Se cumplen 75 años de la liberación del campo de concentración nazi en
el que estuvieron presos al menos 7.532 exiliados españoles. Más de
4.000 murieron, según un estudio de la Complutense
“He salido de la noche”. Voces de los deportados a Mauthausen
Gutmaro Gómez Bravo
Querida Margaret:
Voy a contarte la cena que tuvimos hace una semana, fue una fiesta que siempre recordaré. Esta noche en particular, alrededor de las 9:30, Helga Holbeck entró y dijo: “Creo que vamos a tener una fiesta para unas 22 personas”. Un convoy de españoles del campo de Vernet llevaba varias horas de espera en la estación de tren, sin nada que comer. Dos de ellos sabían del trabajo de los cuáqueros, y pidieron a un gendarme que los acompañara a nuestra oficina, para conseguir algo de comer. El gendarme lo consideraba muy poco probable, pero los hombres estaban tan miserables y hambrientos que finalmente accedió.
Eran un grupo de aspecto apesadumbrado, ojeroso, pálido, vestido con harapos, sucios y desesperados. Algunos eran casi niños, y otros parecían increíblemente viejos. Se sentaron en silencio, esperando la comida, con miradas inexpresivas, golpeados, como drenados de toda emoción, sin esperanza ni temor. Pero cuando empezamos a servir los grandes platos de frijoles humeantes, una chispa entró en sus ojos. Se lanzaron con avidez a por las galletas duras que se ponen en las cestas sobre la mesa. Esto era verdadera comida como no habían visto en meses, y comieron, no sólo con el hambre de los hombres que han perdido la cena, sino de los hombres que no han visto alimento de verdad en muchos meses.
A medida que la comida avanzaba, los hombres se soltaron y comenzaron a hablar y reír. En las caras asomaron nuevas expresiones y los espíritus se calentaron con un gesto de amistad. Cuando Helga se sentó a la mesa con ellos a tomar una taza de café y hablar de un ser humano a otro, una conmoción de sorpresa y placer recorrió la mesa. Cuando terminaron de comer, se quedaron en la mesa durante media hora, fumando sus colillas, hablando entre sí y con nosotros, sonriendo con facilidad. Mi corazón se hundió cuando pensé en lo que les podía aguardar en el otro extremo de su viaje. Al salir, parecían bastante cambiados del grupo de hombres que había entrado, sus expresiones faciales eran tan diferentes. Uno a uno nos daban la mano y nos daban las gracias, tartamudeando en mal francés, que era el idioma común que usamos.
“¡Pero, ¿cómo os lo podemos agradecer? – dijo uno de ellos– He salido de la noche, y nos distéis de comer! Durante veintidós meses he comido en una lata de estaño con una cuchara oxidada, y me has sentado a una mesa limpia con un plato de porcelana y un cuchillo y tenedor, y me has servido con tus propias manos. ¿Cómo podría darte las gracias?”.
El jefe de los gendarmes nos quiso pagar por la comida que dio a sus hombres, pero Helga explicó que no era un restaurante, y nos alegramos de dar nuestra hospitalidad a sus hombres y a los españoles. Confesó que no tenía el derecho de permitir a los hombres salir de la estación, pero agregó que no podía rechazar sus súplicas para ser alimentados. “Estos hombres siempre llevarán consigo un hermoso recuerdo de su país. Siento que no puedan decir lo mismo del mío”.
Cuando esta carta, fechada el 21 de agosto de 1941, llegó a su destino en Boston, el convoy había llegado al suyo: al campo austriaco de Mauthausen. Cuatro años después, en el momento de su liberación, de la que ahora se cumple el 75 aniversario, habían sido internados en sucesivas deportaciones, y en mucho mayor número, hasta 7.532 españoles según los propios registros del campo. El viaje del resto, hasta completar los cerca de 10.000 republicanos que fueron deportados desde Francia a otros campos como Buchenwald o Auschwitz, sigue siendo todavía incierto, como lo es también la cifra de aquellos que fueron a trabajar dentro de los grupos de trabajadores que enviaba España al III Reich. Eran el fruto de los acuerdos de cooperación mutua suscritos desde comienzos de 1940, y cuya vertiente de colaboración policial se tradujo también en la detención y entrega de aquellas personas reclamadas por las autoridades franquistas.
Todavía hay que seguir contabilizando ambos grupos, los deportados a España y los deportados a los campos alemanes. Hay que seguir cotejando la información, porque se desconoce cuántos fueron en realidad, pero sobre todo hay que ponerles rostro y devolverlos al camino de la historia del que un día fueron expulsados. Un estudio, realizado por el equipo de la Universidad Complutense a lo largo del pasado año, contabilizó en 4.435 los españoles fallecidos en Mauthausen, la mayoría de ellos en un goteo incesante hasta poco antes del hundimiento del frente alemán. Queda todavía un volumen desconocido de internos, procedentes de otros campos de concentración y que, en ese momento, ocultaron la nacionalidad española, que hay que localizar y sobre los que debemos seguir investigando. Nunca tendremos todas las respuestas, pero estamos en disposición de hacer nuevas preguntas a la documentación, a los supervivientes y a sus descendientes. El Ejército de Estados Unidos encontró en el complejo de Mauthausen-Gusen a poco más de tres mil españoles con vida. La mayoría obtuvieron la nacionalidad francesa y permanecieron en ese país, esperando a poder “salir de la noche” también en España, pero el sueño de una intervención aliada pronto se esfumó.
