Suspiros de España
 
Suspiros de España  
Carlos G. Santa Cecilia
 
¡Ay de mí!, pena mortal!
¿Por qué me alejo España de ti?
¿Por qué te arrancan de mi rosal?
 

La escalada de incertidumbre y pesimismo ante el futuro y el recelo hacia nuestros dirigentes para enfrentar la crisis, crecen a medida que iniciamos la desescalada. Para conjurar los males endémicos que arrastra el país, el tratamiento más adecuado parece diagnosticarlos, analizar su evolución y estudiar las resistencias de nuestro débil sistema inmune. Paul Preston (Liverpool, 1946) es autor de varios libros imprescindibles sobre la historia contemporánea española, en especial sobre la guerra civil y el franquismo, así como de biografías del rey Juan Carlos y de Franco. En El holocausto español (Debate, 2011) examinó los orígenes y la brutalidad de los asesinatos y ejecuciones que se sucedieron desde el golpe militar de julio de 1936 y que se cobraron 200.000 víctimas lejos de los frentes de batalla. El libro es de una crudeza desgarradora y conozco a un viejo luchador antifranquista que tuvo que dejarlo porque los ojos se le llenaban de lágrimas y no podía seguir leyéndolo.

En su última entrega, el historiador (me resisto a calificarle de hispanista, término melifluo donde los haya) aborda la trinidad de los males de España: “corrupción, incompetencia política y división social”, subtítulo de Un pueblo traicionado (Debate, 2019). “Esta es otra obra escrita por un historiador británico que ama a España y que se ha pasado los últimos cincuenta años estudiando su historia”, señala Preston: “… el libro narra las deficiencias de la clase política española. Abarca desde la restauración de los Borbones con Alfonso XII en 1874 hasta el inicio del reinado de su tataranieto Felipe VI en 2014”.

El convencimiento de que los políticos españoles son incompetentes y corruptos es una constante de la vida española en los últimos 150 años, salvo tal vez algunos años de la Segunda República y de la primera década del reinado de Juan Carlos. Preston toma el bisturí y nos ofrece un recorrido por la historia de España a través de estos tres hilos conductores. Parte de los tópicos españoles –el Lazarillo y Carmen– y de diagnósticos como el de Richard Ford, que afirmaba a mediados del siglo XIX: “Se necesita, en verdad, una fuerza enorme de apatía y mal gobierno para neutralizar la abundancia de cualidades con que la Providencia ha favorecido a este país, el cual, bajo la dominación de los romanos y de los árabes, semejaba un Edén, un jardín exuberante y delicioso”. Manuel Azaña se hizo eco de las opiniones de Ford para afirmar que el sistema político funcionaba con dos motores: el autoritarismo despótico y la corrupción.

El bipartidismo (turnismo) instaurado por Cánovas en 1874 siguiendo el modelo británico, fue un sistema que consolidó la monarquía, alejó la tentación del cuartelazo y fluyó sin la interferencia del electorado. Se mantuvo durante casi medio siglo con la garantía de que el poder seguía en manos de las mismas familias. Cánovas, escribió Ortega y Gasset, “corrompió hasta lo incorruptible”. La política, expone Preston, “se convirtió en un paripé reservado a una minoría de privilegiados”, y recuerda el caso de un cacique de Motril que recibió los resultados de las elecciones en el casino y, tras hojearlos, declaró: “Nosotros, los liberales, estábamos convencidos de que ganaríamos las elecciones. Sin embargo, la voluntad de Dios ha sido otra –y tras una pausa, añadió–: Al parecer hemos sido nosotros, los conservadores, quienes hemos ganado las elecciones”. El hambre y el analfabetismo se enseñoreaban de las clases populares y cualquier intento de denuncia era contestado con contundente represión. Uno de los productos emergentes de este panorama revuelto fue Alejandro Lerroux, cordobés, desertor del ejército y látigo periodístico contras las torturas de Montjuïc, lo que le dio una enorme popularidad. Precursor de una suerte de tertuliano demagógico muy común en nuestros días, va salpicando el relato de Preston con actuaciones cada vez más audaces.

