Al menos desde el siglo XIX, todos los procesos de democratización
que España ha experimentado como Estado monárquico y colonial han
tenido, de una u otra manera, una impronta republicana. Este impulso
siempre tuvo en la batalla contra el privilegio y las desigualdades uno
de sus principales desvelos. Y siempre se topó con parecidos obstáculos:
contextos internacionales adversos, una reacción pugnaz de las elites
políticas y económicas de la época y las propias desavenencias y
titubeos de las fuerzas republicanas.
Hoy, miles de personas evocarán desde sus balcones, y en medio de una
dolorosa pandemia, la mañana del 14 de abril que trajo la República en
ciudades como Éibar, Valencia o Barcelona. Al hacerlo, el republicanismo
de la calle y el de las instituciones recuperará muchas tareas
pendientes y se impondrá otras nuevas. Deberá hacerlo con memoria, pero
también con imaginación, coraje, y con sentido de la inédita emergencia
social que tiene por delante.
El republicanismo y la defensa del buen gobierno
La historia del republicanismo peninsular es la historia de una larga
lucha por la regeneración y la democratización política y social. Nació
para defender libertades básicas y bienes comunes frente a los
regímenes caciquistas y corruptos surgidos al amparo de la Monarquía
borbónica.
Las primeras figuras del panteón republicano, de hecho, están
vinculadas a esa batalla contra el mal gobierno. Aquí brillan, todavía
hoy, desde el asturiano Rafael de Riego –no en vano la marcha de sus
tropas se convertiría en himno no oficial de la II República– a la
granadina Mariana Pineda, ambos mártires en la lucha contra el régimen
"felón y canalla" de Fernando VII de Borbón.
Lo mismo puede decirse de los miles de republicanos y republicanas
anónimas que se enfrentaron a la Monarquía y a las oligarquías de su
tiempo para expandir esas libertades. Personalidades como la obrera
textil catalana, Teresa Claramunt, anarquista e impulsora de la primera
Sociedad Feminista española. O la abogada Clara Campoamor, pertinaz
defensora en las Cortes constituyentes de 1931 del derecho al divorcio, a
la no discriminación por razón de sexo y al sufragio femenino.
La lucha republicana por las condiciones materiales de la libertad
El republicanismo democrático, en realidad, siempre entendió que la
defensa de la libertad exigía la garantía igualitaria, a todas las
personas, de las condiciones materiales de existencia.
Por eso, no solo se preocupó por ampliar el derecho de voto o la
libertad de cultos, sino de garantizar, además, los elementos básicos
del derecho a la existencia: el acceso a educación, sanidad y vivienda
adecuadas, la garantía de un ingreso básico y de condiciones de trabajo
decentes.
Hoy sorprende –pero no debería olvidarse–, que en su momento más
avanzado el movimiento republicano hizo Ministro de Industria a un
trabajador del vidrio, cooperativista, que había aprendido a leer a los
veintidós años, como Joan Peiró. O que llevó al Ministerio de Sanidad y
Asuntos Sociales a la primera ministra mujer en España, la anarquista
Federica Montseny.
Muchas de estas batallas por la ampliación de derechos, todavía
vigentes, se vieron frustradas o quedaron inconclusas. Pero hicieron
evidente que la defensa de lo público, de lo común, no era posible sin
la imposición de límites a la acumulación indiscriminada de riquezas.
Por eso, el republicanismo más igualitario del siglo XIX tuvo claro
que la democracia económica exigía justicia fiscal y distribución
equitativa de bienes, y que los usos especulativos o abiertamente
abusivos de la gran propiedad privada no podían tolerarse.
El artículo 128 de la Constitución de 1978, que con razón se cita en
estos tiempos de pandemia para exigir un mayor control público sobre
clínicas y laboratorios privados, para evitar la especulación en materia
de alquileres, alimentos, o residencias de personas mayores, tiene su
antecedente en el artículo 44 de la Constitución republicana de 1931.
Aquel artículo no solo establecía que "la riqueza del país, sea quien
fuere su dueño, está subordinada a los intereses de la economía".
También permitía –al igual que las Constituciones republicanas de México
y de Weimar– socializar la propiedad e incluso realizar expropiaciones
forzosas mediante adecuada indemnización, "a menos que disponga otra
cosa una ley aprobada por los votos de la mayoría absoluta de las
Cortes".
La resistencia oligárquica al republicanismo democrático
Uno de los dramas del republicanismo fue tener que aplicar estos
programas de reconstrucción en tiempos de crisis internacionales, así
como en medio de una pugnaz resistencia de las oligarquías políticas y
económicas de turno, comenzando por el bloque de los grandes rentistas
(el gran "partido" agrario, en el siglo XIX, el poderoso "partido"
inmobiliario-financiero, desde el siglo XX hasta ahora).
