
“¡Que inventen ellos!”. El exabrupto de Miguel de Unamuno, destilado
de una carta desencantada a Ortega y Gasset de 1906 y convertido en
cliché, ha llegado a representar la resistencia ibérica a subirse al
tren de la modernidad. Pero la verdad es que los españoles nunca han
dejado de inventar cosas. Es más, entre sus invenciones más notables se
encuentra la de su propio país.
Que España sea un producto de la imaginación –una ficción, vamos– no
es nada nuevo o excepcional, como explica Henry Kamen en su nuevo libro,
La invención de España. Leyendas e ilusiones que han construido la realidad española (Espasa).
Todos los Estados-nación modernos lo son; no hay ninguno que no se
nutra de relatos nacionales plagados de mitos, mentiras y distorsiones.
El problema de España –afirma Kamen– es otro: su auto-invención nunca
pasó de ser una chapuza. La máquina de mitos lleva siglos funcionando
mal. Y esto explica muchos de los problemas actuales del país. El hecho,
por ejemplo, de que la España democrática no haya sido capaz de ponerle
una letra a su himno nacional. O que sea “la única nación europea que
afirma haber pasado por una Guerra de la Independencia … y, sin embargo,
jamás ha celebrado un Día de la Independencia”.
Con su libro Kamen persigue dos propósitos que pueden parecer
contradictorios. Por un lado, demuestra que muchos de los relatos que
todavía se propagan sobre el pasado español –desde la Conquista y la
Reconquista hasta la guerra de Flandes y la famosa convivencia
medieval de las tres culturas– tienen poca o ninguna base histórica. Por
otro, sin embargo, pone en valor el poder de los mitos nacionales. “El
mito y la realidad son aceptables por igual”, escribe, ya que ambos
contribuyen a una narración del pasado que cohesiona a la comunidad
nacional. Más allá de su débil base fáctica –afirma Kamen– los mitos
incluso pueden representar “aspiraciones positivas” que, como tales,
tienen efectos históricos reales.
Nacido en la antigua Birmania (hoy Myanmar) en 1936, Kamen se formó
en Oxford, donde estudió con el hispanista Raymond Carr. También pasó
por París, donde investigó con Fernand Braudel, adalid de la Escuela de
Annales. Es autor de obras tan importantes como polémicas sobre Felipe
II, la Inquisición, el Imperio español y el exilio como constante en la
historia ibérica. Ha enseñado en universidades británicas y
estadounidenses; entre 1993 y hasta su jubilación en 2002 ocupó una
plaza en el CSIC de Barcelona, ciudad donde él y su esposa catalana
viven todavía. Habla ruso, francés, catalán y castellano. Conversamos
por Skype en su inglés nativo, que pronuncia con un deje del sudeste de
Asia.
La publicación de su libro en febrero fue acompañada por una
serie de entrevistas en prensa. Me llamó la atención que casi todos los
diarios aprovecharan la ocasión para convertir alguna cita suya en un
titular que confirmase su propia línea editorial. “Podemos miente al
perpetuar el mito de España como nación en decadencia,” se leía en el ABC. “Pedro Sánchez no sabe de lo que habla cuando asocia España con nación”, ponía en La Razón. La Vanguardia, en cambio, resaltó que, según usted, “Vox necesita películas históricas porque no tiene ideas”. ¿Se sintió manipulado?
Sea sobre lo que sea tu investigación, la gente te lee como quiere.
Tuve la impresión de que algunos de los periodistas ni se preocuparon por enterarse de qué iba su libro.
Estoy hasta las cejas de que me entrevisten sobre un libro sin
haberlo leído. Pero en este caso, me pareció que todos lo tenían leído y
anotado. Me quedé contento con las conversaciones. Por otra parte, soy
muy consciente de que el titular no lo ponen los reporteros. Esa parte
no la controlan.
El PSOE me parece una amalgama de tendencias, algunas reaccionarias, otras nacionalistas y otras basadas en una ignorancia supina del contexto internacional
Algunos historiadores hispanistas son fáciles de encajar
ideológicamente. A Paul Preston se le asocia con la izquierda; a Stanley
Payne, con la derecha. Usted, sin embargo, parece más escurridizo
ideológicamente, y quizá por tanto más camaleónico.
Es verdad. No lo digo mucho, pero yo soy de izquierdas en el sentido
anticuado del término. Lo que pasa es que, en mi experiencia, esto
significa muy poco en el contexto español. Aquí las actitudes son muchas
veces menos ideológicas, en el sentido convencional, que basadas en
posturas históricas o regionales. Por ejemplo, declararme de izquierdas
aquí en Cataluña carece casi completamente de sentido.