El Desastre de 1898 gripó la máquina de Cánovas, pero el turnismo y el caciquismo se mantuvieron en pie. Preston se detiene en dos figuras de estos años. Por un lado, Antonio Maura, que intentó una reforma política desde arriba y convocó en 1903 las primeras elecciones “limpias” de la Restauración. Algunos candidatos republicanos obtuvieron escaños, pero su intento fue baldío. Mientras tanto, hubo de tutelar a un joven e impetuoso Alfonso XIII para que se comportara con la dignidad propia de su rango, lo que a menudo no fue posible. Por su parte, el “redomado sinvergüenza y maestro del oportunismo” Lerroux lideró un movimiento republicano de masas en Barcelona y se erigió en “Emperador del Paralelo” con un discurso populista y anticlerical, aunque al tiempo cobraba del ministro de la Gobernación. Otro gran personaje de esta epopeya de la corrupción, Juan March, alcanzó durante la Primera Guerra Mundial ganancias colosales vendiendo alimentos a los beligerantes y logró consolidar y ampliar su negocio de contrabando de tabaco.

Las revueltas anarquistas, los desórdenes obreros y, sobre todo, la humillante derrota de España en Annual en 1921 provocaron que –a pesar de la ventaja obtenida por la neutralidad en la Gran Guerra– se fracturara un régimen que los políticos no fueron capaces de reformar. El rey echó su cuarto a espadas y apoyó la dictadura de Primo de Rivera. “Sin su intervención, el golpe podría haberse detenido fácilmente”, escribe Preston. La dictadura fue un caldo de cultivo idóneo para el despotismo y la ineptitud política. Lo primero que se abordó, en una dinámica de ocupación del espacio judicial que habría de perdurar hasta nuestros días, fue finiquitar el informe Picasso, que ponía en cuestión la actuación del ejército español en el norte de África y descubría un colosal fraude en la administración militar.

Primo había accedido al poder con la bandera de la lucha contra la corrupción e inició una investigación sobre el contrabando de tabaco que mermaba las arcas públicas. Se practicaron registros en Mallorca. Juan March se trasladó a Madrid y pidió una entrevista con el dictador en la que le convenció de que su negocio beneficiaba a España. Poco después, su empresa naviera, Compañía Transmediterránea, comenzó a recibir importantes subvenciones del Gobierno y su compañía de petróleos se benefició de un cambio en los aranceles. La oposición al régimen, formada por intelectuales, hacía ruido, pero estaba lejos, en el exilio. Las Cortes permanecieron cerradas y Alfonso XIII, en un viaje a Italia, presentó a Primo de Rivera como “mi Mussolini”. El dictador, que carecía de la mínima habilidad política y empatía social, puso en marcha en 1929 una suscripción popular voluntaria para ofrecerle, según sus palabras, “una casa que fuera albergue decoroso de mi obligado descanso tras la ruda lucha de estos años”. Obtuvo más de cuatro millones de pesetas.

La falacia de la lucha contra los corruptos se puso de manifiesto cuando en 1924 se intentó procesar a Juan March por el asesinato de un contrabandista rival, amante además de su mujer. El empresario huyó de España disfrazado de sacerdote y amenazó sin ambages al juez instructor: la causa fue archivada. El magnate estadounidense William Randolph Hearst entró a saco en estos años en el patrimonio artístico español y logró llevarse a su mansión, piedra a piedra, el monasterio de Santa María la Real de Sacramenia (Segovia) gracias a fastuosos sobornos. La famosa red de carreteras de la dictadura está asfaltada sobre cohechos e ilegalidades. Monopolios como la ITT o Campsa forjaron fortunas y procuraron canonjías vitalicias. De esta última compañía llegó a decirse que las siglas significaban Consorcio de Amigos de Martínez-Anido y Primo SA.

Cuando se proclamó la Segunda República, en abril de 1931, Valle-Inclán escribió: “Ahora no se le arroja a Alfonso XIII por anticonstitucional, sino por ladrón”. El periodo republicano es el único –con la Transición– que salva Preston de discurrir machaconamente sobre los raíles de la corrupción y la incompetencia, aunque se registran casos sonados. La República hubo de enfrentarse a enormes problemas y generó enseguida un clima muy hostil agravado por la crisis internacional que siguió al crac de 1929. Junto a los carlistas y los monárquicos alfonsinos aparecieron los fascistas, “cuya creación surgió del esfuerzo conjunto del surrealista trastornado Ernesto Giménez Caballero, del excéntrico doctor José María Albiñana, del admirador de los nazis y traductor del Mein Kampf Onésimo Redondo Ortega y del funcionario de correos y germanófilo Ramiro Ledesma Ramos”. El relato de Preston es ágil y pródigo en descripciones y anécdotas que le permiten exponer sus tesis con amenidad.

