
Muchos
recordamos el impacto que tuvo la llamada Revolución de los Claveles
portuguesa en aquellos años de la primera Transición. No fueron pocos
los jóvenes españoles que quisieron vivir aquella experiencia in situ,
con las expectativas puestas incluso en que algo así podría suceder en
España. Pero aquí no disponíamos de un ejército harto de su misión
colonial. El espíritu castrense estaba empapado de franquismo hasta los
huesos, como se demostraría años después (1981) con el intento de golpe
de estado del 23 F. La nuestra fue una dictadura que acabó con la
consunción del general, como era de prever.
A Franco se le enterró con todos los honores bajo sagrado y ahí
estuvo, al pie de la gran cruz del valle de Cuelgamuros, durante mucho
más tiempo que el de su propia dictadura, hasta solo hace unos cuantos
meses en que sus huesos fueron despachados con una ceremonia de desalojo
que fue tratada de modo inusitado por la radiotelevisión pública
estatal y con unas no menos aparatosas medidas de seguridad. En lugar de
verificar la segunda inhumación de los restos del general con la mayor
discreción, la noticia tuvo una dimensión mediática excesiva, muy
distinta al proceder que siguió Portugal desde el momento mismo en que
falleció su dictador, enterrado en un modesto sepulcro de su pueblo
natal, sin que hasta allí se dirigieran peregrinaciones o se celebraran
misas masivas o cualquier tipo de homenaje póstumo.
Resulta bastante ilustrativo el diferente acabamiento de uno y otro
régimen y el dispar enterramiento de sus respectivos dictadores para
comprender el muy distinto trato con el que se juzga ese pasado en un0 y
otro país. El ejemplo más evidente lo tenemos en el Museu do Aljube.
Resisténcia e Libertade, ubicado en Lisboa desde hace unos años y
convertido en museo de la dictadura de más larga duración en Europa
occidental. Son pocos los españoles que dejan de visitarlo cuando viajan
a la capital portuguesa, hasta el punto de que quizá sean los
extranjeros que más interés sienten por su contenido, a falta del que no
encuentran en España.
En el edificio que actualmente ocupa ese centro estuvo el lugar de
detención y la prisión en la que eran torturados y encarcelados los
presos políticos durante el régimen de Oliveira Salazar. El edificio
contaba con precedentes históricos en esa misma línea, pues durante los
siglos XVI y XVII fue cárcel eclesiástica y en el XIX fue prisión de
mujeres. Se calcula que entre 15.000 y 20.000 personas fueron detenidas
por la policía política portuguesa (PIDE) entre los años 1933 y 1974.
Esos son los datos del balance represor de sus más de 4.000 agentes,
tanto en la metrópoli como en las colonias.
Una visita el museo permite diferenciar la exposición a la que
podemos asistir en sus tres plantas. En la primera encontramos las
particularidades políticas de la dictadura salazarista y las luchas
clandestinas llevadas a cabo por quienes la combatieron, con imágenes y
documentos de las publicaciones y de las diversas organizaciones
comprometidas en esa lucha. En la segunda planta se hace un recorrido
por los distintos centros de detención, las prisiones y campos de
concentración, y sobre todo la lucha dentro de las cárceles. En un gran
panel podemos observar las diferentes torturas que realizaba la policía
política y una exposición de lo que serían las celdas del centro de
detención. La tercera planta está dedicada a las colonias portuguesas en
los territorios de ultramar, con un gran listado a modo de colofón
donde aparecen todos los demócratas asesinados por el régimen. No falta,
por supuesto, un espacio dedicado a la Revolución de los Claveles, con
un gran álbum de fotografías anteriores a la fecha histórica del 25 de
abril de 1974.
