
Sin embargo, lo más interesante de su artículo es que aprovecha sus
conclusiones para redefinir el “sujeto revolucionario” del marxismo,
que, afirma de manera tajante, ya no es la clase obrera sino “una niña
trans de diez años”.
Merece la pena reproducir este párrafo en su totalidad:
“Si de verdad el marxismo es tu guía no intentas modular el sujeto
político revolucionario, simplemente trabajas con el que tu época te ha
dado. No existe ninguna posibilidad radicalmente transformadora en el
obrerismo actual, aquel sujeto político está mitificado y no se
corresponde con su capacidad performativa en la actualidad. El
ecosocialismo y el feminismo, y no el transexcluyente, sino el que se
abraza junto a las trans en una pancarta, es el movimiento conjunto que
tiene capacidad disruptora en 2020 para dar solución a los problemas de
la clase trabajadora. Asúmanlo o échense a un lado, el sujeto político
revolucionario de nuestros días es Greta Thunberg entrelazando los
brazos con una adolescente feminista y una trans de 10 años. Un marxista
se pondría detrás”.
No es esta la primera vez que un autoproclamado teórico marxista
trata de buscar nuevos sujetos revolucionarios, ni es la argumentación
de Maestre mínimamente novedosa, aunque sí son originales las
oscilaciones de este periodista de un obrerismo ramplón y reduccionista a
la negación de la clase obrera. Ante tanta confusión, es urgente
rescatar la teoría marxista sobre la centralidad de la clase obrera para
la revolución. Dejamos a un lado la cuestión de las ideas queer, que ya
hemos tratado a fondo en otro artículo.
La centralidad de la clase obrera
La teoría marxista no se basa en impresiones fortuitas ni en
fenómenos pasajeros. Somos materialistas, y nuestro punto de partida es
la constatación de que el ser humano necesita comer, vestirse y
cobijarse antes de poder filosofar o hacer arte o política. En su lucha
por obtener sus medios de subsistencia, los seres humanos se organizan,
se desarrolla la técnica y los medios de producción, y alrededor de
éstos surge una división del trabajo y cristalizan las clases sociales y
la propiedad. Esta evolución no es lineal, sino escalonada y
dialéctica. Relaciones de producción y de propiedad que en una cierta
etapa potencian el desarrollo de las fuerzas productivas más tarde, con
el desarrollo sucesivo de la economía, se convierten en un freno, hecho
que se expresa en las crisis y las revoluciones, que enfrentan a las
clases reaccionarias con las clases que encaran una forma naciente de
organización económica, acorde con las nuevas necesidades de la
sociedad.
La historia del actual sistema capitalista es la lucha entre la
burguesía y el proletariado, que es la expresión social y política de la
contradicción entre el carácter social e internacional de la moderna
producción industrial y su parcelación en corporaciones privadas que
compiten entre sí, vinculadas a Estados-nación capitalistas y
gestionadas por el beneficio egoísta y parcial de sus propietarios. Si
en 1847, cuando Marx y Engels escribieron el Manifiesto Comunista, esto
era en gran medida un vaticinio de procesos futuros, la historia
sucesiva hasta nuestros días ha corroborado su análisis. La adopción de
economías de escala con el avance de la tecnología, el auge de los
grandes monopolios, de la lucha imperialista entre las distintas
burguesías nacionales por conquistar el mercado mundial y romper el
corsé del Estado-nación, no podían sino agravar las contradicciones
inherentes al capitalismo, agudizando sus crisis y radicalizando la
lucha de clases.
Para los marxistas, la clase obrera no es ningún fetiche. El lugar
central que ocupa en la economía capitalista le otorga una enorme
fuerza, como presenciamos recientemente con el estado de alarma, cuando
quedó patente que no se enciende una bombilla, ni gira una sola rueda,
ni se llenan los estantes sin la labor de los sectores clave de la clase
obrera, los llamados “sectores estratégicos”. A su vez, el carácter
social y colaborativo de su trabajo le imprime una psicología
colectivista y una gran cohesión, realzada por su concentración
geográfica en las ciudades y los centros industriales. Su condición de
explotada implica que, a diferencia de otras clases ascendentes del
pasado, como la burguesía revolucionaria del siglo XVIII, no defiende
intereses egoístas ni busca el sometimiento de nadie; su liberación es
el preámbulo para la abolición de todas las clases. En definitiva, la
clase obrera lleva en su seno una futura forma de organización social
que negará al capitalismo que le dio a luz. Su lucha expresa la rebelión
del carácter colectivo de la producción moderna contra su apropiación
privada por parte de la burguesía.