Lerroux apoyó la República y fue nombrado ministro de Estado (Asuntos Exteriores), cargo que le ofrecieron porque era donde había menos opciones para sus componendas. Estuvo implicado en la red de favores que permitió instalar ruletas trucadas de marca Straperlo, desde entonces sinónimo de corrupción. Lerroux ocupó en tres ocasiones la presidencia del Gobierno –entre 1933 y 1935–, se fue aproximando a las posiciones de la derecha y terminó proclamando su adhesión al Movimiento de Franco. Azaña señaló que durante sus mandatos se puso en marcha una inmensa oficina para distribuir favores y prebendas: “Con método y paciencia grandes proporcionados a su avidez, desmenuzaron toda la administración española y sus aledaños, dentro y fuera del país; no hubo ministerio, monopolio, delegación, comisaría, consorcio, confederación, compañía concesionaria o arrendataria, instituto, etcétera, etcétera, etcétera, donde no introdujesen el gatillo y extrajesen algo”. La lucha de algunos políticos por implementar las reformas que la clase trabajadora y la sociedad civil demandaban fue sumiéndose en un clima de confrontación irracional y en última instancia de un radicalismo armado que condujo a la guerra civil. Juan March, por su parte, se escabullía de los procesamientos gracias a su inmunidad parlamentaria. Terminó en la cárcel, con una reclusión de lujo, y un diputado exclamó premonitoriamente en las Cortes: “O la República le somete o él somete a la República”. Su intervención y financiación del golpe militar de julio de 1936 fue decisiva; sus beneficios tras la contienda, incalculables.

Tras la guerra, Franco “supo defenderse de la hostilidad de los Aliados con una astucia que hace difícil subestimar su extraordinaria inteligencia política”, opina Preston. Reescribió su papel en la Segunda Guerra Mundial para las grandes potencias y lo que sucedía fuera para los españoles. “Tenía el don de creerse sus propias mentiras”. Preston sostiene que la familia Franco y su entorno, sobre todo a partir de la irrupción de Cristóbal Martínez Bordiú, se enriquecieron de forma progresiva. Su boda con la hija del dictador en 1950 “supuso un dispendio difícil de sufragar para cualquier familia real europea”. El marqués de Villaverde amasó una fortuna, sobre todo con la adquisición de la licencia exclusiva para importar motos de la marca Vespa de Italia (las siglas significaban Villaverde Entra Sin Pagar Aduana). Franco no tuvo interés alguno en investigar la corrupción en la medida que le aseguraba la lealtad de la élite.

Una turbia operación de Juan March con una empresa eléctrica catalana le originó una inmensa fortuna y el magnate mallorquín abandonó la defensa de la causa de don Juan para restaurar sus relaciones con El Pardo. Un país devastado y con hambrunas fue regido por políticos aprovechados e incapaces mientras el dictador iba sorteando los temporales y achacando todos los males a una conspiración judeomasónica. Buen conocedor de la figura de Franco, al que consagró una biografía imprescindible, Preston describe con innumerables anécdotas el declive del dictador a partir de 1957. La sucesión monárquica, el ascenso de los tecnócratas, siempre utilizando el contrapeso de una Falange desnaturalizada, le permitieron retirarse a sus aficiones cinegéticas, a la pesca y a las quinielas semanales (resultó premiado en dos ocasiones).

El siguiente capítulo, “La larga marcha hacia la democracia”, comprende un periodo poco usual en los manuales: 1969-1982, sin que la muerte del dictador sea tomada como línea divisoria. La lenta agonía del franquismo, la contestación universitaria y sindical y la degradación física del dictador Franco –que se dedicaba sobre todo a ver la televisión– erosionaron un régimen que tuvo en el asesinato de Carrero Blanco en 1973 su punto de inflexión. Célebre es la frase que Franco añadió de su puño y letra en el mensaje mecanografiado de fin de año: “No hay mal que por bien no venga”. El franquismo se dividió entre los que propugnaban alguna clase de reforma y los inmovilistas, liderados por la familia del dictador. A su muerte dejó una fortuna que Preston calcula en más de mil millones de euros de 2010. “El camino desde 1969”, escribe, “había sido accidentado. Sin embargo, a pesar del contexto hostil legado por Franco, se habían creado un marco constitucional y unas estructuras de autonomía regional con espíritu de abnegación y cooperación”.

