

En la cultura popular norteamericana se hizo popular la frase Elvis has left the building
–Elvis ha abandonado el edificio– para indicar que el rey del rock
había finalizado su actuación y que las multitudes que lo aclamaban ya
no iban a seguir disfrutando de sus canciones en directo.
Utilizada posteriormente en múltiples contextos, no marcaba el final
del espectáculo, sino que fue un subterfugio para que los artistas que
compartían cartel con Elvis pudieran continuar tras su recital. Es
decir, Horace Logan, fundador del Louisiana Hayride, quería garantizar que las enfervorecidas masas se calmaran y que el show pudiera continuar.
Traemos a colación esta anécdota porque, a tenor de las informaciones que se han ido conociendo,
parece que la decisión del rey emérito de abandonar el país ha sido
consensuada por la Casa Real y por el Gobierno para tratar de
salvaguardar el futuro de la institución.
Reacciones al comunicado de la Casa Real
Desde que en la tarde del lunes 3 de agosto de 2020 saltase a la
prensa la noticia de que Juan Carlos I iba a abandonar España, las
reacciones de todo signo y condición se sucedieron. En un escueto
comunicado, presentado en forma de misiva de un padre a su hijo, de rey a
rey, de majestad a majestad, se limitaba a comunicar que lo hacía con “afán
de servicio a España” y “ante la repercusión pública que están
generando ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada”.
Seguramente oiremos estos días referencias a lo que escribió Karl Marx en El 18 de brumario de Luis Bonaparte
cuando decía completar la máxima hegeliana de que los grandes hechos y
personajes de la historia universal aparecen dos veces, añadiendo que
una vez lo hacen como tragedia y la otra como farsa. Si nos centramos en
la historia de la Casa Real, existen suficientes tragedias como para no
encontrar en ellas semejanzas con la situación actual.
Felipe V, el primero de los borbones, fue también el primero en
abdicar en su hijo, si bien no regresó a su Versalles natal, sino que se
retiró al Palacio de La Granja de San Ildefonso, junto a su influyente
esposa, Isabel de Farnesio. El prematuro fallecimiento de su sucesor,
Luis I, obligó al taciturno Felipe V a reasumir sus funciones,
propiciando que su reinado efectivo haya sido el más largo de los de su
estirpe, superando en más de un lustro los treinta y nueve años
alcanzados por Juan Carlos I.
Las abdicaciones de Bayona, la expulsión de Isabel II de España –al grito de “¡Viva España con honra!”–,
la espantada de Amadeo de Saboya –único no Borbón de esta nómina–, la
marcha de Alfonso XIII tras las elecciones municipales de abril de 1931 o
la propia, y altamente compleja,
renuncia de los derechos dinásticos de don Juan a favor de su hijo son
sobrados ejemplos de esa “tradición de todas las generaciones muertas”,
que nuevamente en palabras de Marx, “oprime como una pesadilla el
cerebro de los vivos”.
Si exceptuamos el corto reinado de Alfonso XII, súbitamente
interrumpido por la enfermedad, es normal que los opuestos a la
monarquía encontrasen solaz en el pasado y esperaran que algo así
volviera a ocurrir.
El problema es que aceptar máximas como la que reza que los Borbones
suelen morir lejos de España, aunque descansen eternamente en ella, o
sostener que lo ocurrido es un efecto del repetido poco cuidado con el
que los miembros de esta Casa manejan los caudales públicos y sus
influencias, nos conduce a explicaciones no solo deterministas, sino
profundamente ahistóricas.
No se repiten situaciones anteriores
Ni en la abdicación de 2014, ni en la reciente renuncia a residir en
la Zarzuela, se repiten los escenarios o circunstancias que acompañaron
los eventos anteriormente relatados.
No mediaba en ellos una enfermedad mental, una invasión de un
ejército extranjero, una situación de guerra civil atenuada, un ejército
golpista, una dictadura aceptada por la Corona o la frustración de ser
un conde emparedado entre dos generaciones que sí accedieron al trono.
Es más, los tiempos más críticos para Juan Carlos I habían quedado muy
atrás.
Donde se jugó su destino no ha sido, en absoluto, en los últimos años
ni en el marco de esos “acontecimientos pasados” de su vida privada.
Fue en los estertores de un franquismo cuyo factótum lo re(ins)tauró en
sus funciones.
Lo más complejo para el rey emérito
Esos fueron los episodios más complejos para el hoy rey emérito.
Cuando tuvo que situarse entre dos fuerzas, la continuidad y la ruptura,
las cuales se anularon entre ellas para dar paso a una vía
transaccional que alumbró la democracia actual. Cuando hubo de afrontar
sus temores
para no cometer perjuro tras haber jurado lealtad a los principios del
Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino, así como a la legitimidad política surgida del 18 de julio.
Temores que fueron vencidos mediante la maniobra florentina ideada por su preceptor, Torcuato Fernández-Miranda, sintetizada en su paso de la ley a la ley, a través de la ley.
Cuando pasó de ser un desconocido –o, en el mejor de los casos, una
incógnita– a los ojos de la prensa política internacional y de las
principales cancillerías para pasar a ser el garante de la estabilidad
política del país.
