
Las movilizaciones masivas en Estados Unidos de repulsa al
asesinato de George Floyd fueron capitalizadas, en buena medida, por las
reiteradas tentativas del presidente del país por equiparar al antifascismo con una “organización terrorista”.
Más allá del desconocimiento que supone, nada nuevo si nos atenemos a
la revelaciones del ex asesor de seguridad nacional John Bolton, el
hecho que Donald Trump aborde un movimiento plural y multiforme sin
ninguna estructura formal como una organización de corte tradicional, lo
cierto es que los tuits presidenciales han vuelto a situar al
antifascismo en el centro del debate a nivel global.
Sin embargo,
el antifascismo no es un fenómeno nuevo. Para hallar sus orígenes
debemos remontarnos a la contraposición al fascismo, aquella ideología
que —según el historiador norteamericano Robert Paxton— fue la innovación política más importante del siglo XX y
la fuente de gran parte de sus padecimientos. Evidentemente, no habría
antifascismo sin fascismo, como no hay fascismo sin sufrimientos. Esto,
que parece una obviedad, es el fondo de un debate —artificioso e
interesado a mi entender— que ha permitido (y permite) que el fascismo, y
sus consiguientes variables y actualizaciones, se perciba por una parte
de la población como una ideología validada en toda democracia
consolidada que se precie.
Cuando
tratamos al fascismo (léase extrema derecha, neonazismo, neofascismo,
post fascismo, identitarismo o cualquier nueva acepción con vocación
modernizante derivada del original) no podemos rehuir que su concreción
busca, precisamente, limitar los derechos colectivos conquistados
gracias a los padecimientos a los que aludía Paxton. Y es que el
fascismo nunca será un ideario como cualquier otro. Eso es algo que
cualquier sociedad avanzada no puede perder nunca de vista. Así lo
entendieron diversas generaciones que nos precedieron. Aquellas que no
dudaron ni un instante en combatir, de modos diversos, la reformulación del odio en doctrina política.
Sin
embargo, las respuestas pocas veces fueron corales o uniformes. Al
contrario, el antifascismo adolece desde sus primeras concreciones de
una disparidad de método. En los intentos de dificultar los esfuerzos
organizativos de la extrema derecha han coexistido dos estrategias. Por
un lado, las movilizaciones amparadas dentro de la legalidad
(manifestaciones pacíficas de denuncia) y, por otro, el ejercicio de la acción directa (enfrentamientos violentos).
Más
allá de las formas, el debate de fondo entre las dos principales
tendencias del antifascismo se cierne sobre que método es más idóneo
para limitar la actuación de los grupos ultraderechistas. Un sector opta
por presionar a las instituciones para que se involucren y tomen
medidas o, incluso, prohiban lo que denominan “formas extremas” de
política. Otro, el sector más beligerante, se muestra disconforme dado
su posicionamiento anti estatista, ya que entiende como habitualmente
este tipo de prohibiciones pueden ser un arma de doble filo y acaben
usándose —como podríamos interpretar actualmente en relación con los
llamados delitos de odio— contra los colectivos que las promueven, ya
sean los movimientos sociales, la izquierda alternativa o el
antifascismo organizado.
¿Pero cuando surgió la necesidad de
plantar cara a todo ello? Históricamente se suele asociar el fascismo
con el periodo de entreguerras, cuando el mismo emergió en Italia de la
mano de Mussolini. Siendo esto estrictamente cierto, la verdad es que
desde finales del siglo XIX en Estados Unidos se empezaron a formar grupos armados para plantar cara a formas de protofascismo,
como el supremacismo propugnado por el Ku Klux Klan. Pero no todas las
respuestas hacían hincapié en la confrontación violenta, también por
aquel entonces se llevaron a cabo campañas en favor de la libertad de
expresión. Por tanto, desde el siglo XIX han coexistido las dos líneas
de actuación apuntadas.
Previo al ascenso del nazi-fascismo hubo
otros precedentes, como los grupos que en la Francia de los años veinte
se oponían a formaciones que flirteaban con el fascismo y el
antisemitismo. Fue coincidiendo con la creación en 1919 de los fasci
italiani di combattimento cuando hubo la necesidad de organizar una
respuesta a la violencia escuadrista. Así, mientras los Arditi del
popolo liderados por Argo Secondari plantaron cara a los camisas negras,
en Alemania se crearon grupos similares de oposición a los nazis, como
la milicia Reichsbanner Schwarz-Rot-Gold o el Roter Frontkämpferbund,
vinculados a socialdemócratas y comunistas respectivamente.
Aquí nos topamos con otra característica inherente del antifascismo del periodo como fue su incapacidad para conformar un frente común.
Las disputas partidistas y la disparidad a la hora de asumir una misma
estrategia impidieron, inicialmente, su concreción. Mientras unos
planteaban una oposición física, el “terror de masas proletario”, otros
apostaban por convocar huelgas. Formalmente, tanto el KPD como el SPD se
desvincularon de la violencia, aunque su militancia más joven prefería
enfrentarse en las calles a los miembros de las SA.
Debates
similares existían en el seno del anarquismo germano, con las Schwarze
Scharen abogando por el uso de la violencia, mientras en paralelo
surgían formas de contrapropaganda más creativas basadas en el teatro
callejero, los títeres o la música. La división persistió, Frente de
Hierro Vs Acción Antifascista, y favoreció la debilidad de la oposición al nazismo, que este supo aprovechar en beneficio propio.
La
derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial pareció certificar el fin
del nazi-fascismo. En ese contexto las grandes familias políticas de la
Europa occidental decidieron aparcar un antifascismo que creían superado
gracias a la victoria aliada. Cuando este logró reorganizarse, en parte
gracias a la connivencia de la que gozaron los derrotados a raíz del
advenimiento de la Guerra Fría, los grandes partidos habían abandonado
la trinchera antifascista. Solo grupos minoritarios, formaciones
extraparlamentarias o partidos de corte radical asumieron los postulados
antifascistas. Es por ello que, desde entonces, el denominado “antifascismo moderno” restó vinculado a la marginalidad política y a las propuestas extremistas.
A
pesar de ello, el antifascismo siguió reproduciendo esquemas del
pasado, basculando estratégicamente entre la presión social pacífica y
la práctica violenta. Desde el Grupo 43, a la Anti Nazi League, pasando
por Red Action, SCALP o Anti Fascist Action. De UCFR a Réflex, pasando
por Antifaschistische Aktion o Direct Action Movement. Formas diversas
de abordar la existencia de las recurrentes variables del fascismo.
En
el siglo XXI el antifascismo continua erigiéndose como un movimiento
poliédrico y mayoritariamente reactivo que no se circunscribe ni limita a
unas características homogéneas. Por ello sigue evidenciando una
disparidad estratégica que incluye desde movilizaciones no violentas
hasta aquellas que apuestan abiertamente por la acción directa. Una
dualidad intrínseca a su evolución histórica que explotan con cierto
éxito aquellos que denuncian la práctica de la violencia para
criminalizar al movimiento antifascista.
Fuente → lamarea.com
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