Los vivos y los muertos
 

Los vivos y los muertos
María Torres Celada

En 2014, Gérard Streiff, periodista, ensayista y escritor, recibió el encargo de la editorial francesa Arcane 17 de pilotar un libro con motivo del cuarenta aniversario de la muerte de Franco. Contactó conmigo, invitándome a participar en él. 

Jamás me había planteado escribir sobre este siniestro personaje, desconozco la lengua francesa y no soy lectora de novela negra, pero la idea era tan atractiva que no pude rechazar la invitación. Me inventé una trama donde reflejo la terrible historia de este país desde que Franco decidió no respetar la legalidad republicana. Un relato con vencedores y vencidos, con muertos y con vivos, cuyo final, sin duda, hubiera agradado a muchos.

El relato Los vivos y los muertos, que inicialmente iba a tener el título de Mano de Santo, fue traducido al francés por Ricardo Montserrat, hijo de republicanos españoles, y publicado en el libro FRANCO LA MUERTE, veinte relatos contra el olvido, presentado en la Fête de l’Humanité de París en septiembre de 2015. 

A mi abuelo,
víctima de la represión franquista

«Cierro los ojos para ver más hondo
y siento
que me apuñalan fría,
justamente,
con ese hierro viejo: la memoria
»
Ángel González

   
El inspector Alcántara sacó una llave del bolsillo de su chaqueta, abrió el escritorio y cogió un sobre de su interior. En la parte frontal, en dos líneas paralelas de cuidada caligrafía, se leía: Inspector Francisco Alcántara. Personal. Alto secreto. Contenía las instrucciones de su próximo caso y le había sido entregado por el Comisario Cabañas dos horas antes. Cuando terminó de leer el par de folios que se alojaban en el sobre lo primero que pensó fue renunciar al encargo, pero sabía que no podía hacerlo. Era un buen policía, respetado por sus compañeros y superiores que no había dejado un caso sin resolver. Contaba con una mente lúcida y analítica y un sentido común que le hacía destacar del resto de los inspectores. Su riguroso trabajo en la Brigada de Investigación Criminal, le había hecho merecedor de la medalla de plata al mérito policial un año antes. 

Pertenecía al Cuerpo General de Policía desde el final de la Guerra. Su defensa de la patria contra la barbarie roja y la influencia de su amigo Antonio Camacho, fueron los únicos méritos de los que se valió para ingresar en el Cuerpo. Pasó sin dificultad el exhaustivo informe de fidelidad.

Se alegraba de no haber dado con sus huesos en la Brigada Político-Social, pues aunque se le iba la mano de vez en cuando con algún delincuente, carecía de agallas para romper el cuerpo y el alma de nadie, por muy marxista que fuera.

Tenía dos años cuando llegó a Madrid desde Extremadura. Su padre, huyendo del hambre de jornalero, comenzó a ganarse la vida como limpiabotas. Conservaba pocos recuerdos de él ya que falleció antes de que cumpliera tres años. Su madre lavó, planchó y cosió ropa de media ciudad para sacarlo adelante. Apenas fue a la Escuela y a los ocho años ya trabajaba como chico de los recados y recogía colillas de las calles, convirtiendo la venta del tabaco que contenían en un dinero extra que llevar a casa.

Cuando estalló la guerra le llevaron a fortificar Madrid y más tarde fue llamado a filas, incorporándose al Ejército republicano donde le enseñaron a leer, a escribir y llenaron su cabeza con unas briznas de cultura. Una noche, harto de pasar hambre y frío, de convivir con piojos y miedo, salió de la trinchera para escapar de aquel infierno. Dos horas después se encontraba en posiciones franquistas, así que levantó los brazos y a gritos avisó que se pasaba voluntariamente de bando. La primera noche con el que hasta hacía pocas horas era el enemigo nunca la olvidaría. Cenó alubias con chorizo y tocino.

