Fake news y el nuevo fascismo: todo es verdad
 
Fake news y el nuevo fascismo: todo es verdad
Guillem Tusell
 
El lenguaje oculta una paradoja: podemos decirlo todo; sin embargo, nunca decimos algo del todo. Decimos el decir (el habla, habla), pero no decimos completamente la cosa; ni siquiera decimos, completamente, la emoción o sentimiento que ésta genera o que recae sobre ella. Incluso, como sujetos, como “aquél que dice”, percibimos que no podemos decirnos ni a nosotros mismos. Este espacio, esta distancia, suele dar lugar para el arte, pero no siempre: también permite el engaño. Steiner nos recordaba que la palabra león <<no ruge ni defeca>>. Si nos adentramos en el lenguaje, si nos sumergimos en su sentido y significado, apreciamos que este pretende ser un sustitutivo de lo nombrado. Pero, entre aquello decible y lo dicho, siempre hay ese espacio, una distancia que ocupa el silencio. Este silencio, este pequeño vacío entre el decir y aquello a lo que pretende substituir el decir, es insalvable. Se puede rodear, se puede intentar “decir el silencio”, pero no nos queda más remedio que ignorar esa distancia. Parte de la utilidad del lenguaje se basa en ignorar su insuficiencia, ignorar la imposibilidad de suplantar lo que “es”.

Esta utilidad es la misma que nos lleva a ignorar la distancia entre nuestra percepción y la realidad. Miramos una mesa y decidimos ignorar el conocimiento que nos habla de esos espacios vacíos entre molécula y molécula, y que contribuyen a darle forma. Pero, ¿qué forma? Vemos el relieve de la mesa liso, aunque sepamos que un simple microscopio pondría, como mínimo, en duda la forma que lo vemos y sus características. También, cualquier frase que decimos a lo largo de un día, cualquiera de ellas, alzaría las mismas dudas si la analizásemos con ese microscopio: un simple “buenos días”, no significa buenos días. Recuperando la mesa, se puede decirla desde otro lenguaje, sea matemático o científico. Es un lenguaje que se refiere exclusivamente a lo comprobable y que, más allá de esto, solamente le queda decir “no sé”. Lo científico no teme el desconocimiento, vive de él. Estos días de pandemia puede comprobarse. Acostumbrados a políticos y tertulianos que lo saben todo, que siempre tienen algo que decir, que añadir, muchos científicos (¡jamás se había entrevistado tantos científicos!) no tienen ningún tipo de rubor en decir “no sé”. Es como un jarro de agua fría sobre una sociedad acostumbrada a que se diga todo sobre todo, a que se sepa siempre todo (“alguien” siempre habrá que lo sepa), a llenarlo todo con palabras.

Así pues, tanto la ciencia, como el sentido común, como el lenguaje mismo, nos indican sus limitaciones. No obstante, también puedo afirmar que el lenguaje puede decirlo todo: la combinación de palabras en frases permite al hablante un discurso infinito. Uno podría hablar, empezar a decir, fijándose un horizonte final, pero, si viviera eternamente, iría devorando un horizonte tras otro. El decir, como un haz de luz formado a su vez por partículas o fotones (palabras) y de ondas (frases) surca indefinidamente por el espacio si no topa con un cuerpo, ese receptor que acumula y discierne lo dicho.

Podemos decirlo todo, porque podemos decir <<el león ruge y defeca>> y también <<el guisante alado sonreía saltando dentro de la trompa de una escalera submarinista>>. Todo sería, así, decible. Que el lenguaje, por un lado, no pueda decir algo sino apenas pretender reemplazarlo aproximadamente, y por el otro, que pueda a su vez decirlo todo, parece que nos pueda conducir a una inoperancia total. Son dos extremos que podríamos considerar incompatibles. De todos modos, no pensamos en una distopía en la cual el humano llegue a ser “aquel animal que una vez habló”, ni tampoco que todo acabe siendo una perorata abstracta desprovista de un humano detrás (aunque esto último, no lo olvidemos, hoy técnicamente ya es posible).

