Desde posiciones
complacientes con el proceso de transición, los acuerdos han sido
convertidos en uno de los principales hitos de la imagen idílica y
exitosa del consenso. En sentido contrario, los críticos han tendido a
atribuir a los pactos unas consecuencias mayores de las que tuvieron en
la práctica. Intentamos a continuación enmendar ambas imágenes y
dilucidar qué fueron y qué no fueron los Pactos de la Moncloa. La
conclusión que resultará del ejercicio es que ni el actual contexto
tiene apenas nada que ver con el de entonces, ni es deseable hoy la
reedición de un acuerdo semejante.
Un proceso abierto y un consenso frágil
Hay
una tendencia muy extendida a concebir la transición como una foto
fija, en una especie de determinismo retrospectivo que presenta su
resultado final como inevitable. A menudo, además, se presume que las
características de la foto fija final (el consenso, la moderación)
habrían estado presentes desde el principio, como motores del proceso.
Ello ha contribuido, por un lado, a ensalzar a figuras como Adolfo
Súarez o el rey Juan Carlos, atribuyéndoles unas credenciales
democráticas que no hacen justicia a sus iniciales reticencias al
cambio. Acaso más deformadora ha sido, incluso, la otra gran
consecuencia de este tipo de relatos: la minusvaloración del papel de
uno los actores con más protagonismo de aquellos años: los movimientos
sociales en general y el obrero-sindical en particular.
Hay
una tendencia a concebir la transición como una foto fija, en una
especie de determinismo retrospectivo que presenta su resultado final
como inevitable. Ello ha contribuido a ensalzar figuras como la de
Adolfo Suárez o Juan Carlos I
A pesar de que continúa siendo hegemónica en el debate
público, hace ya bastante tiempo que la imagen de la foto fija viene
siendo impugnada por la historiografía sobre el período, o al menos por
la más sólida. Una primera constatación resulta ineludible: el
franquismo no se desmoronó automáticamente a raíz de la muerte de
Franco. El momento clave para impedir cualquier continuismo no fue el
20 de noviembre de 1975, sino los primeros meses de 1976. Fue la oleada
de movilizaciones en las fábricas y las calles desatada entonces lo
que convirtió en inviable el proyecto de reformismo limitado del
gobierno de Carlos Arias Navarro.
Con el nombramiento de Adolfo
Suárez en el mes de julio y la posterior aprobación de la Ley para la
Reforma Política, el gobierno recuperó en cierto modo la iniciativa, al
tiempo que la calle perdía protagonismo. Pero, como atestiguan varias
fuentes, ni la legalización del PCE ni la presencia en las urnas de
candidaturas de izquierda revolucionaria estaban de ningún modo entre
las previsiones iniciales de Suárez. La democracia parlamentaria,
alumbrada en las elecciones de junio de 1977, fue más una conquista que
un pacto entre élites, a pesar de que su configuración y evolución
posterior dejara insatisfechos a muchos de quienes habían luchado
contra Franco.
La segunda observación de base que hay que
introducir tiene que ver con la idea misma de consenso. Tras los
comicios de 1977 se impuso, ciertamente, una dinámica de acuerdos entre
las principales fuerzas políticas con representación parlamentaria.
Con todo, hay que tener en cuenta que esta dinámica derivó de los
resultados electorales y de la limitada mayoría parlamentaria que éstos
otorgaron a la UCD. Los acuerdos materializados a partir de entonces
tuvieron mucho más de necesidad que de virtud. Se trataba, además, de
un consenso precario, frágil, y que a menudo se vio influido por
presiones externas.
Los acuerdos materializados a partir
de 1977 tuvieron mucho más de necesidad que de virtud. Era un consenso
precario que a menudo se vio influido por presiones externas: los Pactos
de la Moncloa se inscriben en ese contexto
Los Pactos de la Moncloa se inscriben en este
contexto. A diferencia de la Ley de Amnistía —el otro gran acuerdo
materializado en otoño de 1977—, su iniciativa se debió al Gobierno,
que, puesto que carecía de la legitimidad suficiente, intentaba de esta
forma corresponsabilizar a los principales partidos de las medidas
económicas necesarias para paliar una crisis económica que empezaba a
ser de proporciones muy notables.
Crisis económica (y del modelo keynesiano)
Los
años setenta vieron nacer una crisis económica mundial que no
solamente afectó gravemente la mayoría de los países industrializados,
sino que, además, hizo tambalear las bases de las políticas económicas
que habían predominado desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El
auge de los precios del petróleo en 1973 precipitó el inicio de una
crisis que se extendería a lo largo de una década.
