy a las seis de la mañana, en el cementerio, produciendo grandes nubes de humo que se elevaban de un lugar que me habían indicado como el camino del cementerio y que observaba al llegar de Caia.

Gracias a la compañía de este amable cura, que allanó todas las dificultades, pude llegar hasta el cementerio de la ciudad, a unos dos kilómetros de distancia, en la carretera de Olivença. Es un sencillo cementerio provinciano, con una pared blanca clásica y una gran puerta de hierro, que la vigilancia de los guardianes ha mantenido muy cerrada. Pero ninguna puerta se ha cerrado hoy para nosotros gracias a la presencia de este prelado encontrado providencialmente. Desde hace diez horas, arde el fuego. Un horrible hedor penetra en nuestras narices hasta penetrar en nuestros estómagos; puede oírse de cuando en cuando un espantoso crepitar de maderas. Ningún artista, por genial que sea, podría reproducir en una tela esta dantesca visión.

Hacia el fondo, aprovechando una desigualdad de niveles, en una fosa cavada en el suelo, hay, sobre vigas de madera atravesada, parecidas a las traviesas de las vías de tren -en una superficie de unos cuarenta metros- más de trescientos cadáveres, la mayor parte carbonizados. Algunos cuerpos, tirados con prisas, están completamente ennegrecidos, pero hay otros cuyos brazos y piernas han escapado a las llamas alimentadas por la gasolina.

El cura que nos ha guiado comprende que la escena nos repugna e intenta explicar: “Se lo han merecido. Además, es un procedimiento higiénico indispensable”.

La humareda que se levanta de este montón informe es menos densa. Aquí y allá suben pequeñas columnas blancas, dispersando en el aire, en la atmosfera descompuesta por el calor, un olor indescriptible. Hay que marcharse. Al lado, treinta cuerpos de campesinos esperan su turno, mientras, delante, los cuerpos de veintitrés legionarios que cayeron bajo el fuego intenso de las ametralladoras en la brecha de la Puerta de la Trinidad esperan también la hora de su solemne entierro.

En la puerta del cementerio, un camión descargaba cuatro cadáveres más descubiertos en cualquier sitio. Transportados en carretillas por los guardianes, se reunirán con los treinta cadáveres que serán quemados más tarde. 




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