Una figura como Payne, sin embargo, se perfila como
intelectual de derechas, incluso en el contexto español. No es casual
que Javier Ortega Smith, durante el debate de investidura en enero,
fingiera ostentosamente leer uno de sus últimos libros. Usted me parece
diferente. No se me ocurre un político que se quisiera fotografiar con
su Invención de España.
A Stanley lo conozco bien porque coincidimos un tiempo en la
Universidad de Wisconsin. Es verdad que se perfila como derechista en
los medios españoles. Si yo casi nunca afirmo mis preferencias
ideológicas es porque, en mi experiencia, no coinciden con las actitudes
que normalmente se aceptan en España. Como ya le decía, me considero de
izquierdas, socialista. Pero el PSOE me parece una amalgama de
tendencias muy diversas, entre ellas algunas literalmente reaccionarias,
otras excesivamente nacionalistas y otras basadas en una ignorancia
supina del contexto internacional. Por lo tanto, aquí no tiendo a
encajar fácilmente en ninguna categoría. Y cuando me denuncian en la
prensa española, nunca es por motivos ideológicos. La crítica más
frecuente es que me llamen antiespañol. Ahora bien, lo que signifique
ese término depende de cómo se entienda “español”. Si me lo escupe un
castellano como Arturo Pérez Reverte, es porque mi obra entra en
conflicto con sus presuposiciones de lo que es o debería ser España.
Pero lo que intento hacer en este nuevo libro, precisamente, es negar
que España sea una u otra cosa. Al mismo tiempo, he querido expresar la
idea de que una persona puede enorgullecerse de ser español, aunque ese
orgullo esté basado en mitos, porque así ocurre en todos los países del
mundo. En cierto sentido, por tanto, este libro ha sido un intento por
hacer las paces con los que me consideran un historiador antiespañol.
¿Y ha funcionado?
No, no ha funcionado, y le diré por qué. Muchos de lo que han
comentado el libro no lo han leído. Simplemente se empeñan en la imagen
que ya tienen de mí como un autor antiespañol.
¿Para quién ha escrito este libro?
Un público español no especialista. Para una edición en inglés,
tendría que reescribir buena parte. Muchas de sus páginas están
dedicadas a desmontar representaciones absurdas que siguen manteniendo
muchos españoles pero que apenas se tienen en el extranjero. Por
ejemplo, paso dos páginas explicando algo que para mí y para usted es
perfectamente obvio: que los Países Bajos no eran una provincia
española.
Pérez Reverte es el 'summum' del nacionalismo español radical: un fanático en su compromiso con la imagen tradicional y romántica que asumen los castellanos, sobre todo
Lleva casi tres décadas en España. ¿Sigue escribiendo sobre el país como un extranjero?
Sí y no. Para mí es muy importante haber vivido muchos años aquí. Mi
esposa es de aquí. Trabajé en el CSIC durante muchos años. Soy parte del
paisaje. Por tanto, he tenido que asumir el punto de vista español.
Solo viviendo aquí he llegado a comprender la inmensa hostilidad que
hay, sobre todo en Castilla, hacia el mundo exterior. La constato cada
vez que tengo algún roce con Pérez Reverte, por ejemplo. Él es el summum
del nacionalismo español radical: un fanático total en su compromiso
con la imagen tradicional, conservadora, romántica que asumen los
castellanos, sobre todo. Los catalanes, en cambio, no me son tan
hostiles. Pero como yo tampoco confirmo su punto de vista, suelen
ignorar mi obra.
Los mitos del relato nacional español que desmonta en su
libro, ¿dónde se manifiestan o propagan? ¿Solo en la cultura popular y
el discurso de los políticos? ¿O también en la educación secundaria o
las universidades? ¿Todavía hay profesores que defienden que la
Reconquista fue una guerra de 800 años contra el invasor musulmán?
Sí, los hay. Hay profesores de secundaria e incluso de universidad
que no tienen un interés verdadero en lo que enseñan y siguen repitiendo
los viejos mitos. También se propagan en la prensa. Siempre son las
mismas historias: sobre la Reconquista, la Inquisición, la revuelta de
los holandeses, la Conquista de América que supuestamente realizaron
solo 300 españoles, etc. Y se perpetúan a pesar de lo que digan los
libros, míos o de otros investigadores.
¿A qué se debe esa persistencia?
