La monarquía no sirve para nada

La monarquía no sirve para nada

Iñigo Landa 
 
No es fácil justificar la monarquía como sistema político adecuado para una democracia del siglo XXI. En el caso de «Marca España«, para ello hay que lidiar con problemas peculiares de la familia borbónica que ostenta la exclusividad para optar al cargo de jefe de Estado en calidad de rey. Así lo afirma un artículo de La Voz de la República al que no le quito una coma.

Y dichos problemas no lo son menores. Por dos veces en la reciente historia española, la monarquía ha sido derrocada para instaurar un régimen repúblicano democrático, y por dos veces también ha sido restaurada por la fuerza. Es más, la segunda vez que la monarquía fue restaurada, lo fue tras una cruenta guerra contra el régimen democrático anterior que condujo a una dictadura de corte fascista y nacionalcatólica que duró cuatro décadas, sustentada en la facción del ejército vencedor y en la Iglesia Católica española.

Esa dictadura quedó al mando del genocida militar golpista Franco que detentó poder omnímodo para hacer y deshacer a su antojo. Y precisamente fue ese poder absoluto el que usó para decidir que, a su muerte, «Marca España» debía ser una monarquía con Juan Carlos Borbón, a la sazón hijo del legítimo aspirante al trono Juan Borbón (aunque la legitimidad de la monarquía no sea más que un chiste).

Naturalmente, el salto en la continuidad dinástica del detentador del trono no fue casual, sino más bien un golpe en la mesa para dejar claro quien tenía todos los resortes del poder en su mano.

Tras la muerte del dictador, el proceso de instauración de la democracia tuvo como condición sine qua non la preservación de esa monarquía de estirpe franquista. Cabría comentar mucho sobre dicho proceso, al que se dio en llamar transición modélica en un memorable tour de force lingüístico, pero estamos ahora más interesados en los esfuerzos ingentes realizados después para la justificación de Juan Carlos Borbón como monarca español; esfuerzos extensibles naturalmente a su sucesor Felipe Borbón, cuyo único mérito para ello es su carga genética, proveniente de un vulgar acto sexual.

La justificación que subyace siempre detrás de los apoyos a los borbones es la supuesta estabilidad que la monarquía otorga al actual régimen ( quizás haya otras justificaciones inconfesables dado el origen franquista de la derecha española, pero eso también es otra historia). Esa estabilidad está supuestamente originada en dos nociones: la garantía de unidad de la patria y la ejemplaridad de la familia real, que pasamos a analizar a continuación.

El origen franquista de la monarquía como supuesto garante de la «unidad de España» es indudable. Parece ser que esa unidad inquebrantable fue el encargo de Franco a Juan Carlos en su lecho de muerte. Esa parece ser la razón principal del dictador al elegir al putero, zángano, comisionista y vividor «Campechano» como su sucesor a título de rey, algo que consideraba uno de sus principales aciertos y que le llevó a su bien conocida frase: lo dejo todo atado y bien atado.

Pero esa unidad fue uno de los más complejos asuntos que se trataron de resolver al redactar la constitución del régimen del 78. La posibilidad de un estado federal estaba descartada desde el principio pues el reconocimiento del carácter de nación a partes de la que era entonces nación una, grande y libre no habría sido aceptado por las fuerzas franquistas aún detentadoras del poder. Por otra parte, la incorporación de las fuerzas nacionalistas a un acuerdo requería un reconocimiento explícito en el texto constitucional. La solución fue el estado de las autonomías actual. El éxito de esta idea dependía fundamentalmente de su desarrollo posterior al ser abordado por las distintas fuerzas políticas. La monarquía se convirtió precisamente en la opción de los que añoraban la unidad absoluta anterior y se oponían a su desarrollo.

Con el paso del tiempo la dicotomía entre monárquicos y republicanos se ha ido identificado cada vez con más fuerza entre unionistas e independentistas en las regiones históricas que reclaman su reconocimiento como nación, principalmente Catalunya y Euzkadi. Hoy día, el ochenta por ciento de la población de estos territorios se declara abiertamente republicana. La supuesta garantía de unidad de España proporcionada por la monarquía se derrumba completamente. Más bien parece que cualquier arreglo venidero para evitar la quiebra de España como nación debería pasar por una república federal en la que todos esos independentistas pudieran ver representadas al menos en parte sus ideas de segregación.