El último capítulo de este libro, “La España contemporánea: consolidación y crisis de la democracia española (1982-2014)”, es un latigazo. Con el impulso de la economía española gracias al ingreso de España en la CEE, se anunció un escenario que sería conocido como “la cultura del pelotazo”. Las cincuenta páginas de este apartado deberían ser de lectura obligada para todo aquel que aspire a ostentar un cargo público. A pesar de la cercanía de los hechos narrados, resulta sorprendente cómo los casos de incompetencia y corrupción se repiten en estas tres décadas y media y enseguida caen en el olvido. Uno de los primeros fue el de los subsidios del Plan de Empleo Rural (PER). Entre 1987 y 1991 el alcalde de una localidad granadina abrió una cuenta en la que había que hacerle un ingreso para que certificara el trabajo de los días necesarios para cobrar el desempleo. Con los ERE fraudulentos se estafaron cerca de mil millones de euros entre 2000 y 2012 destinados a ayudar a los trabajadores despedidos y a las jubilaciones anticipadas.

Javier de la Rosa protagonizó sonoros pelotazos, con maniobras financieras fraudulentas o directamente saqueo de las cuentas, en paralelo con la irrupción de otro banquero que terminaría condenado por sus prácticas, Mario Conde, que dejó en Banesto un agujero de 3.000 millones de euros. La luna de miel de los socialistas con la sociedad española se derrumbó a partir de 1989, cuando se conocieron los manejos de Juan Guerra, hermano del vicepresidente, Alfonso Guerra, que se vio obligado a dimitir y dividió al PSOE. Poco después estallaron los escándalos relacionados con la financiación de los partidos políticos. Los casos Filesa (PSOE) y Naseiro (PP) se cerraron en falso, sin llegar a las últimas responsabilidades. Para las elecciones de 1993, las cuartas consecutivas que ganaron los socialistas, Felipe González fichó al juez Baltasar Garzón, adalid de la lucha contra la corrupción, pero abandonó el partido cuando vio defraudadas sus expectativas políticas y volvió a la judicatura para cargar contra el PSOE. La última legislatura de los socialistas es un reguero de tropelías. En las más graves estuvieron implicados los responsables de instituciones como el Banco de España (Mariano Rubio) y la Guardia Civil (Luis Roldán).

El PP ganó las elecciones de 1997 pero sin mayoría absoluta, por lo que tuvo que pactar con CiU. “El pacto, afirma Preston, “supuso la supresión del cargo de gobernador civil y el fin del servicio militar obligatorio, además de duplicar el porcentaje de la recaudación del IRPF que se cedía a Cataluña (del 15 al 30 por ciento), y traspasó las competencias de policía, infraestructuras viarias y puertos”. Todo un contrasentido con la trayectoria posterior de los polulares. Aznar llegó con el compromiso de un “gobierno limpio”, pero durante su mandato, sobre todo a raíz de la liberalización del suelo y del boom inmobiliario, alcanzó cotas no igualadas en ningún periodo de la historia contemporánea española. Se extendió como una mancha de aceite por toda la administración española. En 2010, más de 150 ayuntamientos estaban siendo investigados por la Agencia Tributaria por fraude fiscal, blanqueo de capitales o cohecho de funcionarios públicos. Preston recuerda que en 2018 Irene Montero, entonces diputada de Podemos, enumeró en el Congreso sesenta casos importantes en los que estaba implicado el PP.

Hubo acusados y condenados en la primera línea del partido, entre ellos Rodrigo Rato, Francisco Camps y Miguel Blesa, pero nada comparado con el caso Gürtel. “Como ejemplo estratosférico del capitalismo de compinches, Gürtel lo tiene todo: soborno generalizado, tráfico de cargos públicos, malversación de fondos, lavado de dinero y evasión fiscal, involucrando a los principales políticos conservadores del partido (del Partido Popular), así como a magnates, conseguidores, consultores y funcionarios municipales. El desmoronamiento de Gürtel también deja al descubierto niveles de rapiña que bordean lo psicótico”, afirma Helen Graham en la reseña que publicó hace unas semanas The Guardian sobre el libro de Preston. La de la corrupción y la incompetencia política es una historia interminable y aunque Un pueblo traicionado termina con la entronización de Felipe VI, el autor no puede sustraerse y apunta algunas líneas conocidas con posterioridad, especialmente en el entorno de la monarquía, así como en la encarnizada división política y territorial con la que nos ha cogido el coronavirus.

En el prefacio de su obra, Preston afirma que España no es un caso único y que existen otras naciones europeas a las que podrían aplicarse interpretaciones parecidas en diversos momentos históricos. “Por ejemplo, mientras escribía el libro, he vivido a diario durante tres años a la sombra del proceso del Brexit en Gran Bretaña. Me ha dolido presenciar cómo una amalgama de mentiras, inepcia gubernamental y corrupción dividía profundamente al país y amenazaba con provocar la desintegración del Reino Unido”. 

Alejandro Lerroux


Fuente → fronterad.com

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