Pero no se
trataba únicamente de una recesión económica como las que había
conocido el capitalismo hasta entonces. Esta vez, el estancamiento o la
recesión iban acompañados de una elevada inflación, que en 1973 ya
superaba los dos dígitos. Ello complicaba una salida de tipo
keynesiano, al desincentivar que los gobiernos recurrieran a la
devaluación de la propia moneda (medida que suponía el riesgo de
agravar todavía más el auge de los precios).
Inicialmente, el
franquismo reaccionó a la crisis con una patada hacia adelante:
asumiendo los aumentos en el precio del petróleo a través de las
divisas y a costa de los impuestos a la energía, para no trasladar este
aumento a una industria poco eficiente en términos energéticos. Pero
no solo no se consiguió evitar que la crisis, aunque levemente
diferida, golpeara el país, sino que, cuando lo alcanzó, lo hizo con el
agravante de que las reservas de moneda extranjera estaban
prácticamente agotadas y el déficit público había aumentado. El
creciente déficit exterior tuvo que afrontarse, pues, mediante
endeudamiento. Mientras tanto, la inflación se situaba en 1977 en el
30%, y el paro, aunque todavía en unos parámetros que hoy pueden
parecer limitados (5,6%), suponía una novedad que suscitaba notable
preocupación.
Las dos grandes centrales sindicales se
mostraron reacias, aunque por diferentes motivos, al intento de acuerdo
social entre los agentes sociales y el Gobierno tras las elecciones de
junio de 1977
Después de las elecciones de junio de 1977 tuvo lugar
un intento de acuerdo social entre los agentes sociales y el Gobierno.
Sin embargo, el pacto resultó imposible. La contraparte patronal se
encontraba en proceso de construcción, con una CEOE in nuce. Las
dos grandes centrales sindicales se mostraron reacias al mismo, aunque
por diferentes motivos: la UGT se encontraba en posiciones
radicalizadas, en aras de marcar un perfil propio que evitara su
fagocitación por parte de las CCOO. Éstas, en cambio, eran víctimas de
cierto prurito ante una propuesta que remitía a un eventual “pacto
social”, propuesta que habían rechazado insistentemente a lo largo de
su trayectoria. El intento fallido recondujo el acuerdo, de la mano del
ministro de Economía, Enrique Fuentes Quintana, hacia los actores
galvanizados con una mayor legitimidad democrática: los partidos con
representación parlamentaria.
Los pactos
“Sanear y
racionalizar” hubiera sido una buena consigna que inscribir en el
frontispicio del edificio de los Pactos de la Moncloa. La prioridad
consistía en combatir una inflación galopante —que amenazaba con cerrar
el año cercana al 50%—, una deteriorada balanza de pagos y el
agotamiento de divisas. Se trataba, en fin, de un programa de
austeridad que pivotara, entre otros, sobre la moderación de las rentas
salariales para terminar con la espiral inflacionaria.
Los
desajustes macroeconómicos restantes, como el paro, eran concebidos
como meras variables dependientes, y se pensaba que una restauración
del excedente empresarial sería suficiente para la reactivación de la
inversión y, por lo tanto, también para la generación de puestos de
trabajo. Pronto se constató que la patronal española no estaba por la
tarea, más bien todo lo contrario.
Pronto se constató
que la patronal española no estaba por la tarea de restaurar el
excedente empresarial para generar puestos de trabajo, más bien todo lo
contrario
Con todo, los pactos, así como las disposiciones que
los precedieron, no se veían reducidos a este programa de saneamiento y
ajuste, sino que contemplaban un conjunto de preceptos en materia de
derechos civiles y políticos, del sistema de relaciones laborales
español, en materias fiscal y financiera, aumento de la cobertura a los
desempleados, de financiación de servicios públicos como la educación,
un programa agrario, la reforma de la Seguridad Social, vivienda,
derechos de la mujer, etc. Buena parte de estas disposiciones
prefiguraban el texto constitucional y, por lo tanto, la ruptura legal
con el franquismo. Sirva como muestra de este balance ambivalente el
hecho que el FMI, aunque satisfecho con el mismo, hubieran preferido
“más austeridad y menos reforma”.
Las disposiciones en materia
salarial marcaron una importante cesura con la cultura reivindicativa
previa de la clase obrera, que tenía un enfoque más igualitario, así
como —aunque no siempre de forma explícita— una dimensión política
destituyente, antifranquista. Este cambio comportó ciertas tensiones en
determinados actores, sobre todo CCOO, a lo que luego hubo de añadir
algunos incumplimientos de los pactos.
Sin embargo, los acuerdos
no sólo fueron presentados como un gesto tan responsable como
altruista por parte de los trabajadores y sus organizaciones, sino que,
siempre según sus firmantes y defensores, fueron un esfuerzo
concertado y solidario —“nacional”— para superar una crisis que se
preveía más liviana de lo que terminaría siendo. Exceptuando la
“familia” socialista, que no ocultó su incomodidad, la patronal, que se
negó a suscribirlos, o el espacio posfranquista que pivotaba en torno a
AP, que rechazó la parte política de los acuerdos, éstos concitaron
cierto consenso social y político.
