 
Corría el año 1970, era 18 de julio. Aprovechando
 que era festivo unos cuantos amigos adolescentes nos dirigíamos, como 
siempre que teníamos ocasión, a la Pedriza del Manzanares
 para practicar escalada en la que estábamos iniciándonos en plan 
autodidacta: El Yelmo, El Pajarito, Peña Sirio, eran nuestros campos 
verticales de juego.
El autobús de línea nos dejaba en Manzanares El Real y desde allí, si
 conseguíamos haber ahorrado tres duros, cogíamos un destartalado mini 
bus que aproximaba hasta Canto Cochino. El vehículo hacía mucho tiempo 
que había dejado sus amortiguadores en los profundos baches de la pista 
sin asfaltar, en bastantes tramos, por lo que nuestras posaderas 
rebotaban contra la chapa de los bancos. 
La mayor parte de los asientos, los ocupábamos gente de edad similar.
 Al igual que los niños pasan por el “culo, pedo, pis”, los quinceañeros
 lo hacen por los cánticos obscenos de “los estudiantes navarros, chim pum/ jodeté patrón  saca pan y vino/ chorizo y jamón…” y similares, que íbamos cantando ante la indiferencia de la Fifi
 que era la eterna conductora del microbús y que, en todo caso, se 
vengaba de sus soeces clientes tomando las curvas sin pisar el freno 
mientras nuestras manos se aferraban al asiento delantero para no salir 
disparados. Al fin y al cabo nos servía de calentamiento para luego 
agarrar las presas de la pared en las vías. Solo interrumpía su silencio
 si nos cruzábamos con algún coche por la estrecha carretera y no cedía 
la preferencia que era de la Fifi, por derecho consuetudinario, como 
todo el que transitaba por allí debería saber. Entonces por su boca 
salían tacos y palabros que nosotros desconocíamos y de los que 
tomábamos buena nota. Alguno de los parroquianos de los viajeros, 
frecuentemente, acababa teniendo la ocurrencia de adaptar una de esas 
chapuzas musicales entonando a voz en cuello “¡La Fifi, la Fifi, el conejo de la Fifi!”.
 La choferesa entonces paraba el autobús en medio de la carretera. 
Dejaba el asiento y se encaraba con las decenas de salvajes que 
ocupábamos el bus: “¡Si vuelvo a oírlo os bajáis todos, os vais andando y perdéis las quince pelas!”
 A pesar de las apariencias la Fifi era respetada. Además de dar un 
servicio que acomodaba el desplazamiento, agradecíamos que aquella mujer
 sin miedo tomara la carretera con el mismo espíritu de riesgo que 
nosotros buscábamos en las paredes de granito. En ese autobús ya daba 
comienzo la aventura. La veíamos con simpatía.
Un par de años después, ya en los prolegómenos de la universidad, 
nuestros cánticos habían evolucionado hacía el anti franquismo: Carpanta
 entonaba el “Si me quieres escribir” y todos seguíamos: “ya sabes mi paradero/ en el frente de Gandesa/primera línea de fuego”, el Oso iniciaba otra: “el ejército del Ebro” y los demás: “rumba- la rumba – la rumbaila/ una noche el río pasó/Ay Carmela, Ay Carmela”. El Tuñón nos daba la pauta para corear una de su tierra: “Llevo la camisa rota”; continuábamos: “mira Marusiña, miraá”.
La Fifi no decía nunca nada. Su autobús era uno de esos pocos 
espacios de libertad que había que aprovechar. En otros lugares 
directamente había bronca o denuncia, o en el mejor de los casos la 
apelación del miedo: “¡Silencio!, me vais a meter en un lío”. 
La Fifi, no. Incluso por alguna comunicación de esas silenciosas que se 
establecen percibíamos su cercanía. Entonces el autobús parecía no ir a 
trompicones, sino acompasar la melodía con un rodar danzarín.
Alguien más enterado decía haber oído que la Fifi había sido miliciana.
 Unos decían que había sido de la CNT, otros de cualquier otra cañera. 
Lo cual nos cuadraba por su espíritu libre y su carácter peleón.
Cuando matamos a Franco de muerte natural –que decía Umbral− ya nos fuimos enterando.
