La pandemia franquista. La ingenuidad constitucionalista
Antonio Seoane
Contaba Jordi Solé Tura en alguna intervención televisiva como la gran preocupación de los Padres de la Constitución eran los militares y los jueces. Y así no es difícil imaginar que en sus paseos por los alrededores del Parador de Gredos entre lecturas de textos constitucionales y debates sobre las propuestas concretas, en lugar tan inhóspito y frío, compartieran inquietudes que seguramente tampoco serían unánimes.
Para quienes procedían de la semiclandestinidad como Peces-Barba o Roca Junyent o de la clandestinidad absoluta como Solé Tura, la preocupación no debía limitarse sólo a confeccionar un texto más o menos perfecto, sino en la eficacia posterior de la norma. En la seguridad de que habría quién haría todo lo posible por vaciarla de contenido. Por convertirla en una norma hueca, meramente formal o dogmática como los Principios Fundamentales del Viejo Régimen.La oposición frontal de los militares y el boicot de los jueces, que pudieran dejar su trabajo en papel mojado.
Quizás se equivocaron al no considerar a la cúspide de la Iglesia Católica. Quizás pesaran las convicciones personales de Peces-Barba y Roca Junyent de ideologías próximas a la democracia-cristiana, aunque el primero militara en el PSOE, y también, que durante los últimos años del franquismo se desarrollara una tendencia opositora al Régimen dentro de la Iglesia próxima a la teología de la liberación.
La Constitución respondió a este peligro tibiamente con una declaración de aconfesionalidad contradictoria en sus términos (art. 16.3 CE). Tras declarar que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, ordena que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
Solé Tura reconocía que este había sido, en su opinión, el error más importante de nuestra Constitución. No haber valorado las capacidades de movilización y manipulación de la Iglesia, su función histórica de legitimación del franquismo y su capacidad operativa como lobby económico. Basándose en el “tendrán en cuenta” y en el “mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica” y pasando por alto la referencia a “las demás confesiones” se ha vaciado de contenido la aconfesionalidad y aún la libertad religiosa (art. 16.1 CE). Un completo desafuero porque no puede pasarse por encima de que para ser, la libertad religiosa ha de serlo a pesar de, a expensas de, frente a la Iglesia. Superando el hecho indiscutible de que la Iglesia Católica ha monopolizado la libertad religiosa y ha sometido a persecución a cualquier otra creencia durante siglos. Y si se pretendiera realmente la equiparación entre ellas deberían establecerse discriminaciones positivas en favor de las demás.
El Ejército heredado por la democracia estaba absolutamente sobredimensionado y los niveles de homogeneidad ideológica eran realmente preocupantes. Diseñado más para un enemigo interior que para una guerra en el exterior.La clandestina UMD, nacida con la mirada en el 25 de Abril en Portugal, había sido realmente excepcional y sus integrantes no pudieron ser resarcidos en su heroísmo, como se debía. Una de las manchas negras de nuestra democracia.
Querían creer los legisladores progresistas, sin duda,que la figura de un Rey designado personalmente por Franco pudiera controlar cualquier aventura militar. Pero también que hubiera alguna garantía un poco más tangible. Como en el chiste. Ante la eventualidad de dejarse caer por el precipicio y ser rescatados por el ángel salvador que se ofrecía, preguntaban insistentemente si no había nadie más que les pudiera salvar. La verdad es que a este respecto, su encomienda a todos los santos resultó eficaz. Porque efectivamente cuando se ha podido poner a prueba la tesis, el resultado ha sido positivo. Y no sólo porque cuando Juan Carlos I ordenó desmovilizar el golpe del 23 F fue obedecido, sino porque hay sospechas de que los movimientos militares en que consistió el Golpe pudieron ser ordenados desde la mismísima La Zarzuela (tesis cada vez más extendida).
No se les ocurrió gran cosa y decidieron pasar como sobre ascuas por encima de la cuestión. El art. 8.1 de la Constitución española se limitaba a definir los fines de las Fuerzas Armadas en términos genéricos de garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Y en su número 2, remitía a una Ley Orgánica la regulación de las bases de su organización. Sin duda tuvieron muy presente que la desafección de los militares a la 2ª República tuvo mucho que ver con el cambio de las bases de la organización militar.