La I República llegó tras la derrota de la Comuna de París y en medio
de la Gran Depresión de 1873. La II tuvo que batallar en medio del
crack del año 30. Los movimientos republicanos que se enfrentaron el
franquismo llegaron a gobernar ciudades importantes en los años 80. Pero
tuvieron que hacerlo en el marco de la crisis del petróleo desatada
unos años antes. Y lo mismo ocurrió con los movimientos municipalistas
republicanos, nacidos del 15-M, que tuvieron que gestionar sobre la
herencia dejada por otra crisis capitalistas mundial, la de 2008.
La mejor de la tradición republicana entendió que solo había una
manera de vencer estos obstáculos y de ampliar la democracia política y
económica: analizar con rigor la realidad y fortalecer la organización y
participación popular, social, para conseguir que los cambios llegaran
lo más lejos posible.
El municipalismo como principio republicano
Esa convicción de eficacia democrática llevó al republicanismo
peninsular a asumir de manera extendida el municipalismo. El ámbito
local, justamente, aparecía como el más idóneo para impulsar, sobre todo
en tiempos de crisis, experiencias cooperativas, de autoorganización,
que luego podían proyectarse a otras escalas más amplias.
La vida municipal republicana dio personalidades admirables e
inspiradoras. Como la de Fermín Salvochea, alcalde del "Cantón de Cádiz"
en 1873 y lector voraz de Tom Paine y de Piotr Kropotkin. O como la de
maestra Natividad Yarza Planas, nacida en Valladolid y elegida primera
alcaldesa por sufragio universal en una candidatura de Esquerra
Republicana de Catalunya en 1934. O como la del fino pensador
galleguista, Ànxel Casal, editor de la Revista ‘Nos’ y alcalde de
Santiago de Compostela hasta su asesinato por las fuerzas golpistas en
1936.
Ciertamente, en España hubo siempre un republicanismo unitarista o
uniformista. Pero la mejor tradición republicana hispana fue la que de
manera más clara entendió que la batalla por la democracia política y
social era inescindible de la lucha por la democracia territorial y por
el reconocimiento de la pluralidad nacional y regional interna.
Un republicanismo plural, federal y confederal
La defensa de un republicanismo anticentralista, federal o
confederal, comenzó a circular en la segunda mitad del siglo XIX de la
mano de figuras como Joan Bautista Guardiola –"España no forma una sola
nación, sino un haz de Naciones"– o como el Francesc Pi i Margall, autor
de obras de una gran influencia en su tiempo como La reacción y la revolución, de 1854, o Las Nacionalidades, de 1882.
En realidad, basta con echar un vistazo a la historia de los siglos
XIX y XX, y a la breve del siglo XXI, para advertir que la tradición
republicana democrática ibérica está atravesada por diversos
republicanismos nacionales y regionales, con elementos singulares y
comunes, todos ellos partidarios de fórmulas de articulación federales y
confederales.
Esto puede advertirse en el republicanismo castellano, inspirado en
la experiencia comunera de 1521 y con tener defensores tan relevantes
como Anselmo Carretero, vinculado al PSOE. También es riquísima la
historia del republicanismo andaluz, con expresiones notables como la
Constitución de Antequera de 1883 o el pensamiento de Blas Infante. O la
del republicanismo democrático vasco de la segunda mitad del siglo XIX,
federal y fuerista, lleno de obreras y obreros que cantaban la
Internacional junto al Guernikako Arbola. O la del
republicanismo gallego, encarnado en artistas y pensadores
universalistas y pacifistas, como Castelao. Y lo mismo podría decirse
del poco conocido republicanismo mallorquí de un Francesc de Sales
Aguiló, o de las diferentes tradiciones del republicanismo catalán como
las que encarnaron Francesc Macià, Andreu Nin, Neus Català, Joan Lluhí i
Vallescà o Lluís Companys (quien en 1934 llamaba a resistir
conjuntamente a la extrema derecha y al fascismo desde "el más generoso
impulso de fraternidad en el común anhelo de edificar una República
federal libre y magnífica")
Conocer, poner a dialogar y hacer crecer esta mirada municipalista,
plurinacional, partidaria de articulaciones institucionales federales y
confederales, es uno de los grandes retos del republicanismo de nuestro
tiempo. Un republicanismo que debe estar atento para que la necesaria
colaboración y coordinación que exige la actual emergencia
socio-sanitaria no impida federar y compartir decisiones y no se
resuelva en una recentralización que lesione el pluralismo y el
principio democrático de autogobierno.