No nos queda más remedio que reconocer, acercándonos a una candidez con tintes volterianos, que el equilibrio nos lo da la confianza. La confianza en que el decir se aproxime el máximo a ese vacío que envuelve lo decible (y que, recordemos, en el fondo es in-decible).

<<Hola, Penélope. Ayer me compré un coche rojo>>. No solamente confiamos en que ella se llama Penélope, sino en que aquel o aquella que dice, no robó antes de ayer una moto azul. Cualquier frase descansa sobre una confianza de verdad. Sin esa confianza, no hay información que valga. Y, toda frase o palabra, en primer lugar, es información (ni que sea, simplemente, la información de ese decir). Confiamos en que lo dicho se aproxime el máximo posible a la realidad, pero no tal como es, sino como la percibimos (recuerden la mesa y sus moléculas). Y aparece una segunda confianza, que es la de no ser engañados: confiar en que, el que dice, se refiera también a su percepción de la realidad. Es decir, si ese hablante viera todos los autos rojos como motos azules, simplemente estaría usando otro código, y este sería traducible (pero continuaría siendo un ladrón). Si no es el caso, se quiebra la confianza en no ser engañados. El engaño, que en el ámbito del lenguaje es la mentira, anula la capacidad informativa de la frase o palabra. Si, hace unas líneas, no estaba equivocado cuando decía que, en primer lugar, toda palabra o frase es informativa, la mentira destruye el lenguaje.

Tal obviedad (y, repito, una obviedad cándida) no es trivial. El ser humano se ha construido a sí mismo sobre el lenguaje. Toda la civilización humana, todo lo hecho, se sustenta en la confianza en el lenguaje. Para construir la casa de la humanidad se ha necesitado, imperativamente, que cuando uno diga <<trae tres ladrillos y colócalos aquí para apuntalar esta viga>>, la confianza en la intencionalidad de la veracidad de la información se cumpla.

El auge en el uso de fake news, las mentiras que dicen tantos supuestos periodistas y bastantes políticos, se basan en que todo es decible, en aquél “se puede decir todo” del principio del artículo. Una fake news no juega con, simplemente, mentir, sino con un concepto mucho más potente y peligroso: que todo es verdad. El concepto del “todo es verdad” es ligeramente diferente a la mentira, la cual puede ser descubierta. Veamos:

El señor Pablo Casado (un ejemplo elegido casi al azar) mintió respecto a sus estudios formativos. Es una mentira, en este caso bastante tosca, que puede ser descubierta y que, si lo es, puede comportar o no consecuencias. En su caso, fue descubierta y no tuvo ninguna consecuencia, pues se aceptó que mentía sin ningún tipo de coste para el mentiroso. Aparte de la preocupación que debería generar que alguien vote (no solo a Casado, también a tantos otros) a un político sin la necesidad de confianza y dando carta blanca al engaño, podemos pasar de largo para ver otra forma de mentir. En este caso (ay, cómo es el azar) les refiero al señor Donald Trump. Cuando éste, algunas veces, miente descaradamente y todos, incluido él mismo, sabemos que miente y todos sabemos que todos lo sabemos, la desfachatez del mentir pasa a ser una parte visible de un juego. Este juego es el de “todo es verdad” que, como comprenderán, conlleva implícito el de “todo es mentira”. Por tanto, al final, poco importa lo que digas. Lo importante es que lo dices (el habla, habla), y no hay más. Es necesario que se dé una condición, de la cual vamos sobrados en nuestra época: una velocidad vertiginosa de mensajes, una sucesión de hablas, una por encima de la otra, que comporta una saturación del decir.

