
En 1995 Adolfo Suárez reconoció, en privado, tapando el micrófono,
ante Victoria Prego, que en la transición no se hizo un referéndum
sobre la monarquía porque lo habría perdido. Por eso no votamos
monarquía o república. Aquí se votó o Constitución con Rey incluido o
nada. Todos (Carrillo, Felipe, Pasionaria…) aceptaron el chantaje, dadas
las circunstancias. Era la condición que ponían los que soltaban el
poder después de cuarenta años de dictadura dura, desde el principio
hasta el final. Además, aquel señor que se les imponía como Rey tenía
tales dotes sociales que consiguió que se tragaran las lentejas casi de
buena gana. Nunca dejó de ser lo que era: una imposición, pero ¿a quién
no le gustan unas lentejitas en compañía campechana? Es
decir, que las habilidades sociales del rey simpático, que convirtió a
mucha España en juancarlista, fueron tan reales como el menú de plato
único que nos comimos, por cojones, todos estos años.
Dicho esto, ahora resulta que, lo que Suárez reconoció a
escondidas, se me ha revelado como verdad incontestable gracias a otra
fuente más clara y menos comedida.
Una diputada, colaboradora estrecha de Suárez, me ha dicho, con
su boquita, que "no es que lo diga Victoria Prego, es que te lo digo
yo" y no en un cuchicheo fuera de cámara. "Si se hubiera podido hacer un
referéndum que ratificara a la monarquía, claro que se habría hecho",
razona rotunda. Lo que pasó es que "las encuestas que se hicieron
dejaban claro que ese referéndum la monarquía lo perdía" y eso llega
hasta ahora.
Las dos últimas encuestas publicadas, hechas por Público y El Español,
a falta de las oficiales –el CIS lleva, al menos, 5 años amordazando la
libertad de expresión de los españoles al respecto–, lo ratifican.
16 cabeceras digitales han firmado una carta al Centro de Investigaciones Sociológicas
(CIS) solicitando un sondeo monográfico para saber qué pensamos sobre
nuestra monarquía. Lo sorprendente –o no tanto– es que no la firmen el
resto de medios que deberían defender la libertad de expresión de los
españoles tanto como la propia.
La última vez que nos preguntaron, allá por abril de 2015, solo lo hicieron sobre Felipe VI, que llevaba menos de un año en el trono; nada
sobre la institución o sobre su padre, que había acelerado su proceso
de autodestrucción masiva, tras aquella noche fatídica del 13 de abril
de 2012, en que se cayó y se rompió la cadera en Botsuana, en plena
crisis económica, en una escapada con su amante y cacería de elefantes
incluída.
Aquello le arrebató el trono, en menos de tres años, a pesar de sus disculpas reales. El Rey dijo a una cámara, en un pasillo mal iluminado del hospital donde le acababan de operar: "Lo siento mucho; me he equivocado y no volverá a ocurrir". Parecía sincero y lo fue: no volvió a caerse –que sepamos– fuera de España. Pero su codicia continuó y ahora la vamos conociendo por entregas diarias.
Los hay –y muchos– que, a pesar de las verdades publicadas, con
su firma Real estampada incluso, se niegan a reconocer que como símbolo
y embajador ya se ha autodestruido sin remedio, diga lo que diga la
justicia española o suiza. Creen –o dicen creer– que le debemos la
democracia, como si en el contexto europeo de 1975 hubiera existido la
opción de sostener una dictadura que moría de vieja. ¿Hasta cuándo
deberíamos estarle agradecidos por hacer lo único que podía hacer, cobrándolo muy bien
aunque a él no le bastara? ¿De verdad podía haber hecho otra cosa su
graciosa majestad? Ahí dejó las preguntas para los debates que –espero–
tenemos en ciernes.
Y luego está el asunto del 23F y de cuánto le debemos por su
gran discurso televisado, cuando ya todo había terminado. ¿Podemos
afirmar que su salerosa majestad solo paró el golpe? Algunos
historiadores se preguntan si el muy monárquico Milans del Bosch se
habría atrevido a sacar los tanques sin su consentimiento. Y, aunque así
fuera, volvemos a lo mismo: ¿con cuántos años de lentejas tenemos que
pagarle, mientras él nos sisaba sus impuestos millonarios y recibía
regalos –por decirlo suave– por representarnos en países tan impresentables?
Los borbónicos menos suicidas dan por amortizado a Juan Carlos I
y tratan de salvar la corona en Felipe VI, pero Felipe también vivió ya
su 23-F. Su Rubicón fue su discurso del 3 de octubre de 2017,
tras el 1-O; hasta los monárquicos razonables reconocen que no estuvo a
la altura. Perdió su oportunidad de ganarse a los que no creen en la
institución sino en el hombre. Eligió un bando; dejó
escapar su chance de ser el representante de todas las españas que hay
en la suya, como de alguna manera consiguió su padre. Habló para la que
solo veía en lo que ocurrió en Catalunya un ataque; se olvidó de los que
sufrieron también –incluso físicamente– en la otra parte y de los que
creen que negar el derecho a decidir solo hace crecer a los que ya lo
tienen decidido.
Así que dado este contexto, con todos estos ingredientes, creo
que España ha madurado lo suficiente, en cincuenta años de democracia,
como para replantearse su forma política; que el miedo a los rescoldos
franquistas ya no nos quema ni los pensamientos ni las palabras; que
los hechos de esta monarquía nos dan el derecho, que se nos arrebató,
de decidir sobre quién nos manda. Más allá de la calidad de nuestros
políticos, España ya no necesita un árbitro que ni pincha ni corta, que
solo cobra y mantiene el símbolo antidemocrático que supone cualquier
corona: privilegio hereditario sin más mérito que la sangre, con
inmunidades incongruentes con la idea de igualdad ante la ley en la que
se basa la democracia más básica.
La España republicana que fue, es y será se merece al menos que se le pregunte si quiere seguir comiendo lo mismo. Porque hasta las lentejas si se quiere se comen y si no se dejan y llevamos más de cuatro décadas con el mismo plato. Ya está bien de monarquía lentejas, con o sin chorizo; que la morcilla se la den a otros.
Nota: Por un error de edición, una primera versión de este
artículo confundía a Milans del Bosch con otra persona. El error ha sido
subsanado. Lamentamos la confusión.
Fuente → blogs.publico.es
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