El miedo dio lugar a no tratar la cuestión militar y dejarla para más adelante. De hecho una rendición porque la reforma se haría efectiva en los términos que justa y exactamente exigió, y aceptó, el más alto estamento militar.
Los jueces eran otra cosa. Desde siempre han sido otra cosa.Siempre conflictiva la función de juzgar.
Incluso cuando las mismas personas encarnaban ambos poderes. En la tragedia de Antígona nos presenta Sófocles el mito de Creonte el Rey-Juez de Tebas preso entre el gobierno y la justicia, las leyes de los dioses y las leyes de los hombres, la legalidad y la justicia, la ética y la justicia. Una realidad esquizofrénica. Y esta unidad se mantiene hasta la eclosión del Estado moderno monopolizando los señores feudales, civiles y eclesiásticos, todos los poderes en bloque. Todavía aterroriza visitar los monasterios y recibir información de que el abad o la abadesa gozaban del privilegio de “horca y cuchillo”.
La simple adscripción del poder judicial a persona distinta del gobernante sacó al exterior, más allá de la conciencia, el conflicto. Lo objetivó y desató el pavor del gobernante y la firme voluntad de control. Y así se fueron creando figuras jurídicas cuya única finalidad era posibilitar la vigilancia y control de los jueces, garantizar su sumisión al poder real. Así la necesidad de que todas las actuaciones judiciales se documentaran por los Secretarios judiciales bajo pena de nulidad.
O la creación de la Procuradoría, nuestra Fiscalía, por la 1ª República Francesa con la misma finalidad de control de legalidad de las actuaciones judiciales. En el subsuelo de esta decisión la desconfianza respecto de los jueces del viejo régimen y la necesidad de que las leyes aprobadas por la Asamblea Nacional, encarnación del pueblo, no fueran saboteadas por éstos.
El desafío judicial no es una cuestión nueva. Y más en el Estado moderno en que se atribuye a los jueces dos funciones a veces contradictorias: la aplicación de la Ley y el control o limitación del poder. Los jueces no sólo deben hacer efectivas las leyes sino que deben garantizar los derechos de los ciudadanos frente al poder.
La desconfianza de los padres de la Constitución no estaba injustificada. Al final de la guerra, la judicatura fue severamente depurada (física y administrativamente) y durante el Estado totalitario el Ministerio de Justicia controló la vida y nombramientos en la Administración de Justicia. En 1978, la Judicatura era un cuerpo triste, de luto forense permanente, mal pagada (hasta el punto de que hasta avanzada la democracia era frecuente que los jueces rechazaran los ascensos si implicaban traslado de residencia por no compensarles los incrementos retributivos los gastos implícitos), uniforme, con un ideal de justicia limitado a las estrechas leyes franquistas que consideraban sospechosa la inteligencia o la imaginación, en un marco en que el Jefe del Estado asumía todos los poderes y sus Decretos tenían valor de Ley…Al tiempo que acrítica y sumisa, mero brazo ejecutor de los designios del Régimen, del Gobierno, del Jefe. Salvo por lo que hace a la minoría de jueces, fiscales y secretarios que se agrupó en la meramente testimonial y clandestina “Justicia Democrática”.
Como solución constitucional adoptaron de la Constitución italiana la idea de un Consejo General del Poder Judicial, como mecanismo de control y transformación de la Administración de Justicia al servicio de los valores democráticos. (art. 122.2 y 3 de la CE), un órgano colegiado compuesto por el Presidente del Tribunal Supremo y veinte vocales de los que doce han de ser jueces y ocho juristas de reconocida competencia a elegir cuatro por el Congreso y otros cuatro por el Senado.
Pese a su esperanzador inicio, con Presidencias de prestigio (Sainz de Robles, Hernández Gil e incluso Sala Sánchez) y voluntad de diálogo y de avance democrático, el deterioro ha sido progresivo alcanzando máximos con el actual Presidente que por su cuenta y riesgo ha instaurado un sistema presidencialista deformando la esencia colegiada del Consejo en la Constitución. Fin de un proceso de toma del poder por el sector más reaccionario y mayoritario de la Judicatura, concretado en la Asociación Profesional de la Magistratura, creada a imagen y semejanza de la homónima italiana, de la que pronto se expulsó a los jueces progresistas y posteriormente se estrechó no dando cabida al resto de las sensibilidades hasta constituirse un total de seis Asociaciones judiciales, para 4.500 jueces aproximadamente. La mitad no están asociados.