 

Y queda por estudiar el otro supuesto puntal de la monarquía: la ejemplaridad de la familia real como representación simbólica de las cualidades de la patria española y sus tradiciones. Los primeros años tras la aprobación de la constitución constituyeron un completo despliegue en los medios informativos de esta supuesta ejemplaridad. Pero ahora sabemos que era puro teatro, un formidable acuerdo no escrito para proteger del colosal desgaste inherente al conocimiento de los ocultos episodios carnales y los oscuros chanchullos lucrativos del emérito monarca y de su yerno. Todo regado con dinero público o ilegal.

Pero lo bueno de la monarquía es que, al menos en el caso español, parece que los hijos heredan los derechos dinásticos, pero no los pecados del padre. Y esa fue la tabla de salvación elegida: una rápida abdicación y la entronización del hijo supuestamente incorrupto. Y aquí no ha pasado nada. Hasta que volvió a pasar.

Como en las películas gore, en las que las vísceras no cesan de salir en pantalla, la corrupción termina siempre por rebosar por mucho que se la intente taponar.
Lo último es que el actual monarca aparece salpicado directamente por las últimas revelaciones originadas en pesquisas foráneas, ya que aquí se paralizan todas. La maniobra de Felipe para salvarse, renunciando supuestamente a su herencia y retirando a su padre la asignación de dinero público, si bien aplaudida por medios cortesanos plagados de incansables tiralevitas babosos, hace aguas por todas partes como tabla de salvación .

Lo cierto es que La monarquía no sirve para nada y, es por ello que algunos medios tratan de proporcionar soluciones de urgencia para evitar el naufragio inminente. Merece la pena reseñar dos apologías recientemente aparecidas:

La primera es el editorial de “El País”. Tras el reconocimiento explícito de que el sistema constitucional va inextricablemente unido a la supervivencia de la monarquía, el editorial nos revela su idea de como deben ser ambos salvados: “bajo ninguna circunstancia se pueden confundir las instituciones con las personas que las encarnan.” Un buena frase sin duda, pero que es un brindis al Sol. Evidentemente es válida, pero para cualquier institución que no sea la monarquía, pues esta es la única institución indisolublemente unida a la persona que la encarna. Y «Marca España» es un buen ejemplo de ello, si Felipe cae, la monarquía se derrumba con él. Nadie podría sustituirle ahora mismo, ni siquiera su heredera.

La segunda apología es la columna de José Antonio Zarzalejos aplicado paladín de la monarquía. En ella, tras la habitual e ineludible defensa de la actuación del actual monarca, el periodista termina reconociendo que puede que no sea suficiente para los ciudadanos que no están suficientemente convencidos a priori. La solución que propone entonces es el autoexilio del anterior monarca. Considera que esa medida sería suficiente para no manchar la imagen de su hijo. Y pone como ejemplos el exilio impuesto por la monarquía británica al “abdicado rey británico Eduardo VIII (11 de diciembre de 1936) que, al casarse con Wallis Simpson, no se atuvo a las normas de la dinastía” y, más recientemente, “el protocolo implacable que se aplica al príncipe Harry, nieto de la reina Isabel, al que se le priva de su tratamiento y se le retira la asignación presupuestaria”.

Naturalmente, estas actuaciones de la monarquía británica son contundentes en cuanto a separar físicamente a los miembros díscolos del real clan, pero salta a la vista una diferencia esencial: Ninguna de esas medidas trataba de purgar presuntos delitos de corrupción ni turbios excesos carnales. Mandar al exilio a Juan Carlos no va a limpiar ninguna de estas conductas.

Parece entonces que le quedan pocas razones a la monarquía. De hecho, ninguna si exceptuamos las relacionadas con su origen en la dictadura anterior y que le bastan a los sectores más rancios de la derecha. Pero, para un demócrata, esas razones no sirven para nada. Y no hay más disponibles.


Fuente → blogs.deia.eus

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