A los defectos en el sistema de educación, sobre todo de secundaria
para abajo. Mi mujer fue profesora de instituto y lo hemos hablado a
menudo. Uno ve cada tanto tiempo que en algún rincón de España se
celebra, por ejemplo, la rendición de Breda como una gran victoria
española, con Velázquez plasmando la actitud caballerosa de los
españoles, etc. Cuando la realidad es que Velázquez no sabía nada del
evento y solo pintó su famoso cuadro años después. La situación es
lamentable. Y ya sé que mi libro hará poco por remediarla. Aunque me
alegré al ver que pasó un mes encabezando la lista de los libros de no
ficción más vendidos.
¿Cuánto del problema educativo cabe achacarlo al franquismo?
Gran parte. Porque las reformas que debían haberse implementado con
la llegada de la democracia en los años setenta nunca se implementaron.
Ahí la creación del sistema de las autonomías no ayudó. Se nota la falta
de una coordinación central. Cuando José Álvarez Junco volvió de sus
años en Estados Unidos, recuerdo que le preguntaron en una entrevista
qué reformas implementaría en la universidad española. Contestó que,
entre otras cosas, reservaría una cátedra en toda universidad principal
para un profesor extranjero que pudiera proporcionar una perspectiva
diferente sobre la realidad española. Obviamente, eso nunca se hizo. Una
medida así provocaría una amarga oposición, igual que la hubo cuando yo
conseguí una plaza en el CSIC.
Acaba de decir que la persistencia de los mitos es
lamentable. Pero su postura en el libro es menos contundente. “El mito y
la realidad son aceptables por igual”, escribe, “porque cada uno tiene
un papel reconocible en la forma en la que elegimos construir, es decir,
inventar, el pasado”. ¿Hay una tensión entre su afán por desmontar los
mitos y el reconocimiento de su importancia o incluso su valor?
(Suspira.) Es una buena pregunta, fundamental, que me he negado a
afrontar, porque me llevaría a plantear el concepto de la verdad
histórica. Y no es un tema al que me interese entrar. Volvamos al caso
de Breda. El relato de la rendición tiene obvios elementos
nacionalistas, míticos, ficticios. Esa dimensión es falsa, pero no se
puede descontar. Tiene un peso. Por eso me niego conscientemente a
postular el concepto de la verdad histórica. Obviamente todos los
historiadores intentamos aproximarnos a la verdad de los hechos. Pero
hay que reconocer que hay otras realidades más allá de la verdad
fáctica. Y más en el caso de España, que nunca logró convertirse en país
y sigue luchando todavía hoy por lograrlo, como se ve todos los días en
los medios. Por eso he intentado en mi libro valorar el papel de los
mitos al igual que los hechos históricos.
A ver si le entiendo bien. Dice que todo Estado-nación ha
inventado su identidad, construyéndola sobre mitos y ficciones, pero que
en el caso de España ese proceso no funcionó tan bien como en otros
países, o por lo menos está aún sin acabar.
Así es.
Pero entonces, ¿cómo concibe su papel como historiador? ¿Solo
constata ese mal funcionamiento, o trabaja conscientemente para
mejorarlo? En otras palabras, ¿se limita al diagnóstico o le interesa
curar al paciente?
Me interesa curarlo. Por eso, precisamente, estoy dispuesto a
conceder cierto valor a la mitología, aunque me interesa que esta
coexista con un relato más acorde a la realidad histórica. Le doy otro
ejemplo: el mito de Miguel Servet como héroe nacional y campeón de la
libertad religiosa. Aunque acepto el mito y los rituales y celebraciones
a que da lugar en su pueblo natal, me interesa establecer algunos
hechos históricos irrefutables que demuestran con claridad que el Servet
de verdad no fue ningún héroe y ningún defensor de la libertad
religiosa. Intento sentarme entre dos taburetes: el mito y la verdad
histórica.
Y mientras tanto, España sigue sin resolver su relato nacional.
Tardará muchos años en resolverlo. Porque los propios españoles no paran de pelearse.
Bueno, a veces algún político o el propio rey insisten en que “todos somos españoles.”
Eso me temo que no sirve para nada. La cosa es más compleja.
