
En mi libro “Dios mío, ¿qué es España?”[1] -expresión tomada prestada de Ortega y Gasset- me preguntaba: ¿Existe una identidad común más allá, como escribía Manuel Azaña,
de los harapos de la vida pública española, caída en la miseria y en la
hediondez, con los restos de regímenes abolidos y que sin embargo, han
pretendido y pretende hacerse pasar por la más genuina representación
del alma española? Es evidente que una hegemonía cultural de la derecha
más rancia sustentada en la arquitectura de una transición que no era
sino la salvaguarda de los intereses, influencias, estatus y dominio
posfranquistas en una débil democracia -la democracia siempre es
quebradiza si no es un régimen de poder y en la transición el poder
siempre fue ajeno a la democracia-, hacen de la vida pública un lodazal
donde la mediocridad, la bravuconería, la cortedad intelectual y el
matonismo de suburbio suplanta alevosamente el debate de las ideas en un
ámbito dialéctico de índole política.
Asistimos al risorgimento del españolismo del caudillaje trufado de
sectarismo cainita que sustantivamente se fundamenta en una suplantación
de la propia nación. Y es que una nación adquiere la fantasmagoría de
la inexistencia cuando todo aquello que pudiera constituirla está
exiliado, exilio intelectual y psicológico que es el peor de todos.
Aquellos que gritaban “vivan las cadenas” y arrastraron con sus brazos
la carroza de Fernando VII eran víctimas de esa
inexistencia de la nación suplantada por déspotas, prejuicios y
supercherías que pasaban por la esencia de lo español. Siempre habrá un
país inexistente mientras que lo defina y represente, en palabras de Azorín, una turba de negociantes discurseadores y cínicos.
Todo ello se sustancia en una ecología pública caracterizada por la
falta de ejemplaridad, abolición de la ética y una disfunción de la
política que es perversamente ubicada ajena al bien común, es el signo
de una absoluta decadencia, el dictum de Nietzsche
dixit: “Corrupción: éste no es más que un término para los períodos
otoñales de un pueblo (El eterno retorno). El prestigioso diario
británico The Times, definía a la familia real española como "un clan" y
abría su reportaje con el cinematográfico titular "Sexo, mentiras y cuentas bancarias suizas".
Los lectores ingleses podían sorprenderse entre cacerías de elefantes,
regatas con jeques árabes, cuentas multimillonarias en el extranjero,
comisiones sin tributo fiscal, y una amante de alquiler con apellido
filosófico que denuncia una campaña de acoso contra ella y sus hijos
llevada a cabo por los servicios secretos y azuzada por la Casa Real
española. Y no salió lo del medio millón de euros de la luna de miel de
Felipe y Letizia pagada en dinero negro porque la noticia vio la luz
esta semana.
Estamos hablando del poder arbitral del Estado, es decir, el elemento
fundante y ejemplarizante de los atributos que han de constituir un
aparato político saludable desde la perspectiva del bien común y la
solvencia democrática, que en este caso supone todo lo contrario: la
patrimonialización del Estado por la casa real y las minorías
influyentes, el auténtico poder fáctico, que convierte al régimen del 78
en una gran fantasmagoría cada vez más necesitada del déficit
democrático, la abolición de la política, el guerracivilismo dialéctico y
la inmunidad coactus.
Enrique Tierno Galván hacía una gráfica analogía entre el poder, ese poder in the shadow que es el que manda sin someterse a escrutinio alguno, y un lobo afirmando: “La diferencia entre un lobo y el poder es que el lobo necesita al cordero para devorarlo, y el poder para esconderse tras él.”
El cordero del poder fáctico en España, el que blinda a la monarquía,
lo constituye el aparataje mediático, financiero y estamental que tiene
en la corona la garante de la universalidad de sus intereses asumidos
por el Estado como generales de la nación lo que convierte la democracia
en un simulacro y las libertades y derechos individuales en una
concesión del poder que, como gracia dispensada, se pueden limitar o
suprimir.
Todo esto ha hecho que España se constituya durante siglos y hasta
hoy mismo en un régimen de poder patrimonial: se heredan los bancos, las
tierras, las grandes empresas, las influencias sociales y políticas en
un constante ritornello. Las mayorías abandonadas, damnificadas,
excluidas, intuyen que el régimen genera la imposibilidad de construir
una alternativa que suponga un nuevo paradigma, una creación de sentido,
que pueda servir de semántica común a la alteridad. Un proceso
constituyente auténticamente democrático.
[1] Izana Editores, 2018
Fuente → nuevatribuna.es
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