Quien nos hubiera dicho aquel 18 de julio que en esa misma fecha, 
treinta y cuatro años antes, aquella mujer pequeña de estatura, 
gigantesca de energía, que nosotros desde nuestra pubertad veíamos tan 
mayor y no agraciada, se había alistado como miliciana. Militante comunista de las Juventudes Socialistas Unificadas, el 18 de julio de 1936, no dudó en defender al gobierno constitucional de la República con las armas  en la mano.
Una formidable fotografía muestra a tres milicianas orgullosas de lo que están haciendo. La bella joven de la parte inferior es Fidela Fernández de la Vela Pérez, La Fifi. La de la parte superior es Rosario, La Dinamitera.
 La tercera ignoro quién es, pongamos que esa desconocida  −por mí− 
podría ser Angelita Martínez, también pudiera ser Consuelo Martín o 
Margarita Fuente, todas ellas milicianas desde el primer momento.
Las tres de la imagen, con su mono, el correaje y las armas tienen la
 belleza de la juventud, el arrojo y la valentía de la honestidad; el 
encanto de ese trío es de una fuerza arrolladora. Todas ellas se 
enrolaron en las milicias del Quinto Regimiento. Su unidad, el 19 de 
julio fue enviada hacía Somosierra donde es probable que esté captada la
 foto. Durante quince días se batieron y detuvieron a las tropas del 
General Mola, hasta que se estabilizó ese frente.
A Rosario la conocí en un encuentro al que acompañe a mi padre en el 
que se daba un homenaje a los viejos combatientes antifascistas. Llevaba
 sus muchos años con la misma soltura que movía el brazo de su mano 
inexistente, la que le voló manipulando un cartucho de dinamita. La 
ausencia de esa mano y la enérgica presencia de Rosario fueron la musa 
de la poesía de Miguel Hernández que compuso cuando la conoció:
Rosaría, dinamitera,
sobre tu mano bonita
celaba la dinamita
sus atributos de fiera.
Nadie al mirarla creyera
que había en su corazón
Una desesperación
de cristales de metralla
sedienta de una explosión.
sobre tu mano bonita
celaba la dinamita
sus atributos de fiera.
Nadie al mirarla creyera
que había en su corazón
Una desesperación
de cristales de metralla
sedienta de una explosión.
Volviendo a la conductora de Pedriza, esa mujer tuvo la fuerza de 
sobreponerse a la represión y los castigos de post-guerra. ¡Que no 
penaría alguien tan destacado en esa foto representando todo lo que 
odiaban los vencedores! De ella no lo sabemos, de Rosario sí, que le 
pidieron pena de muerte conmutada por treinta años de prisión. Pasó por 
las cárceles de Ventas, Durango, Orúe y Saturrán. Al cabo de unos años, 
como no cabían en los penales fueron sacando a los que les pareció menos
 peligrosos.
La Fifi tuvo el coraje de sobreponerse a todo por lo que tuvo que 
pasar –De ella nada he encontrado que lo atestigüe−. Sí tuvo la suerte 
de librarse de la cárcel, cuando menos la angustia de saber a sus 
compañeras represaliadas. Incluso el fusilamiento de las 
 a algunas de las cuales tuvo que conocer −¿amistad? ¿camaradería?− por 
sus edades parecidas y misma organización de militancia: Las JSU. El 
caso es que en los años cincuenta del pasado siglo conducía camiones; 
una de las primeras camioneras de este país. A finales de los sesenta 
llevaba autobuses escolares y comenzó, los fines de semana, el servicio 
de lanzadera de la Pedriza. Cuando se retiró sobre 1980 la vida había 
subido; en vez de los tres duros que mantuvo mucho tiempo cobraba diez 
ida y vuelta.
Este 18 de julio es tan bueno como cualquier otro día para rendir 
homenaje a esas mujeres que defendieron sus libertades colectivas con 
todo lo que pudieron. Y, cuando las perdieron, ejercieron las suyas 
propias hasta más allá de lo posible.
Nunca llegaremos a valorar lo que todos las debemos mostrándonos el 
camino de la igualdad entre mujeres y hombres y ejerciendo su libertad, 
su combate y su feminidad.
Imágenes facilitadas por el autor del artículo
'Pisaré sus calles nuevamente'. Libro por entregas de Pablo Fernández-Miranda
Fuente → nuevatribuna.es
 
 
 

1 comentario
Gracias Pablo por reflejar en ese relato tanta historia, libertad y sentimiento
Un fuerte abrazo de tu amigo
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