Francisco Alcántara nunca tuvo otro ideal que no fuera sobrevivir. Por eso, cuando no le quedó más remedio que ser soldado del ejército franquista y seguir pasando el mismo frío, el mismo hambre y el mismo miedo que cuando lo era del republicano, lo aceptó como había aceptado todo en su vida. Nunca pudo elegir y tampoco se planteó la posibilidad de hacerlo, ni tan siquiera cuando le propusieron alistarse en Falange.

Guardó las instrucciones en el sobre y recordó las palabras con las que le despidió el comisario en la puerta del despacho:

—No me defraude Alcántara. No me defraude.

*

Eran las ocho de la mañana del día siguiente cuando su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco, Victorioso Caudillo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, se encontraba en su despacho privado. Acariciaba una raída pluma de ganso traída de Salamanca, donde había sido utilizada para firmar cientos de condenas a muerte. Ya no la usaba para tal menester, pero le gustaba conservarla. Ahora las firmaba con una pluma alemana regalo del Führer y escribía de su puño y letra el enterado y el método: fusilamiento o garrote. También decidía qué ejecuciones debían ser publicitadas para que sirvieran de escarnio. El General era un hombre implacable hasta la crueldad que recurría a la violencia más descarnada. La máquina de matar trabajaba sin descanso y el quinto mandamiento «No matarás» fue sustituido por «Matarás con justicia» para justificar la represión institucionalizada.

El centinela de Occidente, cuyo nombre era Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde estaba angustiado. Un miedo intangible, pero tan real como la conspiración masónica-izquierdista en contubernio con la subversión comunista-terrorista, le impedía conciliar el sueño desde hacía tres meses. Se sentía espiado en la paz de su hogar, los objetos cambiaban de sitio por arte de magia, escuchaba voces, insultos, pasos, llantos y gritos desgarradores. Transmitió su preocupación a su consejero espiritual y confesor, que le recomendó buscara refugio en la oración. Antes de llegar al poder el Caudillo carecía de pasión religiosa, pero tras la victoriosa cruzada decidió echarse en brazos de la Iglesia, que no dejaba de rendirle pleitesía.

En su último viaje a Galicia, además de pescar un imponente salmón de torso plateado y degustar lacón con grelos, había consultado en secreto a una bruxa, como se llaman en aquella tierra a las que hacen el bien y son capaces de deshacer los conjuros y el mal de las meigas. La bruxa, una mujer tan entrada en años como en carnes y experiencia, le preparó un amuleto de azabache compostelano, ámbar, castañas pilongas y cuernos de vacaloura, advirtiéndole que la justicia y el sentido de la equidad siempre estaban de parte de las bruxas, pero la injusticia no se apartaba nunca de las meigas.

No era la primera vez que el glorioso caudillo buscaba asesoramiento en videntes. En Tánger, un cabalista y judío sefardita le confeccionó el «Víctor», símbolo elegido como talismán protector. Durante la guerra de África le gustaba frecuentar a una hechicera magrebí de nombre Mérsida, y en España, Ramona Llimargas, una monja bilocada, se convirtió en su consejera hasta que desapareció en 1940.

El caudillo rezaba cada noche el rosario en compañía de su esposa. Después se arrodillaba con gran devoción en un oratorio de palo santo que en la parte superior sostenía una urna de cristal con las puertas abiertas. Dentro de la urna se encontraba su talismán de la suerte: La mano (izquierda) incorrupta de Santa Teresa de Ávila, una pieza de plata dorada con incrustaciones de piedras preciosas de la que nunca se separaba y a la que pedía siguiera guiándole en la conducción de la Patria como lo había hecho desde que llegó a su poder de forma milagrosa en 1937.