Al tiempo que los conservadores y franquistas, no es fácil distinguirlos en este ámbito, controlaban la APM, la APM controlaba el CGPJ y se producía la tremenda desintonía de que el poder judicial está en manos de una Asociación que solo afilia al 25% de los jueces y cuyo ideología no es compartida por una sociedad en que el 50% o más de la población se identifica con las ideas progresistas.
En ese mismo marco se estima que los jueces progresistas no superan el 10% del total. Reducir el problema del CGPJ a la lucha por los nombramientos entre progresistas y conservadores es mirar los árboles para no ver el bosque, distraer la atención. Es ver sólo una parte de problema. La política de nombramientos determina la configuración de los órganos gubernativos de designación por el CGPJ y en los judiciales de designación política (TS y Salas de lo Civil y Penal de los TSJ) especialmente sensibles políticamente respecto de aquellos aforados a los que deben juzgar (no necesariamente favorable). Por otra parte, determinadas doctrinas extravagantes formuladas (doctrina Parot, doctrina Botín, Archivo de las actuaciones frente a Pablo Casado, parcialmente la Sentencia del Procès…) difícilmente pueden justificarse a partir de simples criterios judiciales interviniendo criterios políticos, ideológicos y de oportunidad. El problema más allá es estructural: la falta de renovación de la judicatura y adaptación a los valores democráticos. La falta de permeabilidad social y el cuestionamiento de la independencia judicial y la separación de poderes.
Los padres de la Constitución contemplaron un órgano de control de los jueces franquistas, pero quizás no previeron que los franquistas pudieran tomar el órgano de control para impedir aquel control y convertirlo en una fortaleza para desde ella controlar a su vez el poder judicial. Que el CGPJ fuera revertido.
Y en estos términos, el hastío hace que muchos miren, miremos hacia aquellos sistemas que no contemplan un órgano castrante como el CGPJ.
Contaba Jordi Solé Tura en alguna intervención televisiva como la gran preocupación de los Padres de la Constitución eran los militares y los jueces. Y así no es difícil imaginar que en sus paseos por los alrededores del Parador de Gredos entre lecturas de textos constitucionales y debates sobre las propuestas concretas, en lugar tan inhóspito y frío, compartieran inquietudes que seguramente tampoco serían unánimes.
Para quienes procedían de la semiclandestinidad como Peces-Barba o Roca Junyent o de la clandestinidad absoluta como Solé Tura, la preocupación no debía limitarse sólo a confeccionar un texto más o menos perfecto, sino en la eficacia posterior de la norma. En la seguridad de que habría quién haría todo lo posible por vaciarla de contenido. Por convertirla en una norma hueca, meramente formal o dogmática como los Principios Fundamentales del Viejo Régimen.La oposición frontal de los militares y el boicot de los jueces, que pudieran dejar su trabajo en papel mojado.
Quizás se equivocaron al no considerar a la cúspide de la Iglesia Católica. Quizás pesaran las convicciones personales de Peces-Barba y Roca Junyent de ideologías próximas a la democracia-cristiana, aunque el primero militara en el PSOE, y también, que durante los últimos años del franquismo se desarrollara una tendencia opositora al Régimen dentro de la Iglesia próxima a la teología de la liberación.
La Constitución respondió a este peligro tibiamente con una declaración de aconfesionalidad contradictoria en sus términos (art. 16.3 CE). Tras declarar que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, ordena que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
Solé Tura reconocía que este había sido, en su opinión, el error más importante de nuestra Constitución. No haber valorado las capacidades de movilización y manipulación de la Iglesia, su función histórica de legitimación del franquismo y su capacidad operativa como lobby económico. Basándose en el “tendrán en cuenta” y en el “mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica” y pasando por alto la referencia a “las demás confesiones” se ha vaciado de contenido la aconfesionalidad y aún la libertad religiosa (art. 16.1 CE). Un completo desafuero porque no puede pasarse por encima de que para ser, la libertad religiosa ha de serlo a pesar de, a expensas de, frente a la Iglesia. Superando el hecho indiscutible de que la Iglesia Católica ha monopolizado la libertad religiosa y ha sometido a persecución a cualquier otra creencia durante siglos. Y si se pretendiera realmente la equiparación entre ellas deberían establecerse discriminaciones positivas en favor de las demás.