El museo dispone de un gran centro de documentación con libros y
manuscritos del periodo dictatorial, así como un auditorio en donde se
celebran con frecuencia conferencias y presentaciones de libros
vinculados con ese largo periodo de la historia portuguesa. Su actividad
es notoria, sobre todo si se compara con la del Centro Documental de la
Memoria Histórica de Salamanca, cuyo restaurado, espacioso y costoso
edificio no solo está vacío del fondo documental que permanece en el
viejo edificio desde hace casi diez años, sino que es infrautilizado
para contados eventos, habiendo supuesto en su día una importante
inversión para el gobierno central, de cuyo Ministerio de Cultura
depende.
No hay ciudadano español que después de visitar el Museu do Aljube
(aljibe en español) no se pregunte por el que no tiene su país y pudo
haber tenido en 2008. En ese año, bajo el gobierno de Rodríguez Zapatero
-que había aprobado meses antes la Ley de Memoria Histórica-, se
derribó el edificio que podría ser equivalente al museo lisboeta de la
dictadura: la antigua cárcel de Carabanchel. El solar quedó abandonado
desde entonces y solo el antiguo hospital fue utilizado como Centro de
Internamiento para Extranjeros (CIE).

El pasado 20 de mayo, tal como leímos no hace mucho en este mismo
periódico, la Plataforma por un Centro de Memoria en la Cárcel de
Carabanchel envió una carta certificada al Ministerio del Interior para
solicitar ese espacio para recuperar, transmitir y reflexionar en torno a
las luchas populares y la represión política durante el periodo y la
dictadura y la transición. El Ministerio del Interior del gobierno
progresista de coalición denegó la petición alegando “planeamiento
urbanístico sobre esos terrenos”. Algo similar ocurrió años atrás con la
Plaza de Toros de Badajoz, derribada por el gobierno del socialista
Rodríguez Ibarra, habiendo sido uno de los lugares del país donde se
perpetró quizá la mayor de las masacres por parte de los vencedores de
la guerra incivil, sin que apenas quede constancia memorial de la misma
para quienes visitan la ciudad y conocen ese trágico capítulo de su
historia.
Transcurridos más de cuarenta años desde la instauración de la
democracia, España, a diferencia Portugal, carece de un lugar
equivalente al Museu do Ajube. Seguimos pendientes de lo que se proyecte
en el antiguo Valle de los Caídos después de la exhumación de los
restos del dictador. Un total de más de 33.000 combatientes de la Guerra
de España ocupan los osarios de esa basílica, de los que 28.000
lucharon en las tropas del ejércitos vencedor y se los conoce -degún la
fórmula franquista. por «caídos por Dios y por España». Más de 21.000
perdieron la vida combatiendo al fascismo, en defensa del Gobierno
republicano, de los que más de 12.ooo no están identificados. Todos los
restos mortales de los vencidos fueron trasladados a la basílica a
partir de los años cincuenta, sin que sus deudos tuvieran noticia de su
nueva ubicación.
Sería de desear que más pronto que tarde -sobre todo porque se ha
hacho muy tarde- se erradicase de una vez la significación dictatorial
que tuvo ese monumento –en donde permanecen los restos del fundador de
Falange, José Antonio Primo de Rivera-, máxime porque, además su
impronta fascista, suma al enterramiento de las víctimas del franquismo
el trabajo esclavo de los presos republicanos que lo construyeron en la
posguerra.

Otro lugar que debería ser significado en la memoria democrática de
este país, idéntico en sus funciones al que supuso el centro de
detención de Aljube, es la antigua Dirección General de Seguridad en la
plaza de la Puerta del Sol de Madrid, sede actual del gobierno
autonómico de esa región. Sigue faltando en sus muros, después de
cuarenta años de democracia, una mínima placa conmemorativa que recuerde
a los demócratas torturados en esos calabozos. Uno de los sicarios, el
torturador Pacheco (alias Billy el Niño), se nos murió hace un par de
meses del virus de la corona. Lo hizo con todas las medallas puestas en
su solapa por el trabajo realizado y porque nadie se atrevió a
quitárselas, cobrando por ellas del presupuesto nacional hasta el fin de
sus días.
Fuente → elviejotopo.com
No hay comentarios
Publicar un comentario