Ni el amuleto ni los rezos le aportaban tranquilidad. Pensaba que un hombre que había conducido a la patria al más alto de sus destinos gracias al poder recibido por Dios para gobernarla no podía haber perdido la razón, por lo que descartada por él mismo la enfermedad mental, y no siendo capaz de encontrar una explicación a los desagradables sucesos que le causaban tanto malestar, intentó relajarse con una de sus aficiones favoritas: la pintura. Fernando Álvarez de Sotomayor, director del Museo del Prado, era su maestro.

«La espada más limpia de Europa», apelativo con que le distinguió Pétain tras la batalla de Alhucemas, aumentó el número de salidas a los montes de El Pardo. Unos días cazaba, otros pintaba paisajes o piezas de caza. Mientras esto sucedía, los papeles se iban amontonando en su escritorio. Lo único que llevaba al día eran los extensos consejos de ministros y la firma de las sentencias de muerte.

«No hay mal que por bien no venga», se decía el hombre que había acumulado en su persona las más altas dignidades del Estado, pero nada aplacó su desasosiego. Necesitaba identificar esa voluntad oscura, perversa y dañina que le intranquilizaba e impedía dormir. Él era España, y cualquier ataque a su persona era un ataque a la Patria.

Desesperado había contactado con el Comisario José Cabañas, hombre de absoluta confianza, compañero de combates en África y en España, quien le manifestó que no se preocupara y dejara el asunto en sus manos.

Dedicó los quince minutos que quedaban para la llegada del inspector Alcántara a ojear el ABC, su periódico favorito desde que a raíz de su boda le llamara el joven caudillo.
*
El inspector Alcántara se había levantado temprano tras una noche de insomnio. Presentaba un aspecto tan desmejorado que le hacía parecer mayor de lo que era. Se tomó el primer café de la mañana y encendió un primer cigarrillo, al que siguieron otros en un intento de controlar la presión que le suponía presentarse ante el Caudillo. No había podido negarse. Las órdenes del comisario habían sido tajantes:

—No puedes negarte Alcántara. No me defraudes pues confió en tu capacidad para resolver este asunto. Está en juego tu carrera profesional y que el pasado de tu esposa duerma para siempre en mi archivo o salga a la luz.

Alcántara conoció a Dolores a los dos meses de ingresar en la Policía. Era una mujer poco agraciada y de buen corazón. Tras un breve noviazgo se convirtió en una abnegada esposa y madre de sus dos hijos. Había nacido en un pueblo de Cuenca. Su padre, afiliado a Izquierda Republicana fue Alcalde electo en 1931. Detenido tras la guerra, encarcelado en la Prisión del Seminario de Uclés, sería fusilado en 1939 y enterrado en una fosa común de la que ya no saldría nunca. Dos de sus hermanos no corrieron mejor suerte. Esteban combatió con el Ejército Republicano y consiguió pasar a Francia en febrero de 1939, para regresar después y unirse a la guerrilla antifranquista. Fue asesinado por la Guardia Civil en 1941. Jacinto fallecería en 1940 en la cárcel provincial de Cuenca debido a las palizas recibidas por sus carceleros.

Mientras se dirigía al Palacio de El Pardo, Alcántara no dejaba de pensar en las palabras del Comisario. El pasado familiar de su esposa era desconocido para él hasta pocos días antes de su boda con Dolores, cuando ésta le informó que nadie de su familia les podría acompañar en la ceremonia del matrimonio.

Una pareja de la guardia mora a caballo, ataviada con uniforme de gala, flanqueaba la entrada a la residencia del salvador de España. Alcanzó a divisar otra pareja de lanceros armados en las garitas y una tercera a pie, que portaban un Máuser de 1943. Pasionaria les denominó como «pezuña fascista», pero eso Alcántara, claro está, lo desconocía.
*
Franco escuchó el taconeo de los pasos de los guardias que acompañaban al ujier con librea y al visitante. Cerró el periódico, se acomodó en su sillón tras la mesa del escritorio y esperó clavando su mirada en la puerta que comenzaba a abrirse.