El ejemplo anterior es un poco burdo, de acuerdo, y el asunto puede ser más sutil. Se puede ramificar o extender a conceptos como el de “feminazis”, o a la acusación de violencia y de rebelión a los presos políticos catalanes, cuyo extremo más ruin es el caso de los Jordis y Forcadell. También se puede relacionar con la frase “el capitalismo no es sostenible”, que se oye de vez en cuando por interlocutores cuya credibilidad cayó a ese vacío que separa la cosa del decir la cosa, ese vacío donde reposa la frase de 2008 “el capitalismo debe refundarse”, y que ahí yace en paz, sin nadie que la importune.

Toda mentira, todo fake news, no deja de ser una ficción del lenguaje. Y somos una sociedad inquilina de la ficción. La realidad ha devenido una de las tantas caras de la ficción, tal vez la menos imposible, pero sin dejar de ser parte de ésta. ¿Qué sabemos de las otras culturas, de costumbres lejanas, de paisajes remotos? El canal de acceso a sus descripciones es, mayoritariamente, la ficción. Miramos hacia atrás, hacia la historia, como una ficción con un hilo narrativo, un guion, donde les personajes ocupan el lugar de lo que fueron seres humanos. ¿En estas ficciones hemos visto, o leído, a Napoleón defecar? Y tenemos que presumir que debía hacerlo diariamente, o casi. La ficción, para ser espectáculo, expulsa lo cotidiano, donde reside el mayor valor en tiempo y significado de nuestra vida. ¿Es una tontería preguntarse, ante la balsa con 40 migrantes hacinados, que alguno de ellos debe defecar en algún momento de los días que pasan a la deriva en el mar? Si vemos las imágenes de un rescate del Open Arms como una película, no es necesario preguntárselo.

No lean lo anterior como un ataque a la ficción. La ficción es un acto de libertad. Es elegir dar presencia a lo que no fue (pero pudo ser), no es (pero podría ser)… y cuando nos habla de lo que será o podría ser, hasta la ficción más futurista nos habla del presente, nos habla desde el presente. No obstante, no confundir con la ficción destructiva, esa que intenta desplazar la realidad para ocupar su lugar. Y uno opina que con la intención (o tal vez sea una consecuencia colateral) de que el individuo pierda la noción de lo injusto, del bien y del mal (no en un sentido religioso). Cuando vemos los 40 migrantes hacinados en la balsa, ¿consideramos qué hay de justo o injusto? Hacerlo, nos conminaría a investigar qué razones, qué causas les llevaron allí. Hacerlo, nos llevaría a considerar que nosotros estamos aquí, delante la pantalla, mirando. Contemplarlo como una ficción permite que la imagen fluya, que pase de largo casi sin tocarnos: preferimos emocionarnos con la narración de una película (novela, teatro), porque nosotros “sí” la hemos elegido ver, en un acto que nos ofrece una libertad engañosa.

Todo lo anterior está muy relacionado con una evolución de la llamada “sociedad del espectáculo”. Nos hemos creado un mundo donde la imagen proyectada ha ido substituyendo la realidad percibida, hasta que se llega a percibir esta proyección por encima de la realidad, y hemos aprendido que una imagen real puede ser ficción. Ahora, gracias al avance de la tecnología, ya sabemos que “cualquier imagen” es susceptible de ser ficción. Todo es ficción. Todo es realidad. Todo es verdad y todo es mentira. Este espectáculo, en muchos ámbitos, es un sustitutivo del pensamiento crítico. Y la evolución nos lo ha llevado al lenguaje: la imagen del decir está sustituyendo la realidad de lo dicho. Es “el espectáculo de las palabras”, que estallan en los medios como fuegos artificiales, luces de colores que se disuelven en el aire mientras caen. Y, de la misma manera que todo individuo acaba por encontrar una imagen que coincide con sus deseos de realidad, también acabará encontrando ese sustitutivo en el lenguaje. Entonces, derrotado ya el observar por el mirar, para qué pensar, para qué escuchar, con oír es suficiente.