El Ejército heredado por la democracia estaba absolutamente sobredimensionado y los niveles de homogeneidad ideológica eran realmente preocupantes. Diseñado más para un enemigo interior que para una guerra en el exterior.La clandestina UMD, nacida con la mirada en el 25 de Abril en Portugal, había sido realmente excepcional y sus integrantes no pudieron ser resarcidos en su heroísmo, como se debía. Una de las manchas negras de nuestra democracia.
Querían creer los legisladores progresistas, sin duda,que la figura de un Rey designado personalmente por Franco pudiera controlar cualquier aventura militar. Pero también que hubiera alguna garantía un poco más tangible. Como en el chiste. Ante la eventualidad de dejarse caer por el precipicio y ser rescatados por el ángel salvador que se ofrecía, preguntaban insistentemente si no había nadie más que les pudiera salvar. La verdad es que a este respecto, su encomienda a todos los santos resultó eficaz. Porque efectivamente cuando se ha podido poner a prueba la tesis, el resultado ha sido positivo. Y no sólo porque cuando Juan Carlos I ordenó desmovilizar el golpe del 23 F fue obedecido, sino porque hay sospechas de que los movimientos militares en que consistió el Golpe pudieron ser ordenados desde la mismísima La Zarzuela (tesis cada vez más extendida).
No se les ocurrió gran cosa y decidieron pasar como sobre ascuas por encima de la cuestión. El art. 8.1 de la Constitución española se limitaba a definir los fines de las Fuerzas Armadas en términos genéricos de garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Y en su número 2, remitía a una Ley Orgánica la regulación de las bases de su organización. Sin duda tuvieron muy presente que la desafección de los militares a la 2ª República tuvo mucho que ver con el cambio de las bases de la organización militar.
El miedo dio lugar a no tratar la cuestión militar y dejarla para más adelante. De hecho una rendición porque la reforma se haría efectiva en los términos que justa y exactamente exigió, y aceptó, el más alto estamento militar.
Los jueces eran otra cosa. Desde siempre han sido otra cosa.Siempre conflictiva la función de juzgar.
Incluso cuando las mismas personas encarnaban ambos poderes. En la tragedia de Antígona nos presenta Sófocles el mito de Creonte el Rey-Juez de Tebas preso entre el gobierno y la justicia, las leyes de los dioses y las leyes de los hombres, la legalidad y la justicia, la ética y la justicia. Una realidad esquizofrénica. Y esta unidad se mantiene hasta la eclosión del Estado moderno monopolizando los señores feudales, civiles y eclesiásticos, todos los poderes en bloque. Todavía aterroriza visitar los monasterios y recibir información de que el abad o la abadesa gozaban del privilegio de “horca y cuchillo”.
La simple adscripción del poder judicial a persona distinta del gobernante sacó al exterior, más allá de la conciencia, el conflicto. Lo objetivó y desató el pavor del gobernante y la firme voluntad de control. Y así se fueron creando figuras jurídicas cuya única finalidad era posibilitar la vigilancia y control de los jueces, garantizar su sumisión al poder real. Así la necesidad de que todas las actuaciones judiciales se documentaran por los Secretarios judiciales bajo pena de nulidad.
O la creación de la Procuradoría, nuestra Fiscalía, por la 1ª República Francesa con la misma finalidad de control de legalidad de las actuaciones judiciales. En el subsuelo de esta decisión la desconfianza respecto de los jueces del viejo régimen y la necesidad de que las leyes aprobadas por la Asamblea Nacional, encarnación del pueblo, no fueran saboteadas por éstos.
El desafío judicial no es una cuestión nueva. Y más en el Estado moderno en que se atribuye a los jueces dos funciones a veces contradictorias: la aplicación de la Ley y el control o limitación del poder. Los jueces no sólo deben hacer efectivas las leyes sino que deben garantizar los derechos de los ciudadanos frente al poder.