—Acérquese Alcántara. He leído su inmejorable expediente. Debería estar usted en la Brigada Político-Social.

El inspector Alcántara se encontró frente a un hombre de escasa estatura y voz aflautada. Su mirada era de hielo y le incomodaba sostenerla, por lo que en los primeros segundos desvió su atención hacia una inmensa bola del mundo, idéntica a la que mostraba Chaplin en «El Gran Dictador».

—He sabido que combatió valientemente en la Guerra.

—Si excelencia.

—Cuando se lucha, se muere y se defiende España como la han defendido y la siguen defendiendo los falangistas, requetés y soldados, hay una raza y hay un pueblo.

—Así es excelencia.

—¿Perdió a algún familiar en la cruzada?

—A mi madre y mi única hermana. Fallecieron en un bombardeo de Madrid cuando yo me encontraba en el frente.

—Los rojos no paraban de bombardear objetivos civiles —se apresuró a responder el dictador—, produciendo muchas pérdidas humanas. Algo irreparable.

Alcántara asintió con sorpresa, pues sabía que los republicanos nunca habían bombardeado Madrid.

—El Comisario ya le ha puesto en antecedentes. Es urgente que desentrañe lo que está ocurriendo. Los culpables pagarán con todo el peso de la Ley.

—Si excelencia.

—He de decirle que Doña Carmen no está al corriente. Actúe con discreción y comience ahora mismo. Un guardia le acompañará y le brindará lo que necesite.

Cuando Alcántara se dispuso a salir del despacho dos fotografías llamaron su atención. En la primera se veía un hombre y una mujer colgados por los pies. En la segunda creyó distinguir al rey Alfonso XIII ataviado son sombrero en un puerto marítimo.

—Son Mussolini y Clara Petacci muertos —le aclaró el Caudillo—. El otro es el Rey Alfonso XIII en el muelle de Marsella camino del exilio. Si quieren echarme tendrá que ser así —dijo señalando la imagen del dictador italiano— porque yo al exilio no pienso irme nunca. No olvide que España es una unidad de destino en lo universal.

—¡Arriba España! —gritó Alcántara— mientras su brazo derecho se extendía siguiendo el movimiento de su mano.

—Usted céntrese en su trabajo y haga como yo, no se meta en política. ¡Arriba España! —respondió el Caudillo poniéndose en pié y mostrando unos toscos zapatos Segarra—. Espero su informe en tres días. Si no es capaz de solucionarlo en ese plazo, es posible que su Comisario reciba la visita de uno de mis motoristas.

Alcántara abandonó el despacho preguntándose a qué se refería el «hombre providencial» cuando aludía al envío del motorista. Desconocía que se trataba del repartidor de los ceses de Franco.
*
Pasó el día inspeccionando las habitaciones privadas del generalísimo y su esposa. Custodiadas por guardias armados, se encontraban aisladas del resto de las dependencias, situadas en lo más profundo del Palacio. Daban a un sombrío patio central que también contaba con vigilancia y en el que no se escuchaba ni el trinar de los pájaros. A las mismas solo tenían acceso un par de camareras del servicio. Le sorprendió el dormitorio matrimonial de paredes ensedadas y oscuros muebles cubiertos de relicarios. Fijó su atención en la urna de cristal que contenía una mano de oro cubierta de anillos con piedras preciosas. Le pareció ostentosa y de mal gusto. Contiguo al dormitorio se encontraba un vestidor de paredes blancas repleto de vitrinas en cuyo interior se encontraban los trajes y condecoraciones de Generalísimo. Era imposible que alguien pudiera acceder desde el exterior. De pronto una leve sonrisa brotó de sus labios al pensar que en las habitaciones de Franco no podría entrar ni Dios.

En las estancias reinaba un aparente silencio, pero cuando prestó más atención, notó que no era un silencio habitual, sino un ruido sordo y persistente, como un zumbido.