Por estos motivos, el proletariado es capaz de actuar como punta de
lanza para otras clases oprimidas, como los campesinos o la pequeña
burguesía empobrecida. En la Revolución rusa de 1917 o en la Revolución
china de 1925-1927, unos pocos centenares de miles de obreros, que
representaban un porcentaje ínfimo de la población, se convirtieron en
la vanguardia emancipadora de decenas de millones de campesinos. Hoy en
día, sin embargo, el desarrollo del capitalismo ha ampliado enormemente
la fuerza numérica de la clase obrera, proletarizando al pequeño
propietario y al profesional independiente. Según la Organización de las
Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial –UNIDO– la economía
mundial ha pasado de emplear 270 millones de obreros fabriles en 1970 a
500 millones en 2013 (Informe sobre el Desarrollo Industrial 2013 –
UNIDO). A esa cifra deben añadirse varios millones de empleos
industriales más creados en los últimos años al calor del pequeño auge
experimentado por la economía mundial. Por lo tanto, la clase obrera
industrial, en lugar de debilitarse se ha fortalecido enormemente en las
últimas décadas y es numéricamente más poderosa que nunca antes en la
historia. Aunque en Europa el porcentaje de obreros fabriles ha caído en
las últimas décadas, el número de asalariados ha aumentado enormemente,
y en España representa hoy un 84% de la población ocupada según el INE.
En este sentido, Maestre vuelve a caer en el vulgarismo común de los
reformistas de tener en mente sólo a la clase obrera industrial y dejar
de lado al conjunto de los trabajadores asalariados.
El “obrerismo” en 2020
Mirando a nuestro alrededor, parecería que este esquema está
desfasado. Aunque ha habido grandes estallidos sociales de los últimos
años, como las insurrecciones en Chile o Ecuador de otoño de 2019, donde
la clase trabajadora organizada jugó un papel importante, ha pasado
mucho tiempo desde las últimas revoluciones socialistas exitosas. Los
regímenes estalinistas, burocratizados y convertidos en grotescas
caricaturas de un Estado obrero, cayeron hace más de treinta años.
Dejando a un lado algunas huelgas significativas, el movimiento sindical
en nuestro país está en horas bajas, y es sólo una sombra de lo que fue
durante la transición. Muchas de las grandes movilizaciones sociales de
los últimos años, como el feminismo, el ecologismo o el antirracismo,
se han producido al margen del movimiento obrero. Las ideas del
socialismo, aun ganando adeptos en los últimos años, siguen teniendo
poca incidencia en los barrios obreros, y su significado en cualquier
caso es más ambiguo y borroso que en otras épocas. El anhelo de una
revolución proletaria parece relegado a la generación de nuestros
abuelos. Una mente impresionista podría llegar a la conclusión de que el
marxismo necesita otro sujeto revolucionario. Pero el marxismo es
enemigo del impresionismo, y estudia los procesos en su dimensión
histórica y su desarrollo dinámico.
La clase obrera es ante todo una clase sometida, que no ha podido aún
romper sus cadenas y que sigue explotada. En periodos ordinarios es
inevitable que la mayoría de trabajadores acepten, de buen o de mal
grado, el actual estado de las cosas y se esfuercen por salir adelante
dentro de los límites del sistema, intentando, si acaso, enmendar los
aspectos más lesivos de su condición a través del voto o de luchas
parciales. Para mantener esta paz social y amedrentar, aletargar y
dividir a los trabajadores, la burguesía cuenta con infinidad de
instrumentos: la represión, la propaganda, las concesiones a tal o cual
sector, la corrupción de los dirigentes e intelectuales de izquierdas y
sindicales, etc. Sólo en periodos excepcionales puede el grueso de la
clase trabajadora, y del pueblo oprimido en su conjunto, movilizarse
activamente contra el sistema, y, si no consigue vencer, volverá a ser
abatida y necesitará años, o incluso décadas, para restañar su derrota.
La toma de conciencia de la clase obrera es un proceso histórico, no
mecánico. Los grandes problemas y necesidades de cada época tienen que
ser aprehendidas por hombres y mujeres de carne y hueso. La clase obrera
no se vuelve revolucionaria leyendo a Marx y a Lenin, sino a través de
los acontecimientos, que acaban enseñándole que sus reivindicaciones más
básicas entran en contradicción con el sistema en su conjunto. Pero su
conciencia también está condicionada por el legado de generaciones
anteriores: las enseñanzas de experiencias pasadas que encuentran su
síntesis en la teoría revolucionaria, y la herencia de viejas luchas en
forma de organización.
Las grandes gestas del proletariado revolucionario en el siglo XX,
como en Rusia en 1917 o en nuestro país en 1936, no se pueden reducir a
las condiciones de vida y de trabajo de aquellos hombres y mujeres, sino
que eran el punto culminante de décadas de organización y de
acumulación de experiencias. En Rusia, los primeros círculos marxistas
orientados al movimiento obrero aparecieron en 1883, compuestos sobre
todo por intelectuales que sólo gradualmente fueron ganándose apoyos
entre sectores de la clase obrera. Pero la defensa teórica del
socialismo hubiese sido insuficiente, eran necesarios los grandes
acontecimientos de la revolución de 1905, que sirvieron de escuela para
elevar el nivel de conciencia de la clase trabajadora y prepararla para
su victoria en 1917. Este proceso fue aún más tortuoso en España. La
revolución de 1936 fue la cúspide de sesenta años de propaganda y
organización socialista y anarquista, conjugados con grandes episodios
de lucha como la insurrección de Barcelona de 1909, el trienio
bolchevique de 1917-1920 o las agitaciones de 1931-1936.
