El sujeto revolucionario de Antonio Maestre
 
El sujeto revolucionario de Antonio Maestre 
Arturo Rodríguez

Sin embargo, lo más interesante de su artículo es que aprovecha sus conclusiones para redefinir el “sujeto revolucionario” del marxismo, que, afirma de manera tajante, ya no es la clase obrera sino “una niña trans de diez años”.
Merece la pena reproducir este párrafo en su totalidad:

“Si de verdad el marxismo es tu guía no intentas modular el sujeto político revolucionario, simplemente trabajas con el que tu época te ha dado. No existe ninguna posibilidad radicalmente transformadora en el obrerismo actual, aquel sujeto político está mitificado y no se corresponde con su capacidad performativa en la actualidad. El ecosocialismo y el feminismo, y no el transexcluyente, sino el que se abraza junto a las trans en una pancarta, es el movimiento conjunto que tiene capacidad disruptora en 2020 para dar solución a los problemas de la clase trabajadora. Asúmanlo o échense a un lado, el sujeto político revolucionario de nuestros días es Greta Thunberg entrelazando los brazos con una adolescente feminista y una trans de 10 años. Un marxista se pondría detrás”.

No es esta la primera vez que un autoproclamado teórico marxista trata de buscar nuevos sujetos revolucionarios, ni es la argumentación de Maestre mínimamente novedosa, aunque sí son originales las oscilaciones de este periodista de un obrerismo ramplón y reduccionista a la negación de la clase obrera. Ante tanta confusión, es urgente rescatar la teoría marxista sobre la centralidad de la clase obrera para la revolución. Dejamos a un lado la cuestión de las ideas queer, que ya hemos tratado a fondo en otro artículo.

La centralidad de la clase obrera

La teoría marxista no se basa en impresiones fortuitas ni en fenómenos pasajeros. Somos materialistas, y nuestro punto de partida es la constatación de que el ser humano necesita comer, vestirse y cobijarse antes de poder filosofar o hacer arte o política. En su lucha por obtener sus medios de subsistencia, los seres humanos se organizan, se desarrolla la técnica y los medios de producción, y alrededor de éstos surge una división del trabajo y cristalizan las clases sociales y la propiedad. Esta evolución no es lineal, sino escalonada y dialéctica. Relaciones de producción y de propiedad que en una cierta etapa potencian el desarrollo de las fuerzas productivas más tarde, con el desarrollo sucesivo de la economía, se convierten en un freno, hecho que se expresa en las crisis y las revoluciones, que enfrentan a las clases reaccionarias con las clases que encaran una forma naciente de organización económica, acorde con las nuevas necesidades de la sociedad.

La historia del actual sistema capitalista es la lucha entre la burguesía y el proletariado, que es la expresión social y política de la contradicción entre el carácter social e internacional de la moderna producción industrial y su parcelación en corporaciones privadas que compiten entre sí, vinculadas a Estados-nación capitalistas y gestionadas por el beneficio egoísta y parcial de sus propietarios. Si en 1847, cuando Marx y Engels escribieron el Manifiesto Comunista, esto era en gran medida un vaticinio de procesos futuros, la historia sucesiva hasta nuestros días ha corroborado su análisis. La adopción de economías de escala con el avance de la tecnología, el auge de los grandes monopolios, de la lucha imperialista entre las distintas burguesías nacionales por conquistar el mercado mundial y romper el corsé del Estado-nación, no podían sino agravar las contradicciones inherentes al capitalismo, agudizando sus crisis y radicalizando la lucha de clases.

Para los marxistas, la clase obrera no es ningún fetiche. El lugar central que ocupa en la economía capitalista le otorga una enorme fuerza, como presenciamos recientemente con el estado de alarma, cuando quedó patente que no se enciende una bombilla, ni gira una sola rueda, ni se llenan los estantes sin la labor de los sectores clave de la clase obrera, los llamados “sectores estratégicos”. A su vez, el carácter social y colaborativo de su trabajo le imprime una psicología colectivista y una gran cohesión, realzada por su concentración geográfica en las ciudades y los centros industriales. Su condición de explotada implica que, a diferencia de otras clases ascendentes del pasado, como la burguesía revolucionaria del siglo XVIII, no defiende intereses egoístas ni busca el sometimiento de nadie; su liberación es el preámbulo para la abolición de todas las clases. En definitiva, la clase obrera lleva en su seno una futura forma de organización social que negará al capitalismo que le dio a luz. Su lucha expresa la rebelión del carácter colectivo de la producción moderna contra su apropiación privada por parte de la burguesía.