No disponía de tiempo para interrogar a las 264 personas del servicio. Se centró en dos camareras, las únicas que tenían acceso a las dependencias privadas. Comenzó interrogando a Isabel, mujer de mediana edad. Su discreción era una barrera infranqueable. Aparte de los cometidos que realizaba, no pudo averiguar nada de importancia. Antonia era más joven y también más habladora. Le dijo que ellas eran las encargadas de la limpieza y de cuidar que todo estuviera dispuesto para los Señores. Le confirmó que tan solo ellas accedían a las habitaciones y excepcionalmente algún mayordomo.

—¿Ha escuchado o visto usted en estas últimas semanas algo  que le llamara la atención?

—No señor —respondió Antonia— Hay demasiado silencio en estas estancias, aunque hay días que parece que los muertos andan entremezclados con los vivos.

—¿Que quiere decir?

—Nada señor, cosas mías. No me haga usted caso.

Después interrogó al cuerpo de Mayordomos que respondieron a todas sus preguntas con monosílabos: si, no, puede, tal vez, nunca. Cuando se dispersaron se aproximó a uno que le había llamado la atención pues no había abierto la boca pero acompañaba con gestos las respuestas de sus compañeros.

—¿Me podría decir su nombre, por favor?

—Ángel del Sanz, señor —respondió—.

—¿Ha escuchado o visto usted en estas últimas semanas algo  que le haya llamado la atención?

—No señor, solo que —dudó en continuar la frase— he oído que hay una avalancha de peticiones de clemencia, ya sabe usted, de condenados a muerte.

—¿Y? —le interpeló Alcántara—.

—Lástima que a mi padre no se le diera ni tan siquiera esa oportunidad.

—¿Cómo dice? —preguntó Alcántara sin entender a que se refería—.

—Olvídelo, solo que cuando me cruzo con el Glorioso Caudillo me gustaría preguntarle si tan malo fue mi padre para que lo mandara a morirse a un campo de concentración.

Alcántara despidió al Mayordomo y se dirigió a inspeccionar el exterior del Palacio, así como los accesos al mismo. Las palabras del mayordomo le acompañaban en su trayecto. Se preguntó si los miembros del servicio del Generalísimo contaban con informe de fidelidad.

Eran las once de la noche cuando regresaba a casa agotado y sin tener muy claro que estaba buscando ni como plantearía la investigación al día siguiente. Antes de llegar a su humilde vivienda alquilada del barrio de Lavapiés, se pasó por el bar de Manolo. Se acercó a la barra y pidió un vino. En ese momento percibió la figura del padre Juan, un jesuita todo corazón que empleaba su tiempo ayudando a las familias del barrio.

—¡Venga padre!, acompáñeme que le pido un vino.

—Que mala cara tienes Francisco —le respondió mientras se sentaba a su lado—. ­

—Si yo le contara padre.

—Pues cuéntame. Estoy para escucharte y ayudarte si está en mi mano.

—No puedo. El caso que me trae de cabeza es muy secreto.

Un segundo vino hizo que en Alcántara se abriera la necesidad de hablar.

—Padre, ¿Usted cree que hay días en que los muertos andan entremezclados con los vivos?

El padre Juan intuyó que algo no iba bien. El inspector era un hombre seguro, entero, con una lógica de hierro que pocas personas poseían.

—Me gustaría ayudarte pero tengo que saber de qué se trata. Y a tu pregunta te respondo que a veces los muertos no nos abandonan del todo. A veces siguen entre los vivos buscando justicia.

—No puedo contárselo padre. ¡Ojalá pudiera!

—¿Y si me lo cuentas en confesión? De esa forma no vulnerarás tu secreto.

Bajo secreto de confesión el inspector Alcántara relató al padre Juan todo lo ocurrido desde que el Comisario le entregara el sobre. El sacerdote permaneció varios minutos en silencio, tras los que le comentó que si el caso obedecía a un fenómeno sobrenatural, tal vez ...