Un republicanismo no colonial, antirracista y antibelicista
De la misma manera, el republicanismo debería tomar nota de la
necesidad de estrechar los lazos fraternales con los pueblos que también
luchan por una mayor democracia política y económica.
Ya a comienzos del siglo XIX, el republicanismo peninsular estableció
un estrecho vínculo de exilios y cooperación que se desplegó más allá
de la península, sobre todo en los territorios del antiguo imperio. A
partir de las revoluciones norteamericana y francesa y de la temprana
revolución que en 1804 dio lugar a la República negra de Haití, el
avance del republicanismo y de su impronta democratizadora en España y
en Iberoamérica se retroalimentaron. Un Riego, un Pi Maragall, no solo
luchaban por democratizar su tierra. También batallaban, indirectamente,
por una nueva América. Del mismo modo que Bolívar, San Martín, y sus
tropas de indígenas, criollos y mestizos, favorecían la irrupción de una
nueva España, que rompiera con su herencia monárquica e imperial.
Desde entonces, este iberoamericanismo no colonial, fraternal, ha
estado presente en algunas tradiciones republicanas peninsulares. El
poeta republicano portugués Antero de Quental, por ejemplo, sostuvo en
1871 que la causa de la decadencia de los pueblos peninsulares eran la
monarquía, la confrarreforma católica y la expansión ultramarina. Y como
alternativa a ello, propuso un republicanismo ibérico municipalista,
federal y anticolonial.
Estas ideas se han mantenido vivas, de un modo otro, con las
diferentes corrientes de solidaridad que en América recibieron a
exiliados del franquismo y de la dictadura de Salazar, o que más tarde,
recibieron a perseguidas o víctimas de las dictaduras latinoamericanas
de finales del siglo XX. Son las mismas redes republicanas que hoy
siguen denunciando los desmanes belicistas de Donald Trump o los
vínculos de Jair Bolsonaro, Iván Duque o Sebastián Piñera con las
derechas neocoloniales españolas.
En realidad, el internacionalismo, el antirracismo y el
anticolonialismo deberán ser principios irrenunciables del
republicanismo democrático en este tiempo de pandemias. Para denunciar,
una y otra vez, la falsedad y los privilegios mezquinos que esconden los
discursos nacionalistas racistas, xenófobos y belicistas (el artículo 6
de la Constitución republicana de 1931 renunciaba a la guerra como
instrumento de política exterior). Y también para mostrar que solo la
cooperación internacional y el intercambio de saberes, información y
recursos, pueden evitar la desaparición de la humanidad a causa de
nuevos virus, de una emergencia climática irreversible o del uso de
armas de destrucción cada vez más letales.
Recordar para construir un republicanismo del siglo XXI
Nada de esto puede darse por descontado. Hoy como ayer, el
republicanismo democrático sigue teniendo al frente poderosos
adversarios. Defender lo público, lo común; acabar con las prebendas
fiscales de las grandes fortunas; garantizar ingresos básicos a todas
las personas; avanzar en justicia social y ambiental; asumir sin
retórica las exigencias del movimiento feminista; reforzar el
municipalismo y el pluralismo nacional. Todo eso exige remover
privilegios arraigados que no se ceden de la noche al día. Ni siquiera
en tiempos de pandemia.
La falta de aliados internacionales, la respuesta mezquina de las
élites europeas, siguen siendo obstáculos formidables. Y también la
cerril oposición interna, que incluye a las empresas del IBEX, a los
grandes rentistas y a derechas cerriles, capaces de contemporizar, aun
hoy, con el pasado absolutista e imperial, o con la dictadura
franquista.
Esta es la trama –en la que la Monarquía borbónica sigue siendo una
pieza central– que las fuerzas republicanas deben deshacer. Con sentido
de la responsabilidad y renunciando a un sectarismo que pondría las
cosas fáciles a los nuevos heraldos del odio y del privilegio. Pero
también con audacia, con valentía, con sentido autocrítico, conscientes
de que no hacer lo suficiente, o llegar demasiado tarde, sería el camino
directo a la propia tumba.
Que este 14 de abril sirva para aprender de los errores. Que sirva
también para levantar, aunque sea en los balcones, los anhelos plurales
del republicanismo democrático, del pasado y del futuro. Y que sirva
–¡cómo no! – para recordar a los más jóvenes, como pedía Max Aub, que
aquellas republicanas y republicanos que nos precedieron en su lucha
"rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos,
esperanzados en escapar", eran lo mejor del género humano
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