Hace años, a esto se le llamaba fascismo. Por allá los años ’30 del siglo pasado, la imagen proyectada era el no va más, y el fascismo hizo un gran uso de ello con sus uniformes, banderitas, logos, desfiles y coreografías, algunas filmadas por Leni Riefenstahl, es decir, se servía de la mirada artística. Lo hicieron, des de un punto de vista estético, tan bien, que actualmente todavía tendemos a buscarle esa imagen al fascismo. Pero, hoy en día, tenemos muy asimiladas las amplias posibilidades de proyección de una imagen, se ha potenciado su diversidad y, teniendo en cuenta que es mejor obviar reminiscencias estéticas que señalen al pasado, esta imagen sería más un incordio que una necesidad. Y por ello se evita.

Afianzada ya la distracción del espectáculo en todas las capas imaginativas de la sociedad, quedaba el lenguaje. Y el espectáculo del lenguaje se convierte en la mejor arma para destruirla. Porque el fascismo se nutre de destruir la sociedad, destruir la capacidad organizativa de los ciudadanos. Para ello, antes eran necesarias las dictaduras, ahora, tal vez no. Y, si antes estaba en lo cierto cuando me refería al lenguaje como el pilar de la civilización humana, ¿qué mejor que destruir a éste sin la necesidad de una estética identificativa? El fascismo es un modo, no un fin. Muchos libros documentados informan del soporte económico que tuvo el fascismo alemán en sus inicios. Los apellidos de grandes marcas alemanas, que hoy en día siguen reinando económicamente, lo auparon. Hitler no ascendió sin nada donde apoyarse. Tampoco crean que no hay nadie detrás de Trump, Salvini, Putin, Orbán, Bolsonaro, o los proyectos de Rivera / Arrimadas o Abascal y Casado. La comparación, por supuesto, se ciñe al soporte económico y de dónde surge éste para empujar movimientos que se edifican manipulando el lenguaje, es decir, manipular la sociedad para que no pueda organizarse al margen de los poderes económicos.

Este fascismo, estéticamente limpio, se va ramificando lentamente por la humanidad, no solamente en las sociedades occidentales. Tal vez sea debido a que su fuel económico ya es global, y que no se circunscribe a un territorio ni a un país concreto. Si el poder económico no tiene fronteras, el surgir de este fascismo, tampoco (uno duda que sea casualidad que vaya apareciendo en tantos países, muchos distantes y diferentes entre sí). Se extiende a una doble velocidad: por un lado, una velocidad rápida de personajes que aparecen, que son muchas veces pintorescos (¿no era pintoresco Mussolini?), y que irán desapareciendo; y por el otro lado (o por debajo), una velocidad lenta que va recortando pequeñas libertades, destruyendo a los discordantes, a los que denuncian, y arruinando la credibilidad del lenguaje y cualquier información. Y se extiende porque, sobre todo, es “fácil”. Y ya saben que, los individuos, sobre todo, somos “cómodos”. Ante este embate, solamente la misma sociedad puede protegerse a sí misma. Y solamente puede hacerlo penalizando el engaño del lenguaje, rescatándolo, aunque sea cándidamente, a la veracidad. Pero claro, esto tendría un coste: el detrimento de su espectacularidad, pues no son compatibles una cosa con la otra, tal como, rizando un poco el rizo, podemos ver en muchos programas de televisión de grandes audiencias (al principio, se le llamaba tele-basura, algo a desechar; hoy la basura es parte del menú). Hay que elegir, pues. Hay que elegir en la prensa, en las radios, programas, redes sociales, políticos y un sinfín de herramientas todas relacionadas, de un modo u otro, con el lenguaje. Si no elegimos ya, penalizando la mentira y el engaño, llegará un momento en que se habrá perdido la capacidad de elección. A uno se le abrirán los ojos y, cuando quiera reclamar un compañero o compañera para la lucha, se dará cuenta que está rodeado de zombis que han devorado su propio cerebro. Claro, esto en el caso que todo lo anterior sea cierto, aunque, bien mirado, debería serlo si todo es verdad.


Fuente → diario16.com

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