Los historiadores españoles que han dominado el campo en las
tres primeras décadas de la democracia, como José Álvarez Junco, Juan
Pablo Fusi o Santos Juliá –algunos de los cuales, como usted, estudiaron
con Raymond Carr– comparten su diagnóstico de que los mitos han tenido
un peso excesivo en el relato nacional español. Pero la cura que han
propuesto ha sido diferente: se han presentado a sí mismos como
guardianes de la objetividad histórica, como expertos académicos cuya
metodología les permite llegar a la verdad. La actitud que adopta usted
me parece más relativista, más modesta, precisamente porque se niega a
entrar al tema de la verdad histórica. Se me ocurre que la cura que
propone para España es menos una inyección de verdad, o una protección
aséptica contra los mitos, que simplemente una serie de mitos mejores.
Así es. Pero además hay otro factor a tener en cuenta. Los
historiadores a los que cita –todos muy buenos y conocidos– tienen una
gran ventaja. Son predominantemente historiadores políticos. Se
ocupan de circunstancias políticas que son relativamente fáciles de
corroborar mediante documentos o de expresar en términos estadísticos.
Raymond Carr era un historiador puramente político. Álvarez Junco, por
otra parte, entra al territorio del nacionalismo, lo que automáticamente
provoca más reacciones discrepantes. Igual que me criticaron a mí
cuando me ocupé de la Inquisición.
Quiero volver a la pregunta de los mitos mejores. Cuando
usted se empeña, por ejemplo, en desmontar el mito de la Reconquista,
¿está creando un espacio para que pueda surgir otro mito sobre ese
período, un relato nacional que sirva mejor para cohesionar España hoy?
Sí. Estoy convencido de que tenemos que hacer concesiones ante la
mitología, asumirla en sus propios términos. No me puedo permitir recaer
en una burda distinción entre verdad y mentira. Porque entonces me
condenaría a mí mismo a un discurso de hechos brutos. Y así no hay forma
de acabar con una perspectiva satisfactoria.
Hay margen para una identidad colectiva más plenamente asumida. Que no haya surgido me parece triste
Su libro es muy amplio: cubre más de veinte siglos, desde Numancia hasta el XIX.
Abarca demasiado, ya lo sé. Pero lo vi necesario porque quería
explicar por qué les ha costado tanto a los españoles llegar a una
situación en que puedan decir simplemente: “Yo soy español.” Hoy hay
mucha gente en España que nunca jamás emplearía esa frase.
Y para usted, ¿esta situación es de lamentar?
Sí, es de lamentar. Porque los españoles, por más divididos que estén
políticamente, comparten importantes aspectos de su historia, su
cultura, su comida, su música. Quiero decir que hay margen para una
identidad colectiva más plenamente asumida. Que no haya surgido me
parece triste. Aquí donde vivo yo, por ejemplo, no se habla de España
sino del Estado español.
Esta preocupación suya la comparten otras personas en España.
Pienso, por ejemplo, en su buen amigo Pérez Reverte, al que le chirría
la costumbre catalana de hablar de “Estado español”. O en María Elvira
Roca Barea, que también aboga porque los españoles acepten su identidad
nacional con más entusiasmo y menos complejos. Y, sin embargo, no tengo
la impresión de que usted comulgue con figuras así.
(Ríe.) No.
Bromas aparte, ¿qué piensa del fenómeno Roca Barea?
Me parece tan absurdo que evito hablar de él. Sencillamente soy
incapaz de expresar una opinión sobre una persona que no sabe nada.
Pérez Reverte, en cambio, es un buen creador que de vez en cuando se
presta a un duelo conmigo.
Y, sin embargo, Roca Barea forma parte de un linaje de
filólogos con aspiraciones de historiador que han hecho contribuciones
importantes a la mitología nacional: Marcelino Menéndez Pelayo, Ramón
Menéndez Pidal, Américo Castro…
Pero son categorías distintas.
Perdone que insista, pero ¿el tremendo éxito de ventas de una
Roca Barea, no acaba por confirmar, en cierto modo, su diagnóstico?
¿Puede ser un síntoma del problema que señala?
Casi con toda seguridad, sí. Aunque, como decía, también mi libro pasó un mes en la lista de los más vendidos.
¿Quiere decir que su libro satisface una necesidad parecida a la de Roca Barea?
No lo creo. Sería interesante hacer un análisis sociológico de los
que compran sus libros. Que yo sepa, por ejemplo, apenas se venden en
Catalunya. Los míos, sí. Tengo la impresión de que los que compran los
libros de Roca Barea lo hacen porque ya comparten su punto de vista. Y
además son bastante hostiles a los historiadores británicos o
norteamericanos que nos dedicamos a escribir sobre España, seamos John
Elliott, Paul Preston o yo mismo.
Todos enemigos de España.
A mí me lo han llamado con bastante frecuencia. Y cosas peores.
Fuente → ctxt.es
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