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Gutmaro Gómez Bravo es miembro del Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la UCM y del Grupo de Investigación de la Guerra Civil y el Franquismo (Gigefra)
Querida Margaret:
Voy a contarte la cena que tuvimos hace una semana, fue una fiesta que siempre recordaré. Esta noche en particular, alrededor de las 9:30, Helga Holbeck entró y dijo: “Creo que vamos a tener una fiesta para unas 22 personas”. Un convoy de españoles del campo de Vernet llevaba varias horas de espera en la estación de tren, sin nada que comer. Dos de ellos sabían del trabajo de los cuáqueros, y pidieron a un gendarme que los acompañara a nuestra oficina, para conseguir algo de comer. El gendarme lo consideraba muy poco probable, pero los hombres estaban tan miserables y hambrientos que finalmente accedió.
Eran un grupo de aspecto apesadumbrado, ojeroso, pálido, vestido con harapos, sucios y desesperados. Algunos eran casi niños, y otros parecían increíblemente viejos. Se sentaron en silencio, esperando la comida, con miradas inexpresivas, golpeados, como drenados de toda emoción, sin esperanza ni temor. Pero cuando empezamos a servir los grandes platos de frijoles humeantes, una chispa entró en sus ojos. Se lanzaron con avidez a por las galletas duras que se ponen en las cestas sobre la mesa. Esto era verdadera comida como no habían visto en meses, y comieron, no sólo con el hambre de los hombres que han perdido la cena, sino de los hombres que no han visto alimento de verdad en muchos meses.
A medida que la comida avanzaba, los hombres se soltaron y comenzaron a hablar y reír. En las caras asomaron nuevas expresiones y los espíritus se calentaron con un gesto de amistad. Cuando Helga se sentó a la mesa con ellos a tomar una taza de café y hablar de un ser humano a otro, una conmoción de sorpresa y placer recorrió la mesa. Cuando terminaron de comer, se quedaron en la mesa durante media hora, fumando sus colillas, hablando entre sí y con nosotros, sonriendo con facilidad. Mi corazón se hundió cuando pensé en lo que les podía aguardar en el otro extremo de su viaje. Al salir, parecían bastante cambiados del grupo de hombres que había entrado, sus expresiones faciales eran tan diferentes. Uno a uno nos daban la mano y nos daban las gracias, tartamudeando en mal francés, que era el idioma común que usamos.
“¡Pero, ¿cómo os lo podemos agradecer? – dijo uno de ellos– He salido de la noche, y nos distéis de comer! Durante veintidós meses he comido en una lata de estaño con una cuchara oxidada, y me has sentado a una mesa limpia con un plato de porcelana y un cuchillo y tenedor, y me has servido con tus propias manos. ¿Cómo podría darte las gracias?”.
El jefe de los gendarmes nos quiso pagar por la comida que dio a sus hombres, pero Helga explicó que no era un restaurante, y nos alegramos de dar nuestra hospitalidad a sus hombres y a los españoles. Confesó que no tenía el derecho de permitir a los hombres salir de la estación, pero agregó que no podía rechazar sus súplicas para ser alimentados. “Estos hombres siempre llevarán consigo un hermoso recuerdo de su país. Siento que no puedan decir lo mismo del mío”.
Cuando esta carta, fechada el 21 de agosto de 1941, llegó a su destino en Boston, el convoy había llegado al suyo: al campo austriaco de Mauthausen. Cuatro años después, en el momento de su liberación, de la que ahora se cumple el 75 aniversario, habían sido internados en sucesivas deportaciones, y en mucho mayor número, hasta 7.532 españoles según los propios registros del campo. El viaje del resto, hasta completar los cerca de 10.000 republicanos que fueron deportados desde Francia a otros campos como Buchenwald o Auschwitz, sigue siendo todavía incierto, como lo es también la cifra de aquellos que fueron a trabajar dentro de los grupos de trabajadores que enviaba España al III Reich. Eran el fruto de los acuerdos de cooperación mutua suscritos desde comienzos de 1940, y cuya vertiente de colaboración policial se tradujo también en la detención y entrega de aquellas personas reclamadas por las autoridades franquistas.
Todavía hay que seguir contabilizando ambos grupos, los deportados a España y los deportados a los campos alemanes. Hay que seguir cotejando la información, porque se desconoce cuántos fueron en realidad, pero sobre todo hay que ponerles rostro y devolverlos al camino de la historia del que un día fueron expulsados. Un estudio, realizado por el equipo de la Universidad Complutense a lo largo del pasado año, contabilizó en 4.435 los españoles fallecidos en Mauthausen, la mayoría de ellos en un goteo incesante hasta poco antes del hundimiento del frente alemán. Queda todavía un volumen desconocido de internos, procedentes de otros campos de concentración y que, en ese momento, ocultaron la nacionalidad española, que hay que localizar y sobre los que debemos seguir investigando. Nunca tendremos todas las respuestas, pero estamos en disposición de hacer nuevas preguntas a la documentación, a los supervivientes y a sus descendientes. El Ejército de Estados Unidos encontró en el complejo de Mauthausen-Gusen a poco más de tres mil españoles con vida. La mayoría obtuvieron la nacionalidad francesa y permanecieron en ese país, esperando a poder “salir de la noche” también en España, pero el sueño de una intervención aliada pronto se esfumó.
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Gutmaro Gómez Bravo es miembro del Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la UCM y del Grupo de Investigación de la Guerra Civil y el Franquismo (Gigefra)
Fuente → ctxt.es
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