Recuperar el relato de la historia
Juan Manuel Aragüés
Que el papel lo aguanta todo es una expresión habitual de nuestro
idioma. Con ella queremos poner de manifiesto la a veces evidente
distancia que existe entre una declaración, una posición política, una
propuesta, y el perfil o intenciones de quien la enuncia. Como el papel
va perdiendo, a marchas forzadas, el privilegio comunicativo que en
otras épocas tuviera, bien podríamos decir que esa capacidad de aguante,
de sostenimiento, se extiende por igual a todo discurso público. Cada
vez, en esta época de la posverdad, constatamos con mayor frecuencia la
propensión fabulatoria de buena parte de nuestros actores sociales y
políticos, atentos, en todo momento, a construirse el discurso que más se ajuste a sus necesidades,
aunque este poco tenga que ver con la realidad. Y hacer hegemónica una
mirada sobre la realidad garantiza la eficacia política de quien la
detenta.
En los últimos años, la derecha española, en sus diferentes
versiones, ha perdido buena parte de los complejos que arrastraba desde
la Transición y ha comenzado a retirar todos los velos que cubrían su
visión del mundo. Tras jugar durante un tiempo al juego del centrismo,
como modo de adquirir legitimidad democrática, ha abandonado ese campo
para regresar a un discurso profundamente reaccionario que, en muchas
ocasiones, no oculta sus querencias franquistas. La
crisis territorial que estamos viviendo ha ayudado mucho en esa
dirección. Pero hay un campo, el de la historia de España, en concreto
el período de la II República y de la Guerra Civil, en el que la derecha
ha mantenido un discurso constante que los sectores progresistas de
este país no han querido, o sabido, afrontar y que, entiendo, están
detrás de muchas de las posiciones que en la actualidad la extrema
derecha puede defender con una cierta aquiescencia social.
En efecto, la derecha, cuyo cordón umbilical con el franquismo
siempre se ha mantenido activo, ha presentado el período de la II
República como un episodio de caos, de violencia y desgobierno que
desembocó, de modo casi necesario, en una intervención militar cuyo
resultado fue el restablecimiento de la paz social en el país, aunque
para ello fuera precisa una desgraciada Guerra Civil en la que, dicen,
"ambos bandos cometieron barbaridades", como ocurre en toda guerra,
añaden. Se convierte, de este modo, la primera experiencia democrática
seria de nuestro país, con innegables logros políticos, sociales y
culturales, en una época sobre la que pasar de puntillas y cuyo recuerdo resulta, incluso, incómodo. Y la Guerra Civil en un juego de equidistancias en el que no merece la pena entrar.
Y así, mientras para la II Guerra Mundial nos queda muy claro dónde se
encontraba la defensa de la libertad, cuando de la Guerra Civil se habla
esta perspectiva desaparece por completo. Desde mi punto de vista, ese
relato histórico, a pesar de nuestros tiempos democráticos, no ha dejado
de ser hegemónico.
Recuerdo mis años de escolar. Cuando Franco muere, yo contaba diez
años. Y recuerdo mi estupor cuando en casa, antes de la muerte del
dictador, se me explicó que la Guerra Civil la había provocado un golpe
de Estado encabezado por Franco. Tal como se me habían explicado las
cosas en el colegio, yo había entendido que Franco siempre había sido la
autoridad legítima y que la guerra la provocan quienes se sublevan
contra él. Recuerdo también haber hablado de la cuestión con algún
compañero de clase y cómo me contestó que Franco había traído la paz a
España. Paradójico que quien provocó una guerra sea presentado como pacificador. No es de extrañar, claro, que la escuela del momento, como aparato
ideológico de la dictadura, transmitiera esa versión falseada de la
realidad histórica. Lo sorprendente es que, consolidada la democracia,
la versión hegemónica de ese momento histórico no fuera en exceso
diferente de la que transmitía la escuela franquista.
No es de extrañar que la derecha, con el respaldo de ciertos sectores
sociales cargados de ingenuidad, nos haya repetido que no hay que mirar
al pasado. Evidentemente, no les interesaba revisitar un pasado cuyo relato habían hegemonizado y popularizado. Ya lo decía Walter Benjamin, la historia la escriben siempre los vencedores y algunos, en este país, no han dejado de vencer.
Pero lo que aquí planteo no es un problema historiográfico, sino
político. Y muy serio. Porque esa hegemonía en la interpretación de la
historia da alas a Vox para utilizar un discurso guerracivilista en el
que el peligro son los socialcomunistas en el gobierno a los que se
acusa, incluso, de dar un golpe de Estado o de practicar una "feroz
eutanasia" con los ancianos, mientras la extrema derecha se presenta como defensora de la Constitución. El mundo al revés, en efecto, pero no tan al revés para aquellos que han aceptado el relato del caos izquierdista de la II República y el restablecimiento del orden, la paz y la ley por parte de Franco.
Delirios que, sin embargo, forman parte del sentido común de una parte
de la población española.
Está claro que llegamos con enorme retraso, porque una izquierda en exceso timorata no supo reivindicar una parte del pasado y explicar las atrocidades de otra. Parar
a la extrema derecha pasa, también, por generar otra visión hegemónica
de nuestro pasado que impida a quienes destruyeron la democracia
presentarse bajo la piel de cordero de defensores de la Constitución. Porque cuando se quiten la piel de cordero puede que ya sea demasiado tarde.
Fuente → infolibre.es
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