Cómo la izquierda ha renunciado a la República
Lidia Falcón O´Neill
Alberto Garzón afirmó en Radio Nacional,
hace unos días, a preguntas de la periodista, que la monarquía no está
en cuestión en España. El coordinador de Izquierda Unida y miembro de la
dirección del Partido Comunista, rotundo y seguro de sí mismo declaró
que las noticias recientes sobre las posibles exacciones de fondos y
operaciones financieras ilegales que haya cometido Juan Carlos I no
significan que sea preciso cambiar la forma de Estado y que, por tanto,
no hay necesidad de convocar ningún referéndum popular para preguntarle a
la ciudadanía si desea la Monarquía o la República. Se trata únicamente
de constituir una Comisión de Investigación en el Congreso sobre las
actuaciones del ciudadano Juan Carlos de Borbón, porque la justicia ha
de ser igual para todos los españoles. Supongo que Garzón es conocedor
de que la Constitución garantiza la impunidad del rey.
Aquel dirigente que creíamos republicano de convicción, ya casi
único comunista en el gobierno actualmente y que había hecho gala de su
republicanismo, hoy se muestra muy respetuoso con la institución
monárquica. Ciertamente, prometió lealtad al rey cuando tomó posesión de
su ministerio sin poner condición alguna, como hacen ritualmente los
nacionalistas, pero, aunque cortesano y adulador, no creímos que esta
muestra de sumisión significara un cambio tan rotundo en el ideario y el
programa de Izquierda Unida.
No diré que me ha causado una gran decepción porque de Garzón
hace tiempo que no espero posturas de izquierda. Hace sólo unos meses,
expulsó al Partido Feminista de la coalición, por no apoyar la Ley Trans
que pretende invisibilizar a las mujeres, está apoyando el gobierno del
PSOE y se muestra absolutamente obediente a lo que piden las empresas
de juego. Conozco también sus conspiraciones y manejos traicioneros
persiguiendo y marginando a todos los disidentes de la coalición que han
tenido que abandonarla, y el episodio de hace cinco años en que la
dirección de IU disolvió la Federación de Madrid expulsando a cinco mil
militantes. Pero que, en este momento, no haya aprovechado para
declararse nuevamente republicano y apelar a la petición de un
referéndum, largamente reclamado, indica ya su complicidad absoluta con
el bloque monárquico.
En estos difíciles días de la pandemia, se descubren,
¿descubren?, algunas de las hazañas económicas del llamado rey emérito
–y me gustaría saber qué méritos son los que se le atribuyen. Hay quien,
en un arrebato de conmiseración y miedo, dice que no deberían haberse
hecho públicas en estos momentos de aflicción. Ya se sabe que los
sentimientos caritativos del pueblo le llevan tantas veces a votar en
contra de sí mismo.
Ninguna de las operaciones económicas de Juan Carlos que se
están difundiendo ahora eran un secreto para los círculos de entendidos:
los partidos políticos, los medios de comunicación, las grandes
empresas, y supongo que tampoco los sindicatos, tan humildes, resignados
y sumisos en estos últimos tiempos.
En los mismos días de la coronación del Borbón, es decir, en
noviembre de 1975, los periodistas me informaron del pacto que se había
admitido por todos los partidos políticos, no sé si está escrito y
firmado para que no quedara constancia, pero que ha sido respetado
fielmente, de que el rey, que no tenía recursos propios ya que llegó a
España para ser tutelado por Franco cuando sólo contaba 14 años y ni su
padre disfrutaba de fortuna propia ya que el tacaño de Alfonso XIII
había dejado a toda su familia en la miseria, cobrara un porcentaje
–cuyo monto oscila desde el 3% al 10%- de todas las importaciones de
energía que necesita nuestro país. Petróleo de las monarquías árabes,
gas de Argelia, electricidad de Francia. Con ello Juan Carlos I ha
amasado una bonita fortuna que ya está en el ranking de la revista
Forbes.
Estas comisiones, aceptadas por todos los partidos y
corporaciones, desde el PP al PCE, y mantenido siempre por la clase
política, que ni siquiera la izquierda ha denunciado, además de los
regalos que le han hecho los adulones y los paniguados, le han permitido
al emérito no sólo amasar la fortuna que se guarda en Suiza y en otros
paraísos fiscales, sino agasajar a sus numerosas amantes, que también
han sido soportadas con resignación y comprensión desde la reina hasta
los periodistas.
El cordón sanitario que se estableció alrededor de Juan Carlos
para que nada le molestara en sus tropelías, se establece en el texto de
la propia Constitución, salvándolo de cualquier responsabilidad de sus
actos; lo más insólito es que incluso de cualquier delito común no
relacionado con su acción real.
Pero este episodio no es una excepción en el largo periplo que
ha transitado la monarquía española en varios siglos. Solamente
siguiendo la trayectoria de los últimos reyes desde Carlos IV y Fernando
VII que cobraron de Napoleón por traicionar a su país, hasta Alfonso
XIII que vendía armas a Ab-del-Krim, el cabecilla de la sublevación del
Rif contra España, que mataban a miles de soldados de españoles en
aquella guerra de Marruecos criminal y disparatada, la escuela de la que
ha aprendido Juan Carlos I es la de la prepotencia, la perversión y la
impunidad.
Para algo se educó a la vera de Franco. Para mantener el mismo
sistema de corrupción, el dictador lo nombró su heredero, el príncipe
juró los principios del Movimiento Nacional y, en cambio, nunca juró la
Constitución, ha dispuesto de todos los recursos y fondos para llevar
una vida de francachelas, orgías y robo continuado al Estado y, además,
ha pasado como el salvador de la patria, cuando ya se han atrevido
algunos autores a publicar la implicación que tuvo en el complot y golpe
de Estado del 23 de febrero de 1981.
El silencio cómplice de medios de comunicación, de la
Universidad, la escuela, los partidos políticos y los numerosos
politólogos y creadores de opinión para que las generaciones siguientes
no conocieran la verdadera historia de ese rey ejemplar, ha llevado a la
ignorancia y la pasividad al pueblo español, que tanto luchó por lograr
la implantación de una república que fuera la expresión auténtica de
las necesidades democráticas y avanzadas de su patria.
Toda la ciudadanía que anhela una regeneración del país con la
erradicación de la corrupción que infecta a las clases dirigentes, un
reparto de la riqueza justo, un Estado laico, una educación pública e
igualitaria, la igualdad real entre hombres y mujeres, la Federación de
las Comunidades españolas, desea la proclamación de la III República,
única forma de Estado realmente democrática. Toda la ciudadanía menos
Alberto Garzón, que no sé si habla en nombre de Izquierda Unida, lo que
sería realmente demoledor.
Fuente → cronicapopular.es
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