La desconfianza de los padres de la Constitución no estaba injustificada. Al final de la guerra, la judicatura fue severamente depurada (física y administrativamente) y durante el Estado totalitario el Ministerio de Justicia controló la vida y nombramientos en la Administración de Justicia. En 1978, la Judicatura era un cuerpo triste, de luto forense permanente, mal pagada (hasta el punto de que hasta avanzada la democracia era frecuente que los jueces rechazaran los ascensos si implicaban traslado de residencia por no compensarles los incrementos retributivos los gastos implícitos), uniforme, con un ideal de justicia limitado a las estrechas leyes franquistas que consideraban sospechosa la inteligencia o la imaginación, en un marco en que el Jefe del Estado asumía todos los poderes y sus Decretos tenían valor de Ley…Al tiempo que acrítica y sumisa, mero brazo ejecutor de los designios del Régimen, del Gobierno, del Jefe. Salvo por lo que hace a la minoría de jueces, fiscales y secretarios que se agrupó en la meramente testimonial y clandestina “Justicia Democrática”.
Como solución constitucional adoptaron de la Constitución italiana la idea de un Consejo General del Poder Judicial, como mecanismo de control y transformación de la Administración de Justicia al servicio de los valores democráticos. (art. 122.2 y 3 de la CE), un órgano colegiado compuesto por el Presidente del Tribunal Supremo y veinte vocales de los que doce han de ser jueces y ocho juristas de reconocida competencia a elegir cuatro por el Congreso y otros cuatro por el Senado.
Pese a su esperanzador inicio, con Presidencias de prestigio (Sainz de Robles, Hernández Gil e incluso Sala Sánchez) y voluntad de diálogo y de avance democrático, el deterioro ha sido progresivo alcanzando máximos con el actual Presidente que por su cuenta y riesgo ha instaurado un sistema presidencialista deformando la esencia colegiada del Consejo en la Constitución. Fin de un proceso de toma del poder por el sector más reaccionario y mayoritario de la Judicatura, concretado en la Asociación Profesional de la Magistratura, creada a imagen y semejanza de la homónima italiana, de la que pronto se expulsó a los jueces progresistas y posteriormente se estrechó no dando cabida al resto de las sensibilidades hasta constituirse un total de seis Asociaciones judiciales, para 4.500 jueces aproximadamente. La mitad no están asociados.
Al tiempo que los conservadores y franquistas, no es fácil distinguirlos en este ámbito, controlaban la APM, la APM controlaba el CGPJ y se producía la tremenda desintonía de que el poder judicial está en manos de una Asociación que solo afilia al 25% de los jueces y cuyo ideología no es compartida por una sociedad en que el 50% o más de la población se identifica con las ideas progresistas.
En ese mismo marco se estima que los jueces progresistas no superan el 10% del total. Reducir el problema del CGPJ a la lucha por los nombramientos entre progresistas y conservadores es mirar los árboles para no ver el bosque, distraer la atención. Es ver sólo una parte de problema. La política de nombramientos determina la configuración de los órganos gubernativos de designación por el CGPJ y en los judiciales de designación política (TS y Salas de lo Civil y Penal de los TSJ) especialmente sensibles políticamente respecto de aquellos aforados a los que deben juzgar (no necesariamente favorable). Por otra parte, determinadas doctrinas extravagantes formuladas (doctrina Parot, doctrina Botín, Archivo de las actuaciones frente a Pablo Casado, parcialmente la Sentencia del Procès…) difícilmente pueden justificarse a partir de simples criterios judiciales interviniendo criterios políticos, ideológicos y de oportunidad. El problema más allá es estructural: la falta de renovación de la judicatura y adaptación a los valores democráticos. La falta de permeabilidad social y el cuestionamiento de la independencia judicial y la separación de poderes.
Los padres de la Constitución contemplaron un órgano de control de los jueces franquistas, pero quizás no previeron que los franquistas pudieran tomar el órgano de control para impedir aquel control y convertirlo en una fortaleza para desde ella controlar a su vez el poder judicial. Que el CGPJ fuera revertido.
Y en estos términos, el hastío hace que muchos miren, miremos hacia aquellos sistemas que no contemplan un órgano castrante como el CGPJ.
Fuente → nuevatribuna.es
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