—Tengo un compañero jesuita que puede ayudarte. Utiliza medios no muy convencionales, pero no pierdes nada intentándolo. Todos acudimos a él cuando perdemos algo. Es un experto en radiestesia, capaz de encontrar cosas, personas, agua o echar a los demonios.

—¿Que es la radiestesia?

—Digamos que es la sensibilidad especial para percibir ciertas radiaciones. No te preocupes. Ahora podemos ir a verle y él te lo explicará todo.

Cuando el inspector Alcántara se encontró con el jesuita José María Pilón lo primero que pensó es que era demasiado joven para confiar en él y más aún para que pudiera ayudarle, pero la seguridad que desprendía le animó a ponerle en antecedentes.

El jesuita le escuchó con atención y con mirada compasiva, y cuando Alcántara terminó su relato le respondió:

—Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido. Primero hay que descartar que no se trate de "fenómenos normales", pero ante la imposibilidad de comprobarlo por mi mismo in situ, necesitaré un plano de las dependencias de El Pardo.

Alcántara dibujó con el máximo detalle que fue capaz la distribución de las distintas habitaciones que había recorrido el día anterior. Cuando entregó el dibujo al jesuita comprobó que en su mano derecha sujetaba un péndulo que acto seguido situó por encima del plano.

—¿Me podría explicar que está haciendo? —Preguntó Alcántara—.

—Un radiestésico no siempre necesita desplazarse al terreno para realizar una exploración. Basta con pasear el péndulo sobre el plano para obtener señales —le aclaró—. La energía espiritual de las ánimas puede transformarse en ondas de radio por una especie de ósmosis. Se trata de una compenetración de los campos electromagnéticos psico-espirituales.

Una hora después, el jesuita recogió el péndulo, dobló el plano cuidadosamente y tras unos minutos de reflexión le dijo al inspector Alcántara:

—La muerte iguala a los hombres. Debería centrar la atención en el dormitorio del Caudillo. Nada más puedo decirle.

Un perplejo Alcántara salió a la calle en busca de aire fresco. Cuando estaba a punto de volver al bar de Manolo a tomar otro vino, la cordura le aconsejó que sería mejor irse a dormir.

*

Unas horas antes en el Palacio de El Pardo, un silencio cartujo acompañaba a la tortilla francesa de la cena de sus excelencias. No apreciaban la buena mesa. Cuando se jubiló la cocinera, se encargó a los guardias la elaboración del menú que se resumía en un rancho cuartelero. El hombre que regía los destinos de España tenía tendencia a engordar, algo que no combinaba bien con su pequeña estatura.

Carmen Polo, «la Señora», observaba a su marido que cada día estaba más taciturno. No dormía bien y había perdido el interés por la lectura nocturna. Tal vez estuviera preocupado por la pertinaz sequía, o por algún contubernio contra la Patria, pensó.

Adoraba a su esposo aunque fuese un hombre sin inquietudes intelectuales y tuviera un carácter adusto, pero carecía de nervios y nunca se quejaba de nada. Le admiraba por su ambición, disciplina y autoridad. La única pasión que le había conocido era la del mando.

Fue su primer y único novio. Ella tenía 15 años y la boda hubo de aplazarse en dos ocasiones por exigencias del servicio a la Patria. Vivieron felices hasta que llegó la República y con ella el cese de su marido en la Academia Militar de Zaragoza. Odiaba a Azaña que fue el responsable. Lástima que la Gestapo no pudiera detenerle para darle su merecido.

Tampoco le caían en gracia los compañeros de armas de su esposo, quienes le denominaban el hombre «sin miedo, sin mujeres y sin misa». Con lo que a él le gustaba presentarse bajo Palio. Y aquellos generales que llegaron a apodarle «Mis Islas Canarias» porque decían que se dejaba cortejar en vísperas del glorioso 18 de Julio. El destino quiso que uno a uno fueran desapareciendo. Sanjurjo, Goded, Mola, y Queipo de Llano pasaron a mejor vida.