El balance de los
pactos ofrece luces y sombras: si bien pavimentó el camino hacia la
aprobación de la Constitución y consiguió notables aunque coyunturales
éxitos, importantes aspectos fueron incumplidos en el combate contra la
inflación
Especialmente interesados se mostraron tanto la UCD de
Suárez, que veía así reforzada su mayoría relativa, como los
comunistas, quienes los entendieron como un mecanismo para aumentar su
menguada influencia parlamentaria y, por ende, su capacidad de
codeterminación de las políticas del gobierno. Fuera del arco
parlamentario, destacó el rechazo de la CNT y de la izquierda
revolucionaria. Pero el caso Scala demostró que el Gobierno, además de
no haber democratizado el aparato policial, no estaba dispuesto a
tolerar una oposición radical.
El balance de los pactos ofrece
luces y sombras. Si bien pavimentó el camino hacia la aprobación de la
Constitución y consiguió notables éxitos, aunque coyunturales, en el
combate contra la inflación, importantes aspectos fueron incumplidos o
desarrollados de forma insuficiente y tardía. Por no mencionar su
incapacidad a la hora de dar respuesta al problema social más
sangrante: el paro.
Este balance desigual ya conformó la
percepción de los actores involucrados, como evidencia la imposibilidad
de una eventual reedición de un acuerdo en los mismos términos y con
los mismos protagonistas. Atendiendo a su más bien corto aliento,
difícilmente podemos concebir los pactos como una suerte de prematura y
casi vanguardista instalación del neoliberalismo en España, lo que fue
el resultado de un proceso mucho más largo.
¿Unos Pactos de la Moncloa hoy?
Si
bien los pactos supusieron el inicio de una dinámica de moderación
salarial, ésta alcanzó cuotas superiores en años posteriores. Los
sucesivos acuerdos de concertación firmados hasta entrada la segunda
década de los años ochenta tuvieron un carácter notablemente distinto.
Por
un lado, por su forma y metodología, puesto que tuvieron lugar entre
los agentes sociales —fundamentalmente la central socialista y la CEOE,
aunque no sólo—, con ocasional participación del Gobierno. Por el
otro, por sus contenidos, en los que las referencias a un esfuerzo
solidario habían desaparecido, reduciéndose éste a una suerte de
“socialismo en una clase”, en un reparto horizontal de la carga entre
los diferentes segmentos en los que se estaban fragmentando las clases
trabajadoras. Asimismo, cambiaron los objetivos y consecuencias.
En el primer caso, la restauración del excedente empresarial devino el deus ex machina
de la política económica socialista, cuyos ejecutivos pretendían con
ello, además de conseguir la corresponsabilización de los agentes
sociales, limar las aristas más impopulares de su proyecto de
modernización. Las consecuencias, en cambio, fueron la ya aludida
moderación salarial, la extensión de la temporalidad en el mercado de
trabajo y una duradera división sindical, que no se restañaría hasta
años después. La huelga general del 14 de diciembre de 1988 fue el
colofón de la recuperación de la unidad de acción, forjada el año
anterior en el marco de la negociación colectiva, proceso que arrojó
resultados favorables a los intereses de los trabajadores.
Los Pactos de la Moncloa no implantaron un modelo de desarrollo concreto ni de relaciones laborales, eso vendría más tarde
Los Pactos de la Moncloa, en definitiva, fueron el
producto de una coyuntura concreta. Con ellos se pretendía dar una
respuesta más o menos rápida, casi taumatúrgica, a los efectos de la
crisis y afianzar la democratización. No implantaron ni un modelo de
desarrollo concreto, ni de relaciones laborales, ello vendría más
tarde. Fueron, en todo caso, un producto de la correlación de fuerzas
en un momento caracterizado por una extrema contingencia. Ni siquiera
supusieron un punto de bifurcación.
Y, en términos generales,
respondieron al cálculo de los diferentes actores involucrados: en
algún caso, la preocupación por el interés general ocupaba un papel más
relevante en la ecuación, pero, en general, resultaban
fundamentalmente orientados a maximizar las propias posiciones y el
rédito político particular. El “espíritu de la Moncloa” fue el de aquel
frágil y efímero “espíritu del consenso”.
El actual contexto no
tiene apenas nada que ver con el de los años setenta. Lo que exige
ahora la crisis económica es una implicación pública que contribuya a
reactivar y democratizar la economía. La apelación a unos nuevos Pactos
de la Moncloa solo puede resultar útil a los partidarios de diluir el
contenido social de las medidas que el Gobierno debería aplicar.
Fuente → elsaltodiario.com
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