Por estos motivos, el proletariado es capaz de actuar como punta de lanza para otras clases oprimidas, como los campesinos o la pequeña burguesía empobrecida. En la Revolución rusa de 1917 o en la Revolución china de 1925-1927, unos pocos centenares de miles de obreros, que representaban un porcentaje ínfimo de la población, se convirtieron en la vanguardia emancipadora de decenas de millones de campesinos. Hoy en día, sin embargo, el desarrollo del capitalismo ha ampliado enormemente la fuerza numérica de la clase obrera, proletarizando al pequeño propietario y al profesional independiente. Según la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial –UNIDO– la economía mundial ha pasado de emplear 270 millones de obreros fabriles en 1970 a 500 millones en 2013 (Informe sobre el Desarrollo Industrial 2013 – UNIDO). A esa cifra deben añadirse varios millones de empleos industriales más creados en los últimos años al calor del pequeño auge experimentado por la economía mundial. Por lo tanto, la clase obrera industrial, en lugar de debilitarse se ha fortalecido enormemente en las últimas décadas y es numéricamente más poderosa que nunca antes en la historia. Aunque en Europa el porcentaje de obreros fabriles ha caído en las últimas décadas, el número de asalariados ha aumentado enormemente, y en España representa hoy un 84% de la población ocupada según el INE. En este sentido, Maestre vuelve a caer en el vulgarismo común de los reformistas de tener en mente sólo a la clase obrera industrial y dejar de lado al conjunto de los trabajadores asalariados.

El “obrerismo” en 2020

Mirando a nuestro alrededor, parecería que este esquema está desfasado. Aunque ha habido grandes estallidos sociales de los últimos años, como las insurrecciones en Chile o Ecuador de otoño de 2019, donde la clase trabajadora organizada jugó un papel importante, ha pasado mucho tiempo desde las últimas revoluciones socialistas exitosas. Los regímenes estalinistas, burocratizados y convertidos en grotescas caricaturas de un Estado obrero, cayeron hace más de treinta años. Dejando a un lado algunas huelgas significativas, el movimiento sindical en nuestro país está en horas bajas, y es sólo una sombra de lo que fue durante la transición. Muchas de las grandes movilizaciones sociales de los últimos años, como el feminismo, el ecologismo o el antirracismo, se han producido al margen del movimiento obrero. Las ideas del socialismo, aun ganando adeptos en los últimos años, siguen teniendo poca incidencia en los barrios obreros, y su significado en cualquier caso es más ambiguo y borroso que en otras épocas. El anhelo de una revolución proletaria parece relegado a la generación de nuestros abuelos. Una mente impresionista podría llegar a la conclusión de que el marxismo necesita otro sujeto revolucionario. Pero el marxismo es enemigo del impresionismo, y estudia los procesos en su dimensión histórica y su desarrollo dinámico.

La clase obrera es ante todo una clase sometida, que no ha podido aún romper sus cadenas y que sigue explotada. En periodos ordinarios es inevitable que la mayoría de trabajadores acepten, de buen o de mal grado, el actual estado de las cosas y se esfuercen por salir adelante dentro de los límites del sistema, intentando, si acaso, enmendar los aspectos más lesivos de su condición a través del voto o de luchas parciales. Para mantener esta paz social y amedrentar, aletargar y dividir a los trabajadores, la burguesía cuenta con infinidad de instrumentos: la represión, la propaganda, las concesiones a tal o cual sector, la corrupción de los dirigentes e intelectuales de izquierdas y sindicales, etc. Sólo en periodos excepcionales puede el grueso de la clase trabajadora, y del pueblo oprimido en su conjunto, movilizarse activamente contra el sistema, y, si no consigue vencer, volverá a ser abatida y necesitará años, o incluso décadas, para restañar su derrota.

La toma de conciencia de la clase obrera es un proceso histórico, no mecánico. Los grandes problemas y necesidades de cada época tienen que ser aprehendidas por hombres y mujeres de carne y hueso. La clase obrera no se vuelve revolucionaria leyendo a Marx y a Lenin, sino a través de los acontecimientos, que acaban enseñándole que sus reivindicaciones más básicas entran en contradicción con el sistema en su conjunto. Pero su conciencia también está condicionada por el legado de generaciones anteriores: las enseñanzas de experiencias pasadas que encuentran su síntesis en la teoría revolucionaria, y la herencia de viejas luchas en forma de organización.

Las grandes gestas del proletariado revolucionario en el siglo XX, como en Rusia en 1917 o en nuestro país en 1936, no se pueden reducir a las condiciones de vida y de trabajo de aquellos hombres y mujeres, sino que eran el punto culminante de décadas de organización y de acumulación de experiencias. En Rusia, los primeros círculos marxistas orientados al movimiento obrero aparecieron en 1883, compuestos sobre todo por intelectuales que sólo gradualmente fueron ganándose apoyos entre sectores de la clase obrera. Pero la defensa teórica del socialismo hubiese sido insuficiente, eran necesarios los grandes acontecimientos de la revolución de 1905, que sirvieron de escuela para elevar el nivel de conciencia de la clase trabajadora y prepararla para su victoria en 1917. Este proceso fue aún más tortuoso en España. La revolución de 1936 fue la cúspide de sesenta años de propaganda y organización socialista y anarquista, conjugados con grandes episodios de lucha como la insurrección de Barcelona de 1909, el trienio bolchevique de 1917-1920 o las agitaciones de 1931-1936.