Odiaba a los marxistas, a los masones, a los judíos y a Evita Perón. Jamás olvidaría los dieciocho días que estuvo de visita oficial ataviada de cabaretera. Despreciaba la forma que tenía de denominar a los productores, utilizando palabras como obreros o descamisados.

Sabía que no era cristiano sentir odio y menos en ella, mujer de misa diaria y triple rosario, que soñaba con ser monja en su juventud y que había impuesto, con sumo amor y respeto hacia su marido y el beneplácito de éste, el nacional catolicismo en España. Esa era la obra de la que se sentía más orgullosa, además de su colección de joyas y antigüedades.

*

El invicto Caudillo estaba insomne. El hombre que gobernaba España como un cuartel no era capaz de controlar su agitado pulso. Bajo la almohada reposaba el amuleto de la bruxa. Doña Carmen, descansaba en la cama de al lado.

El «timonel de la dulce sonrisa» tenía miedo a dormirse. La noche anterior había sentido como si alguien le rozara el cuello. Intentaba abandonar estos pensamientos recordando que la providencia divina lo había colocado a la cabeza de España para que pudiera desempeñar su cometido salvador. Aún había mucho por hacer. Había asumido la más absoluta autoridad de la que debía responder ante Dios y ante la Historia.

Sus pensamientos le llevaron a un tiempo pasado en Marruecos y le fue abrazando el sueño. Quiso la fortuna que fuera un sueño profundo.

*

Doña Carmen se despertó temprano. Agarró el rosario y comenzó su rezo. Antes de terminar el tercer misterio comprobó que su esposo seguía dormido. Reanudó la oración. Cuando terminó con todos los padres nuestros, avemarías y glorias que contenían las cuentas del rosario, se incorporó de la cama. El Caudillo seguía en la misma posición. Pensó en despertarle pero decidió dejarle descansar. Pobre Paco —se lamentó—. No había tenido un momento de tranquilidad desde hacía muchos años. Ni tan siquiera en los días de asueto que pasaban en el Pazo de Meirás.

La Señora (de Meirás) se había encaprichado del santuario literario de Emilia Pardo Bazán. Un día de junio de 1938 hizo una visita al deshabitado Pazo. Registró cajones, estantes y resquicios, y mando prender fuego a los papeles de la escritora. Total —se dijo— no creo que a nadie le interesen esas cartas subidas de tono que se cruzaba con Galdós.

Ese mismo año las autoridades de La Coruña decidieron "cederlo" a la familia Franco para que el invicto Caudillo descansara en la tierra que lo vio nacer de la ingente tarea de conducir a los Ejércitos Nacionales a la victoria. Lo que desconocía Doña Carmen, o tal vez no, es que más de ochocientas familias fueron obligadas a realizar una aportación "voluntaria" para la compra y reconstrucción de la finca Torres de Meirás.

Abandonó sus pensamientos al mismo tiempo que el dormitorio matrimonial con la idea de que en cuanto se despertara su marido le propondría tomarse unos días de descanso en el Pazo. Estaba a punto de llegar la primavera y era una fecha idónea para disfrutar de aquel entorno.

*

Francisco Franco estaba tendido en la cama cubierto por la sábana y una gruesa colcha adamascada. Parecía dormido, pero no lo estaba. Aferrada a su cuello se encontraba la mano incorrupta de Santa Teresa, de la que resbalaban unos tenues hilos de sangre.

Antes de que una de las camareras entrara en la estancia con el desayuno de su excelencia y descubriera el cuerpo inerte de quien había gobernado España a sangre y fuego, la mano de la santa, satisfecha por el deber cumplido, había regresado a su pequeña urna de cristal.

María Torres Celada
Franco la muerte. Les Éditions Arcane 17, Paris 2015


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