No sé por qué condenada razón deberíamos seguir refiriéndonos al
criminal que aparece en la imagen utilizando el alias con el que tan
cómodo parecía sentirse. Es como si el doctor Menguele, "el ángel de la muerte", se hubiera propuesto pasar a la historia con el apelativo de "el blanco palomo" —incluso después de perder la guerra, incluso después de conocidas sus aberrantes prácticas, incluso después de muerto— y el mundo (ahora la Wikipedia)
hubiera tragado con su disparatada pretensión. William Henry McCarthy
no llevaba placa de sheriff y, desde luego, no se conocen testimonios de
que disfrutara torturando a hombres y mujeres siempre que, eso sí,
estuvieran convenientemente inmovilizados. Al revés, quizás la mayor
hazaña del forajido nacido en 1859 en Nueva York fue
escapar de la cárcel y llevarse por delante a los dos alguaciles que lo
custodiaban en la pequeña localidad de Mesilla (Nuevo México), donde le
aguardaba la horca. Así que, desde el punto de vista estrictamente
narrativo, nada que ver con el fulano de la foto.
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En España hay muchos malos que se mueren en la cama. Supongo que en otros sitios también los habrá —cada vez más, me temo—. Se nos fue de rositas el dictador y ahora se acaba de pirar —‘covicoronado’ y condecorado—
uno de sus más abyectos lacayos. Da la impresión de que cincuenta años
de ‘vigorosa democracia’ no han sido suficientes para hacer justicia ni a
sus víctimas ni a lo que representan. La “inmaculada transición” parece
mutar a veces en “vergonzosa transustanciación”, ya sabes, aquello de
que el pan y el vino se convierten en el cuerpo y en la sangre de Cristo
por arte de birlibirloque.
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Si
la Fiscalía hubiera tenido contratado a William Munny la cosa hubiera
sido diferente y habríamos mandado a Antonio González Pacheco al
infierno hace años, pero parece que la Fiscalía española, de un
tiempo a esta parte, no contrata a tipos así, por lo menos para
resolver asuntos relacionados con las cloacas de nuestro sonrojante
presente-pasado. Aquí, como mucho, contratamos a los amigos de Ana Rosa
Quintana, y comparar al protagonista de Sin Perdón con Inda o Villarejo es como confundir a Faulkner con la boñiga de un buey almizclero.
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El final de esta historia debería avergonzarnos. Yo desde luego lo estoy y, tal que dice Pablo Iglesias, lamento sinceramente no haber escrito esto antes. La autocrítica, en mi caso, no lleva implícita la absolución, pero algún peaje teníamos que pagar los agnósticos.
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La incontestable evidencia de que ha tenido que ser una magistrada argentina la encargada de reclamar justicia para las víctimas
de este infame personaje haría palidecer al mismísimo Kunta Kinte. Que
ni los políticos, ni los jueces, ni los periodistas, ni los abogados, ni
los taxistas, ni los panaderos, ni los maestros, ni los autónomos, ni
los parados, “ni los putos bibliotecarios” (*) de este país hayamos sido capaces de poner las cosas en su sitio resulta descorazonador.
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Al tal González Pacheco —que visualizo andando a saltitos y arrimado a las paredes de los aciagos sótanos de la DGS— le llamaremos aquí, hoy, “la rata”,
apelativo que seguramente le habría gustado mucho menos que aquel otro
del que tanto presumió. De momento, parece que tendremos que
conformarnos con eso.
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PD: ¡¡¡Ojo!!! Recuerda que si PPVox gana las próximas elecciones todavía podrías ver cómo ponen su nombre a una calle… O a un palenque.
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