Un tránsito que se ejemplifica en el paso de ser calificado por el periodista británico David Holden como un príncipe caniche –a poodle prince– a transformarse en un rey para la democracia, en el editorial publicado por The New York Times el 4 de junio de 1976.
La solución del juancarlismo
Cuando, en definitiva, tuvo que ganarse la legitimidad ante la
sociedad española, poco afín a las opciones monárquicas. Esta, en aras
de recuperar la libertad perdida, encontró en la fórmula del juancarlismo una solución, más o menos asumible, ante la necesidad de aceptar en un solo paso una Constitución y una Corona. Un juancarlismo
que vivió sus horas más álgidas tras la noche de transistores y
mensajes grabados del 23-F, intentona golpista que el monarca frenó, eso
sí, después de haber tenido una actitud diletante en la operación de
acoso y derribo urdida contra Suárez.
Toda esa herencia, con las luces y las sombras que acompañan a
cualquier personaje histórico con altas responsabilidades ejercidas
durante décadas, es la que el propio protagonista ha dilapidado con una
excesiva ligereza.
En la batalla por la narrativa que abre su decisión de abandonar del
país, surgen valoraciones que tratan de esgrimir que sus servicios para
con España pueden justificar cualquier desliz. Frente a ello, en una
dirección opuesta, se alzan voces que niegan que Juan Carlos I haya
hecho cualquier cosa que no fuera en su propio interés.
Esta disparidad de criterios no sería grave si quedara en el plano
intelectual, pero la misma tiene notables consecuencias políticas en un
momento extremadamente delicado. Abrir el debate sobre la forma del
Estado cuando este atraviesa una de sus crisis económicas más severas y
los efectos de la COVID-19 todavía están por conocerse puede ser una
combinación diabólica.
Transparencia en los archivos
Como historiadores conviene que mantengamos una cierta distancia,
procurando entender que no es nuestro papel tanto juzgar como examinar e
interpretar. Para ello, como insiste el historiador Ángel Viñas,
hace falta que este país apueste definitivamente por la transparencia
en sus archivos y permita acceder a los documentos con los que estudiar
ese pasado reciente.
De lo contrario, estamos condenados a conformarnos con que la opinión
–movida por filias y fobias– sea la que reelabore el relato de nuestro
periodo democrático. La visión del rey como hacedor de la democracia –el
empresario de una trama cuyo actor fue Adolfo Suárez y su autor
Fernández-Miranda– es sin duda limitada e inexacta.
Lo mismo que lo sería, por otra parte, pensar que entre las
alternativas abiertas a la muerte de Franco hubiera sido posible, no ya
sencillo, prescindir de la opción juancarlista, cuyo diseño del
proceso fue sin duda reajustado día a día, merced a la presión ejercida
desde abajo por un pueblo español ávido de derechos y libertades.
Estas visiones dicotómicas y recortadas de la Transición,
confeccionadas a la carta de las inclinaciones de unos y otros, son la
gran tragedia de este 18 de Brumario trasladado al estío de 2020.
Si la sociedad española se conforma con cualquiera de ellas, huyendo
del debate riguroso y de los tonos grises, es posible que la salida de
la crisis institucional sea fatal para la convivencia. Sobre todo,
porque entre las instituciones mejor valoradas durante los últimos meses
no se encuentra ya la Monarquía, pero tampoco lo están los partidos
políticos y sus líderes, necesarios para cualquier solución republicana
que se quisiera ensayar.
Sí aparecen el personal sanitario, un efecto lógico de la lucha
contra la pandemia, pero también instituciones como las Fuerzas y los
Cuerpos de Seguridad o el Ejército, que juegan un importante papel en un
Estado democrático y de derecho, pero que han de estar subordinados a
un poder civil y no al contrario.
¿Un último servicio a la Corona?
Por lo demás, es difícil aventurar si con su decisión Juan Carlos I
ha hecho un último servicio a la Corona o la ha dejado herida de muerte.
Si lo que se pretendía era dar un golpe de efecto es innegable que ha
causado estupor y sorpresa, pero también lo hubiera hecho haber rendido
cuentas ante la Hacienda pública y la justicia sin necesidad de esperar a
que sigan las indagaciones.
Todo ello, además, sin que estén meridianamente claros los efectos que sigue teniendo el punto tercero del artículo 56 del Título II de la Constitución.
Lo que sí puede afirmarse con rotundidad es que el único culpable de
la situación es el rey emérito y todos quienes compartieran la
información de sus cuentas y transacciones. A la espera de que se
confirmen o desmientan las acusaciones que pesan sobre él, está claro
que está consumiendo el escaso crédito que le quedaba.
Eso sí, volviendo a la metáfora que abre este texto, cabe recordar
que hay quien dice que Elvis sigue vivo en alguna isla recóndita y, sin
duda, su espíritu permanece eternamente fosilizado en sus imitadores de
Las Vegas.
Mucho cuidado con desear la quiebra de las instituciones, porque las
alternativas, aunque deseables, pueden acabar mostrándose igual de
ineficaces para resolver los problemas a los que se enfrenta una
sociedad que ha sido incapaz de construir un relato de consenso y con
tintes democráticos sobre lo que ha acaecido en España en los últimos
noventa años.
Elvis puede abandonar el edificio, pero no tienen por qué hacerlo sus admiradores.
Fuente → theconversation.com
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