Esta toma de conciencia no es lineal. En primer lugar, la clase
obrera es heterogénea; hay sectores que llegarán a conclusiones
revolucionarias antes que el resto y de manera más firme y consecuente.
Por otro lado, el aprendizaje revolucionario no es un simple cúmulo de
experiencias, sino que pasa por etapas de aceleración, de estancamiento o
de retroceso, que además está mediado por las direcciones y las
organizaciones de la clase obrera, que, si bien son aupadas inicialmente
por poderosos movimientos de masas, rara vez son un reflejo fidedigno
del nivel de conciencia de la clase a la que representan, sino que
desarrollan sus propios prejuicios e intereses y caen bajo la presión de
otras clases, pudiendo hacer ora de espuela, ora de freno. En la
actualidad, estamos saliendo de un largo periodo de reflujo en la lucha
de clases que ha hecho mella en la consciencia de los trabajadores. El
descarrilamiento de las revoluciones de los años 60 y 70, las traiciones
de la socialdemocracia y el estalinismo, la caída del bloque soviético,
y la etapa de relativa bonanza previa a la crisis de 2008 han sido un
mazazo para la conciencia de la clase obrera, que sólo ahora, y de
manera gradual, está empezando a recuperarse, partiendo en gran medida
desde cero. La tarea de los marxistas es apoyarla en este proceso, y no
introducir confusión como hace Maestre.
La lucha contra la opresión
Estas constataciones, sin embargo, no agotan el problema que formula
Maestre. Él plantea al marxismo la elección entre el “obrerismo” y la
lucha contra la opresión de género. Pero este es un falso dilema. De
pasada, cabría señalar aquí la inconsecuencia de Maestre, muy sensible a
la discriminación de la mujer y de los LGTB, pero totalmente apático (o
directamente hostil), ante la opresión nacional de catalanes, gallegos y
vascos, que es una horma en el zapato de la lucha de clases en el
Estado español.
Los marxistas nos oponemos firmemente a cualquier tipo de opresión,
ya sea de género, sexual, racial o nacional. Esta actitud no parte
sencillamente de consideraciones morales, sino que ante todo responde a
nuestro análisis materialista y a la experiencia histórica del
movimiento obrero. La clase trabajadora es diversa: la componen hombres y
mujeres de múltiples orígenes nacionales y étnicos y con diferentes
orientaciones sexuales. Para librar una lucha efectiva contra la
burguesía, la clase obrera necesita de la máxima unidad, requiere la
implicación activa y consciente de la mayoría de trabajadores. Para
alcanzar una unidad genuina y duradera y eliminar toda suspicacia, es
imprescindible purgar al movimiento obrero de cualquier tipo de
opresión. Sólo las mentes obtusas pueden pensar que la consigna de la
unidad obrera implica barrer bajo la alfombra los problemas las mujeres,
el colectivo LGTB, los migrantes o las minorías nacionales. Antes al
contrario, la única forma de dar solidez a esta unidad es integrando
plenamente sus reivindicaciones particulares al movimiento sindical y a
la izquierda. Esta observación es aún más cierta si hablamos del pueblo
oprimido en su conjunto. Para vencer, la clase obrera necesita ganarse a
otros sectores agraviados de la sociedad: la pequeña burguesía
empobrecida, los estudiantes, los intelectuales, el lumpen, etc., que a
su vez tienen problemas diversos a los que el movimiento obrero tiene
que dar respuesta en la medida de lo posible. La experiencia viva de la
lucha revolucionaria muestra la verdad de este análisis, desde la
emancipación de la mujer y de las naciones oprimidas en la Revolución
rusa hasta la solidaridad entre musulmanes y coptos en la Revolución
egipcia de 2011.
El otro lado de la moneda es que si desgajamos la lucha contra la
opresión de su dimensión de clase caemos en el campo del liberalismo,
que plantea los problemas de la mujer, los negros o de los homosexuales y
trans en abstracto. Pero la mujer obrera y la mujer burguesa tienen
intereses contrapuestos, y la unidad entre ellas sólo es posible dentro
del marco del capitalismo, es decir, en los términos que establece la
mujer burguesa, reduciendo la lucha a un único común denominador
impotente y folclórico. Al contraponer la lucha contra la opresión al
“obrerismo”, Maestre se desliza inconscientemente hacia el campo del
liberalismo burgués. Las ancestrales opresiones de género, sexual,
racial y nacional hunden hondas raíces en la sociedad actual, y sólo
pueden ser erradicadas con el bisturí de la revolución, reconstruyendo
la sociedad sobre bases materiales y morales radicalmente nuevas. Sólo
la clase obrera, en toda su diversidad, y poniéndose al frente del
pueblo oprimido en su conjunto, puede realizar esta colosal tarea.
Fuente → luchadeclases.org
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