Esta toma de conciencia no es lineal. En primer lugar, la clase obrera es heterogénea; hay sectores que llegarán a conclusiones revolucionarias antes que el resto y de manera más firme y consecuente. Por otro lado, el aprendizaje revolucionario no es un simple cúmulo de experiencias, sino que pasa por etapas de aceleración, de estancamiento o de retroceso, que además está mediado por las direcciones y las organizaciones de la clase obrera, que, si bien son aupadas inicialmente por poderosos movimientos de masas, rara vez son un reflejo fidedigno del nivel de conciencia de la clase a la que representan, sino que desarrollan sus propios prejuicios e intereses y caen bajo la presión de otras clases, pudiendo hacer ora de espuela, ora de freno. En la actualidad, estamos saliendo de un largo periodo de reflujo en la lucha de clases que ha hecho mella en la consciencia de los trabajadores. El descarrilamiento de las revoluciones de los años 60 y 70, las traiciones de la socialdemocracia y el estalinismo, la caída del bloque soviético, y la etapa de relativa bonanza previa a la crisis de 2008 han sido un mazazo para la conciencia de la clase obrera, que sólo ahora, y de manera gradual, está empezando a recuperarse, partiendo en gran medida desde cero. La tarea de los marxistas es apoyarla en este proceso, y no introducir confusión como hace Maestre.

La lucha contra la opresión

Estas constataciones, sin embargo, no agotan el problema que formula Maestre. Él plantea al marxismo la elección entre el “obrerismo” y la lucha contra la opresión de género. Pero este es un falso dilema. De pasada, cabría señalar aquí la inconsecuencia de Maestre, muy sensible a la discriminación de la mujer y de los LGTB, pero totalmente apático (o directamente hostil), ante la opresión nacional de catalanes, gallegos y vascos, que es una horma en el zapato de la lucha de clases en el Estado español.

Los marxistas nos oponemos firmemente a cualquier tipo de opresión, ya sea de género, sexual, racial o nacional. Esta actitud no parte sencillamente de consideraciones morales, sino que ante todo responde a nuestro análisis materialista y a la experiencia histórica del movimiento obrero. La clase trabajadora es diversa: la componen hombres y mujeres de múltiples orígenes nacionales y étnicos y con diferentes orientaciones sexuales. Para librar una lucha efectiva contra la burguesía, la clase obrera necesita de la máxima unidad, requiere la implicación activa y consciente de la mayoría de trabajadores. Para alcanzar una unidad genuina y duradera y eliminar toda suspicacia, es imprescindible purgar al movimiento obrero de cualquier tipo de opresión. Sólo las mentes obtusas pueden pensar que la consigna de la unidad obrera implica barrer bajo la alfombra los problemas las mujeres, el colectivo LGTB, los migrantes o las minorías nacionales. Antes al contrario, la única forma de dar solidez a esta unidad es integrando plenamente sus reivindicaciones particulares al movimiento sindical y a la izquierda. Esta observación es aún más cierta si hablamos del pueblo oprimido en su conjunto. Para vencer, la clase obrera necesita ganarse a otros sectores agraviados de la sociedad: la pequeña burguesía empobrecida, los estudiantes, los intelectuales, el lumpen, etc., que a su vez tienen problemas diversos a los que el movimiento obrero tiene que dar respuesta en la medida de lo posible. La experiencia viva de la lucha revolucionaria muestra la verdad de este análisis, desde la emancipación de la mujer y de las naciones oprimidas en la Revolución rusa hasta la solidaridad entre musulmanes y coptos en la Revolución egipcia de 2011.

El otro lado de la moneda es que si desgajamos la lucha contra la opresión de su dimensión de clase caemos en el campo del liberalismo, que plantea los problemas de la mujer, los negros o de los homosexuales y trans en abstracto. Pero la mujer obrera y la mujer burguesa tienen intereses contrapuestos, y la unidad entre ellas sólo es posible dentro del marco del capitalismo, es decir, en los términos que establece la mujer burguesa, reduciendo la lucha a un único común denominador impotente y folclórico. Al contraponer la lucha contra la opresión al “obrerismo”, Maestre se desliza inconscientemente hacia el campo del liberalismo burgués. Las ancestrales opresiones de género, sexual, racial y nacional hunden hondas raíces en la sociedad actual, y sólo pueden ser erradicadas con el bisturí de la revolución, reconstruyendo la sociedad sobre bases materiales y morales radicalmente nuevas. Sólo la clase obrera, en toda su diversidad, y poniéndose al frente del pueblo oprimido en su conjunto, puede realizar esta colosal tarea.


Fuente → luchadeclases.org

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